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La Batalla Comienza

  CAPíTULO XVIII

  El sol se alzaba como un ojo ardiente sobre el horizonte, derramando una luz dorada y abrasadora sobre la arena monumental del Torneo Mundial. El coliseo, un gigante de piedra erosionada por siglos de combates, se erguía imponente, sus muros altos como monta?as desgastadas, grabados con runas que palpitaban con un fulgor tenue, como si el espíritu de las batallas pasadas aún respirara en su interior. El aire estaba impregnado de un calor sofocante, mezclado con el aroma acre del sudor, el hierro oxidado y la tierra removida, un perfume primitivo que se adhería a la piel y llenaba los pulmones con cada inhalación. El suelo, una extensión vasta de piedra agrietada y tierra compactada, estaba salpicado de manchas oscuras, vestigios de sangre seca que narraban historias de victorias y derrotas olvidadas.

  Sobre las gradas, un océano de rostros expectantes rugía con una furia descontrolada, sus gritos y vítores resonando como un trueno interminable, un estruendo que hacía temblar el suelo y vibrar los huesos de los 800 peleadores que aguardaban en el centro del campo de batalla. El sonido era ensordecedor: un coro de voces humanas que se alzaba y caía como olas rompiendo contra acantilados, mezclado con el tintineo distante de las armas al ser desenfundadas y el roce de botas contra la piedra. El viento seco que barría la arena traía consigo partículas de polvo que se arremolinaban en el aire, irritando los ojos y dejando un sabor terroso en la boca.

  En el corazón de este caos naciente estaba Ren, un hombre transformado por a?os de entrenamiento implacable, un guerrero cuya presencia dominaba el espacio como un titán entre mortales. Su figura era imponente, un coloso de músculos esculpidos con la precisión de un escultor obsesionado. Su torso con el kimono de su entrenador revelaba cada detalle de su físico: pectorales anchos y prominentes que se hinchaban con cada respiración, abdominales definidos como placas de armadura natural, y brazos que parecían tallados en roca viva, con venas que serpenteaban bajo su piel blanquecina como ríos de luz. Las cicatrices surcaban su cuerpo como un mapa de guerra: líneas irregulares que cruzaban sus brazos y espalda, algunas pálidas y desvaídas, otras rojas y recientes, cada una un trofeo de las batallas que había librado y conquistado.

  Su cabello, oscuro y desordenado, caía en mechones salvajes sobre su frente y nuca, agitándose con el viento como una bandera desgarrada. Alrededor de su bíceps izquierdo, una cinta roja estaba anudada con un lazo firme, sus extremos ondeando ligeramente, un detalle que contrastaba con la brutalidad de su apariencia y sugería una conexión más profunda, tal vez un recuerdo o una promesa hecha en tiempos más suaves. Vestía aquel kimono largo de color gris, sujeto a la cintura con un obi celeste, el tejido suelto cayendo en pliegues que se movían con cada paso, revelando la fuerza de sus piernas musculosas.

  Los ojos de Ren, antes oscuros y apagados por la fatiga, ahora brillaban con un fulgor amarillo, el derecho más intenso, como si un fuego interior ardiera detrás de su mirada. Aquellos ojos eran ventanas a una mente fortificada por a?os de disciplina y sufrimiento, un alma endurecida que había aprendido a canalizar el dolor en poder. Su transformación no era solo física; una presencia en él, un aura de autoridad y peligro que había que los demás peleadores lo miraran con una mezcla de respeto y temor.

  A su lado estaba Shun, su compa?ero temporal en esta danza de sangre y acero. Shun era un contraste vivo con la figura colosal de Ren. Alto y esbelto, su cuerpo era delgado pero definido, con músculos fibrosos que hablaban de agilidad y precisión más que de fuerza bruta. Su piel, pálida como la luz de la luna, brillaba bajo la tenue luz del sol, y vestía el mismo kimono que llevaba Ren, sus bordes desgastados por el uso constante. Sus brazos estaban envueltos en vendas negras que resaltaban la definición de sus antebrazos, y su cabello negro azabache, caía como cascadas de oscuridad en sus hombros, se movía como una sombra líquida con cada giro de su cabeza. Sus ojos avellanas eran afilados y penetrantes, siempre alerta, escaneando el caos con la precisión de un halcón en caza.

  Arriba, en un trono de obsidiana que dominaba las gradas, el Eterno Eterion observaba con ojos dorados que parecían perforar la realidad misma. Su figura estaba envuelta en sombras, su presencia un peso opresivo que se sentía en el aire como una tormenta inminente. El silencio que lo rodeaba era inquietante, un contraste con el frenesí de abajo, y su mirada fría recorría a los peleadores como si ya supiera quiénes serían los vencedores y quiénes los olvidados.

  El rugido de la multitud alcanzó su clímax cuando un gong resonó en la arena, un sonido profundo y gutural que retumbó como el latido de un corazón monstruoso. El torneo comenzó en un estallido de movimiento, un torbellino de cuerpos y acero que chocaban con una violencia primaria. El aire se llenó de sonidos: los pu?os cortando el viento como si fuesen espadas, el crujido de los huesos al chocar, los gritos roncos de los heridos y el golpe seco de los cuerpos al caer. El polvo se alzó en nubes densas, oscureciendo la visión y dejando un sabor áspero en la lengua, mientras el olor a sangre fresca, agudo y cobrizo, se mezclaba con el sudor y el miedo.

  Ren se lanzó al combate como una fuerza de la naturaleza, sus pasos resonando como truenos en el suelo agrietado. Su primer adversario, un hombre corpulento con una armadura de placas dentadas, lo enfrentó con un pu?o potente y directo, su rostro contorsionado por una mueca de furia. El aire silbó cuando el brazo descendió, pero Ren fue más rápido: giró sobre sus talones, el movimiento fluido y letal, y descargó su pu?o contra la mandíbula del hombre con un impacto devastador. El crujido de los huesos al romperse fue audible incluso sobre el estruendo, un sonido nauseabundo que hizo eco en la arena. Una lluvia de sangre y dientes explotó el rostro del bruto, salpicando el kimono pulcro de Ren en un arco caliente y viscoso. El hombre rugió, un bramido gutural que se desvaneció en un gemido cuando Ren lo remató con un gancho brutal, su pu?o conectando bajo la barbilla con tal fuerza que levantó al adversario del suelo antes de dejarlo caer como un saco roto, su cuerpo inmóvil en un charco de sangre que se extendía lentamente sobre la piedra.

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  Shun se movía a su lado como un espectro, su figura esbelta cortando el caos con la elegancia de un bailarín mortal. Un guerrero armado con una maza proyectada con Yu se abalanzó sobre él, el arma zumbando en el aire con un silbido mortal. Shun se inclinó hacia atrás, el arma rozando su pecho por milímetros, el aire desplazado alborotando su cabello, y respondió con un golpe preciso: su pu?o envuelto en una chispa dorada de energía Yu se estrelló contra el abdomen del atacante. El hombre se dobló con un jadeo, el aliento arrancado de sus pulmones, y Shun lo derribó con un codazo en la nuca, el crujido seco del hueso resonando como un disparo.

  —?Cuidado, Ren! —gritó, su voz cortante mientras giraba para enfrentar a otro enemigo.

  El caos era abrumador. Los peleadores caían como moscas, sus cuerpos amontonándose en el suelo, algunos retorciéndose en agonía, otros quietos y vacíos, sus ojos abiertos mirando al cielo sin verlo. El aire estaba cargado de olores: el hedor dulzón de la sangre fresca, el almizcle rancio del sudor, el humo acre de las antorchas que chisporroteaban en los muros. El suelo temblaba bajo los pies de Ren, cada impacto reverberando en sus piernas mientras avanzaba, su Yu comenzó a desbordarse en sus pu?os, cortando el aire con un silbido agudo. Los nudillos encontraron carne, golpeando severamente el hombro de un adversario con un sonido húmedo y desgarrador, la piel rasgando músculo y tendón antes de salir en una explosión de sangre que empapó su brazo.

  Shun lo cubría con una precisión letal, su energía Yu destellando en ráfagas doradas que repelían ataques y derribaban enemigos. Cuando un lancero intentó emboscar a Ren por la espalda, la punta de su arma proyectada brillando con intenciones mortales, Shun intervino: un muro de luz dorada se alzó frente a Ren, desviando la lanza con un chasquido metálico. El atacante trastabilló, sorprendió, y Shun lo derribó con una patada giratoria que conectó con su pecho, el impacto enviándolo a volar varios metros antes de estrellarse contra el suelo con un golpe sordo.

  En las gradas, Fuji y Alisse observaban con el corazón en la garganta. Fuji, con apenas 14 a?os, era demasiado joven para competir, su figura menuda perdida entre los gigantes que peleaban abajo. Sus manos agarraban el borde de su asiento, sus nudillos blancos, sus ojos abiertos de par en par mientras seguía cada movimiento de Ren y Shun, una mezcla de admiración y terror reflejada en su rostro infantil. Alisse, sentada a su lado, había optado por no participar, su expresión una máscara de desdén.

  —Esto no es mi estilo —murmuró, su voz fría como el hielo, aunque sus ojos traicionaban una chispa de preocupación que no podía ocultar.

  Shizuka-Sensei, entre ellos, permanecía inmóvil, su serenidad un faro en medio del tumulto. Sus manos descansaban en su regazo, su cabello plateado brillando bajo la luz, sus ojos afilados analizando cada detalle con una calma que parecía desafiar el caos.

  La batalla seguía su curso implacable. Los cuerpos se acumulaban, el suelo convirtiéndose en un lodazal rojo donde la sangre se mezclaba con el polvo. Ren y Shun luchaban como uno solo, sus estilos complementándose en una armonía letal: la fuerza bruta de Ren destrozando enemigos con golpes que resonaban como ca?onazos, y la velocidad de Shun cortando el aire con ataques precisos que dejaban a sus oponentes sin aliento. Pero los números eran abrumadores. A medida que los peleadores caían, otros tomaban su lugar, un círculo de enemigos cerrándose sobre ellos como una jauría hambrienta.

  Ren y Shun terminaron espalda con espalda, rodeados por una docena de adversarios que avanzaban con armas en alto, sus rostros iluminados por la sede de batalla y la desesperación. El aire estaba cargado de tensión, el rugido de la multitud desvaneciéndose en un zumbido distante mientras los dos guerreros se preparaban para el próximo asalto. Ren respiraba con dificultad, el sudor y la sangre resbalando por su torso, sus pu?os goteando un líquido carmesí que formaba un charco a sus pies. Sus ojos amarillos brillaban con una furia contenida, sus pu?os apretados, listos para descargar su ira. Shun, a su lado, mantenía una postura firme, su energía Yu crepitando en sus manos como una electricidad perpetua, su mirada fija en los enemigos que se acercaban, su cuerpo tenso como un arco a punto de disparar.

  El Eterno Eterion se inclinó hacia adelante en su trono, sus ojos dorados destellando con un interés renovado. El aire parecía vibrar con la promesa de más violencia, el suelo temblando bajo el peso de los pasos que se aproximaban. Ren soltó un rugido gutural, un sonido que era mitad desafío, mitad liberación, mientras levantaba su katana, el acero brillando bajo la luz del sol. Shun alzó una mano, su energía Yu formando un escudo brillante que los envolvió a ambos, una barrera de luz contra la oscuridad que los rodeaba.

  Y entonces, con un estallido de movimiento, el círculo de enemigos se cerró, y la batalla continuó.

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