19:45 - Distrito 13. Tokio, Japón.
El interior de la fortaleza de Igarashi era un infierno fracturado, un caos de ruinas donde el aire estaba saturado del hedor metálico de la sangre, el polvo acre de cemento pulverizado y el eco distante de explosiones que aún reverberaban desde la sala principal. Las paredes de hormigón, agrietadas y manchadas con salpicaduras de sangre negra y roja, temblaban bajo el peso de la batalla que había estallado minutos antes, cuando el CCG irrumpió con Koji a la cabeza. Los focos industriales colgaban torcidos del techo, sus cables desnudos zumbando mientras la luz parpadeante proyectaba sombras grotescas que danzaban sobre los escombros y los cuerpos desmembrados que yacían en el suelo. El combate principal seguía rugiendo en la distancia —gritos de agonía, el clang del metal contra carne, el estallido de quinques y kagunes—, pero en este pasillo lateral, un silencio opresivo reinaba, roto solo por el crujido de fragmentos bajo las botas gastadas de Aichuu Ono Tada.
Aichuu avanzaba con pasos rápidos pero medidos, su cabello blanco como la nieve cayendo en mechones desordenados sobre sus hombros, brillando como un faro espectral bajo la luz intermitente. Sus ojos, de una rosa pálida y luminosa —no el rojo común de los ghouls, sino un tono único que parecía absorbente y reflejar la penumbra—, escudri?aban las sombras con una mezcla de alerta y agotamiento. Su traje blanquecino rayo estaba salpicado de sangre seca, restos de un agente que había destrozado con su bikaku minutos atrás, y su respiración era un silbido suave, controlado, casi inhumano en su constancia. No necesitaba jadear; su cuerpo no lo exige. Su regeneración constante —una anomalía que hacía que su estómago se autoconsumiera y se reconstruyera en un ciclo eterno, eliminando la necesidad de alimentarse como otros demonios— la mantenía en un estado de perpetua autosuficiencia. Los cuatro tipos de kagunes que latían bajo su piel —rinkaku, bikaku, koukaku y ukaku— eran una sinfonía de poder que la distinguía, no solo de los humanos, sino de los propios ghouls, convirtiéndola en una rareza, un ser atrapado entre mundos que no la reclamaban del todo.
Había dejado a Mō atrás, su risa amarga aún resonando en su mente, sus palabras sobre la inevitabilidad de la violencia clavándose como espinas en su resolución. Pero algo más la impulsaba ahora: Mushtaro. Los rumores, los archivos, las sospechas sobre su control sobre Igarashi la habían llevado a este pasillo, buscando respuestas que pudieran dar sentido a su lucha. Entonces, un sonido la detuvo en seco: un goteo húmedo, viscoso, como si algo denso cayera al suelo con un ritmo irregular.
Giró sobre sus talones, y allí estaba Mushtaro, emergiendo de un recoveco oscuro como un depredador saciado tras una cacería. Su gabardina negra estaba empapada de sangre negra, las manchas húmedas brillando bajo la luz parpadeante como si aún estuvieran frescas, goteando desde los bordes y formando charcos oscuros en el cemento agrietado. Sus manos estaban cubiertas de un líquido espeso y negro, la sangre coagulada entre sus dedos dejando rastros viscosos que colgaban como hilos rotos. Su rostro estaba pálido manchado, la sangre negra trazando líneas desde las comisuras de su boca hasta su barbilla, extendiéndose en un rastro irregular que llegaba a su cuello, como si acabara de hundir los dientes en algo con una ferocidad cruda. Sus ojos grises brillaron con un destello rojo, y una sonrisa torcida curvó sus labios ensangrentados, revelando dientes te?idos de negro que destellaban bajo la luz tenue. No había taza de café esta vez; en su lugar, llevaba consigo el hedor de la muerte reciente, un aura visceral que llenó el pasillo con un peso sofocante.
—Vaya, la albina —dijo, su voz suave pero afilada como un bisturí, resonando en el espacio cerrado mientras lamía lentamente una gota de sangre de su labio inferior, el gesto lento y deliberado, casi ritualístico—. Siempre apareces donde menos te espero. ?Buscas respuestas, o solo sangre para a?adir a esa piel pálida tuya?
Aichuu dio un paso hacia él, sus manos temblando mientras su rinkaku brotaba brevemente, un tentáculo carmesí que cortó el aire con un silbido antes de retroceder. El olor metálico y dulzón de la sangre fresca que emanaba de Mushtaro golpeó sus sentidos, un recordatorio brutal de la violencia que él encarnaba, y sus ojos rosados ??se entrecerraron, brillando con una mezcla de furia y repulsión.
—No estoy aquí para jugar, Mushtaro —replicó, su voz firme pero cargada de una intensidad emocional que vibraba en cada palabra—. Sé lo que hiciste en el Distrito 4. Sé que manipula a Igarashi, que siembras caos mientras Dokuro se desangra por ti. Estás cubierto de sangre, oliendo a muerte... ?qué quieres? ?Por qué sigues con esto, devorando lo que sea que acabas de destruir?
Mushtaro rió, un sonido bajo y melódico que llenó el pasillo como un eco venenoso, reverberando contra las paredes agrietadas. Pasó una mano manchada por su boca, esparciendo la sangre en un arco más amplio que dejó un rastro oscuro en su mejilla, sus ojos grises fijos en ella mientras la luz parpadeante reflejaba el brillo húmedo de las manchas. Se lamió los dedos con un movimiento lento, casi provocador, antes de hablar.
— ?Qué quiero? —repitió, su voz suavizándose mientras daba un paso hacia ella, el goteo de sangre de sus manos marcando cada paso con un plaf húmedo—. Quiero lo que todos queremos, Aichuu: control. Este mundo es un tablero, y ghouls y humanos son piezas que se despedazan sin sentido. La violencia no es la solución, es el juego mismo. Yo solo muevo los hilos para que el caos tenga un propósito. —Hizo una pausa, inclinando la cabeza mientras la miraba de arriba abajo, sus ojos deteniéndose en los suyos, rosados ??y extra?os—. Pero tú... tú eres diferente, ?verdad? Esos ojos, esa piel, ese cuerpo que no necesita comer... cree en algo más, ?no? ?Un sue?o infantil de paz? Dime, ?cómo planeas lograrlo cuando tu propia existencia es una aberración, ni ghoul ni humana?
Aichuu respiró hondo, el peso de sus palabras y la visión de su figura ensangrentada golpeándola como un martillo. Sus ojos rosados ??brillaron con lágrimas contenidas mientras recordaba al ghoul joven del Distrito 13, sus dudas sobre la lucha, y las palabras de Hiroshi sobre elegir su propio significado. Su regeneración constante zumbaba en su interior, un cosquilleo bajo su piel que la mantenía viva sin necesidad de consumir, un ciclo eterno que la apartaba incluso de sus propios congéneres. Sus kagunes —rinkaku, bikaku, koukaku y ukaku— eran un coro de poder que la hacían única, pero también un recordatorio de su soledad, de su lugar fuera de cualquier mundo.
—No niego lo que soy —dijo, su voz temblando pero creciendo en fuerza mientras lo enfrentaba—. Soy diferente, sí. No como, no necesito la carne que tú devoras, pero él mató, él destruyó. No quiero que eso sea todo. Creo que podemos ser más que armas, más que violencia. Tú hablas de control, pero ?para qué? ?Poder vacío sobre un mundo roto? —Dio un paso más cerca, el hedor de la sangre fresca invadiéndola mientras sus ojos rosados ??lo perforaban—. Yo sigo adelante porque quiero un mundo donde no tengamos que escondernos o matarnos unos a otros, donde alguien como yo pueda encontrar un lugar. ?Qué te motiva a ti, Mushtaro? ?Odio? ?Miedo? ?O solo estás tan roto que no puedes imaginar nada más allá de esta... carnicería?
Mushtaro dejó de sonreír, sus ojos grises endureciéndose mientras la miraba, un destello de algo raro cruzando su rostro antes de desaparecer tras una máscara de frialdad. Se limpió la boca con el dorso de la mano, dejando una mancha más amplia de sangre negra que goteó hasta su cuello, y su mirada se volvió distante, casi ausente.
—Roto, dice —murmuró, su voz baja y cortante como un filo, resonando en el pasillo—. Tal vez lo esté. Pero no... la CCG es una porquería llena de contradicciones, al igual que los humanos. Nos cortan a pedazos, hasta entre ellos mismos un ciclo aburrido que quiero cortar. Debes de saber que este mundo no cambia con sue?os, sino con fuerza. —Hizo una pausa, su mano firme y calmada mientras la sangre goteaba al suelo, formando un carbón oscuro que reflejaba la luz parpadeante—. He sobrevivido comiendo lo que queda, lo que tenga que comer para no morir, hasta ghouls... —Su mirada se convirtió en un pozo sin fondo, oscura y devastadora—. Tú no entiendes eso, Aichuu, porque no necesitas devorar para vivir. Pero yo... yo sé que la violencia no es la solución; es la verdad de la cual no puedes escapar. —Sus ojos se alzaron hacia los suyos, un brillo rojo cortando el gris—. Eres única, sí, pero esa unicidad no te salvará de lo que somos.
Aichuu dio un paso atrás, sus manos temblando mientras las lágrimas finalmente escapaban, trazando líneas en la suciedad de su rostro. La imagen de Mushtaro, cubierta de sangre, con la boca manchada, lo cual indicaba que acababa de arrancar vida con sus propios dientes, se clavó en su mente como un cuchillo. No podía ver dolor en él, ni arrepentimiento, un contraste de su vida propia, y eso la desgarró aún más. Su regeneración zumbó bajo su piel, cicatrizando un corte invisible que ni siquiera sabía que tenía, y sus kagunes latieron, un recordatorio de su poder y su diferencia.
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—No acepto eso —dijo, su voz quebrándose pero firme mientras lo miraba fijamente—. Si la violencia es la verdad, entonces encontraré una nueva verdad. No dejaré que me definas, Mushtaro. Ni a mí, ni a este mundo. Soy más que esto... más que sangre, más que un arma. Y tú podrías serlo también, si dejaras de esconderte detrás de tus hilos.
Mushtaro la observar por un momento largo, un destello de respeto —o tal vez burla— cruzando sus ojos antes de girarse, su gabardina ondeando mientras caminaba hacia las sombras. La sangre goteaba de sus manos y dejaba un rastro húmedo tras él, un camino de muerte que marcaba su retirada.
—Entonces sigue bailando, Aichuu —dijo, su voz flotando como un eco mientras se desvanecía en la penumbra—. Pero las sombras siempre ganan al final. Y tú... tú no puedes huir de lo que eres.
Aichuu se quedó sola, su respiración constante pero pesada resonando en el pasillo mientras el peso de la conversación la envolvía. Sus ojos rosados ??brillaron en la oscuridad, y su cuerpo tembló, no de hambre ni de debilidad, sino de la carga de su propia existencia única y el choque de ideologías que prometía más tormentas por venir.
20:00 – Almacén trasero de la fortaleza.
El almacén trasero de la fortaleza era un mausoleo de escombros y penumbra, las paredes derrumbadas dejando entrar ráfagas de aire frío que silbaban entre las grietas como lamentos. Los cuerpos de ghouls y agentes yacían desparramados entre cajas rotas y estantes volcados, el suelo resbaladizo con sangre que brillaba bajo la luz tenue de una luna creciente que se filtraba por un agujero en el tejado. El hedor a muerte impregnaba el aire, un olor dulzón y metálico que se pegaba a la garganta, y el silencio era roto solo por el crujido ocasional de madera astillada bajo el peso de los restos. Kiyoshi Udagawa se arrastraba entre las ruinas, su figura temblorosa envuelta en harapos sucios que colgaban como piel muerta sobre sus hombros huesudos. El sudor goteaba por su rostro pálido, mezclándose con la suciedad y la sangre seca que marcaba su piel, y sus manos ara?aban el suelo, dejando rastros de sangre negra de cortes que su regeneración apenas comenzaba a cerrar.
Había huido del combate principal, su mente fracturada incapaz de soportar el estruendo de la batalla, las imágenes de sangre y caos que lo perseguían como sombras vivas. Las voces en su cabeza eran un torbellino implacable: ?Mata! ?Huye! ?No eres nada! resonaban como martillos contra su cráneo, cada grito desgarrándolo un poco más. Su respiración era un jadeo irregular, entrecortado, y sus ojos rojos estaban vidriosos, perdidos en un mar de confusión y desesperación mientras intentaba encontrar un rincón donde el mundo dejara de girar. Entonces, un gru?ido bajo y gutural lo hizo girar, su cuerpo tensándose como un animal acorralado.
Jikininki emergió de las sombras, su figura encorvada envuelta en harapos rayos que ondeaban con el viento frío, la mitad destrozada de su rostro —un cráter de cicatrices y hueso expuesto desde la nariz hacia arriba— brillando bajo la luz lunar como una máscara rota. Sus tentáculos rinkaku se agitaban inquietos tras ella, oscilando como serpientes hambrientas, y sus ojos rojos lo miraron con una mezcla de confusión y un destello de reconocimiento que cortó el aire entre ellos. Su respiración era un siseo áspero, y un temblor recorría su cuerpo, un eco de la locura que había desatado horas antes en su ataque psicótico.
—Sangre... —susurró Jikininki, su voz chillona resonando como un lamento roto mientras daba un paso hacia él, sus tentáculos alzándose ligeramente—. Tú... ?quién eres? ?Otro...roto?
Kiyoshi retrocedió, sus rodillas temblando mientras se arrastraba hacia atrás, sus kagunes —rinkaku y bikaku— latiendo en su espalda como un corazón desesperado, listos para brotar en un estallido de carne y furia.
—?Aléjate! —gritó, su voz quebrándose en un alarido que resonó contra las paredes derrumbadas—. ?No... no te acerques! Las voces... me están matando... me odian... todos me odian...
Las voces rugieron más fuertes: ?Mátala! ?Ella te destruirá! ?No confíes! Pero otro, más débil, susurró entre el caos: ?Es como tú! Sus manos ara?aron su rostro con una furia desesperada, dejando marcas rojas que sangraron brevemente antes de que su regeneración las cerrara, y su cuerpo se convulsionó, atrapado entre el instinto y el colapso.
Jikininki gru?ó, sus tentáculos oscilando como si fueran a atacarlo, pero se detuvo, sus ojos rojos entrecerrándose mientras lo observaba. Había estado lidiando con sus propios demonios desde su episodio psicótico, las voces en su cabeza un coro de gritos y risas que la habían llevado al borde, y algo en la desesperación de Kiyoshi la alcanzada, un destello de lucidez rompiendo la niebla de su locura. Dio un paso más, pero no con amenaza, sino con una cautela extra?a, casi protectora.
—Roto... como yo —dijo, su voz suavizándose, aunque seguía temblando con un filo chillón—. Sangre... dolor... ?por qué? Yo... no sé... pero tú... sigues vivo. ?Cómo? ?Cómo... sigues?
Kiyoshi jadeó, sus ojos vidriosos encontrando los de ella mientras las voces lo desgarraban. Su cuerpo tembló violentamente, y una lágrima se escapó por su mejilla, trazando un camino limpio en la suciedad que lo cubría.
—No quiero... seguir así —susurró, su voz apenas audible sobre el zumbido de su propia mente—. Las veo... Hitomi... Mushtaro... me odian... me rompen... quiero parar... pero no sé cómo... no sé quién soy...
Jikininki inclinó la cabeza, un gru?ido bajo escapando de su garganta mientras sus tentáculos se alzaban y caían, indecisos. Las voces en su propia cabeza — ?Mata! ?Sangre! — rugían, pero ella las empujó hacia atrás, un esfuerzo que la hizo temblar mientras extendía una mano temblorosa hacia él, sus dedos huesudos y llenos de cicatrices rozando su hombro con un suave torpedo.
—No... sola —dijo, su voz rota pero con un dejo de compasión que sorprendió incluso a ella misma—. Yo... oigo voces... también. Gritan... siempre gritan... pero sigo. Tú... puedes... seguir. No... tienes que... romperte más.
Kiyoshi la miró, un destello de claridad atravesando el caos de su mente mientras sus palabras se abrían paso como un rayo de luz en la tormenta. Las voces gritaron más fuerte — ?Mátala! ?No confíes! ?Eres débil! —, pero por un instante, su mano temblorosa se alzó y tocó la de ella, un contacto frágil que silenció el torbellino por un segundo fugaz. Su piel estaba fría, húmeda de sudor y sangre, y el roce era un ancla, un hilo de conexión entre dos almas destrozadas.
—Seguir? —murmuró, su voz apenas un suspiro mientras sus ojos se nublaban de nuevo—. No sé... si puedo... no sé... si quiero...
Jikininki gru?ó, sus tentáculos oscilando de nuevo como si quisieran liberarse, pero no lo atacó. En cambio, se quedó allí, arrodillada frente a él, sus ojos rojos brillando con una mezcla de locura y algo más —tal vez empatía, tal vez un reflejo de su propia lucha—. El almacén tembló con un eco lejano de la batalla, y el viento frío silbó a través de las grietas, levantando polvo que danzó entre ellos. Kiyoshi se desplomó contra el suelo, su cuerpo agotado cediendo al peso de su propia mente, pero Jikininki no se movió, vigilándolo como una guardiana rota mientras las sombras los envolvían, dejando tras de sí una tensión que prometía más tormentas internas por venir.