Las calles del Distrito 11 yacían en un silencio sepulcral, un vacío que parecía tragarse hasta el eco de los pasos. Las luces de neón, siempre encendidas, parpadean con su brillo frío y artificial, proyectando charcos de colores sobre el asfalto húmedo. Los edificios, altos y sombríos, se alzaban como centinelas mudas, sus ventanas oscuras reflejando una ciudad que, a esa hora, parecía muerta. Nadie transitaba por esas calles desiertas, ni siquiera por error. Desde hacía tres a?os, la Ley de Zona Segura había convertido las noches de Tokio en un encierro obligatorio: a las 19:00 en punto, las puertas se cerraban, las persianas bajaban y los hogares se convertían en jaulas. Solo los funcionarios de la renovada CCG—la Comisión de Contramedidas contra Ghouls—Tenían permiso para vagar en la penumbra, sus abrigos grises ondeando como sombras en la brisa helada.
Todo había comenzado con una alianza frágil. Humanos y ghouls, enemigos eternos, se unieron brevemente para formar el TSC —el Comité de Seguridad de Tokio— con un único propósito: erradicar a los dragones huérfanos, esas bestias colosales que habían sembrado el caos en la ciudad. Juntos, lograron extinguirlos, pero la paz duró lo que un suspiro. Las diferencias volvieron a abrirse como heridas mal cicatrizadas, y el abismo entre ambas especies se profundizó. Para los ghouls, el hambre por carne humana seguía siendo una maldición imposible de ignorar; Para los humanos, el miedo y el odio eran cadenas que no podían romperse.
Y luego, en los últimos tiempos, algo aún más oscuro había surgido entre los ghouls. Un peque?o grupo, marginado incluso entre los suyos, comenzó a desarrollar un gusto aberrante: el canibalismo hacia su propia especie. La confianza se desmoronó. Ni siquiera los ghouls estaban a salvo entre sí, y las calles vacías de Tokio se convirtieron en un tablero de ajedrez donde cada pieza sospechaba de la otra.
00:15.
El investigador caminaba solo por el callejón, sus botas resonando contra el pavimento con un ritmo monótono que ya había memorizado tras meses de patrullas idénticas. Era la misma hora, las mismas rutas, el mismo vacío. Su vida se había convertido en una rutina asfixiante desde que los ghouls, al menos la mayoría, dejaron de desafiar a la CCG. Algunos, los llamados "Unghouls", incluso habían jurado proteger a los humanos, adaptándose a una existencia que imitaba la normalidad. Enfrentarse a un ghoul ahora podía significar luchar contra uno de esos traidores a su propia naturaleza, y eso había apagado el fuego de la guerra abierta. Para él, un hombre curtido en la adrenalina del combate, la paz era un veneno lento que lo aburría hasta el alma.
Silbaba una melodía extra?a, un hábito que había adoptado para llenar el silencio opresivo. Las notas flotaban en el aire frío, rebotando contra las paredes del callejón, estrechas y cubiertas de grafitis descoloridos. — ?Estás ahí? —preguntó al viento, su voz grave cortando la quietud mientras se acercaba al final del pasaje.
Un sonido leve, como el roce de tela contra metal, llegó desde las escaleras que trepaban los edificios circundantes. Luego, pasos rápidos, un susurro de movimiento. Alguien respondió desde la oscuridad: —Sabes que sí.
El investigador detuvo su marcha, pero su rostro permaneció sereno, una máscara que ocultaba el latido acelerado de su corazón. —?Por qué ha tardado? —preguntó, girando apenas la cabeza hacia el origen de la voz.
La figura emergió de las sombras con un salto grácil, aterrizando frente a él con la elegancia de un felino. Era una mujer alta, de curvas definidas que parecían talladas en mármol bajo la luz tenue de los faroles lejanos. Su cabello rizado, negro como la medianoche, caía en cascada sobre sus hombros, atrapando reflejos plateados. Sus labios, pintados de un negro mate, contrastaban con su piel canela, suave y brillante como porcelana. Pero fueron sus ojos —claros, casi traslúcidos, como fragmentos de cristal— los que lo atraparon. Lo miraron con una mezcla de burla y desafío, y él sintió cómo su pulso se disparaba, una corriente de deseo que lo consumía.
—Solo fueron unos minutos, querido —respondió ella, su voz ronca y seductora, con un dejo de diversión—. Además, nos vemos casi todas las noches. ?Qué son unos segundos entre nosotros?
El hombre dejó caer su quinque al suelo con un golpe sordo, el maletín resonando contra el asfalto. Sus ojos la recorrieron con una lujuria descarada mientras acortaba la distancia entre ellos. —Sabes que mi tiempo vale oro —dijo, su tono cargado de una urgencia que no podía disimular.
Ella soltó una carcajada, un sonido profundo que reverberó en el callejón como el canto de una sirena. Lo miró fijamente, sus ojos brillando con un destello peligroso. —Sabes que odias tu trabajo, tu hogar y hasta a la persona con la que vives —dijo, cada palabra afilada como un cuchillo, clavándose en él sin piedad.
él no se inmutó. Ella tenía razón y lo sabía. Su vida era una prisión de monotonía y promesas vacías, y esta mujer —este ghoul— era el único escape que le quedaba. Sin responder, se acercó hasta que su aliento rozó su oído y le susurró algo, un murmullo tan bajo que se perdió en el aire. Luego, con un movimiento decidido, recogió su quinque y la guió hacia una puerta de hierro oxidada al fondo del callejón. La abrió con un chirrido agudo, y ambos desaparecieron tras ella, el eco de la cerradura resonando como un presagio.
Los gritos y gemidos de la mujer llenaban la habitación, un espacio estrecho y húmedo con paredes de concreto desnudo y un olor rancio a moho. El hombre yacía bajo ella, su cuerpo cubierto de mordidas que no eran simples marcas de pasión. Ella arrancaba peque?os trozos de su carne con una precisión cruel, tragándolos mientras sus ojos mutaban: pupilas dilatadas, iris de un rojo brillante y escleróticas negras como el abismo. él, en lugar de retroceder, gemía de placer, su mente nublada por una mezcla de dolor y éxtasis que lo arrastraba más allá de la razón.
Un humano y un demonio. No era una novedad en Tokio, donde las líneas entre presa y depredador a veces se difuminaban. Pero para él, un cristiano devoto criado en sermones de pureza y castigo, esto debería haber sido una abominación. Sin embargo, allí estaba, entregada a ella, su fe ahogada en la lujuria y la sangre. Los juegos sexuales se intensifican: rasgu?os, golpes, jadeos que resonaban contra las paredes. El tiempo se desvanecía, y con él, cualquier noción de peligro.
03:21.
El clímax llegó como una tormenta. En el pico de su placer, el kagune de la ghoul se liberó, un ente vivo de un rojo oscuro que brotó de su espalda como alas retorcidas. Lo envolvió en un abrazo brutal, sus puntas afiladas hundiendo marcas profundas en la piel del hombre, cicatrices que él había aprendido a anhelar. El dolor se mezclaba con el éxtasis, y su voz salió entre jadeos entrecortados: —Por favor, no dejemos de hacer esto.
Ella lo miró desde arriba, su sonrisa pícara brillando con una promesa muda. Sus ojos rojos lo devoraban, y por un momento, pareció que el mundo entero se reducía a esa habitación.
Pero no habían notado las se?ales. El teléfono del investigador vibraba sin cesar en el suelo, su pantalla iluminándose con llamadas perdidas. El de ella, olvidado en un rincón, emitía pitidos que se perdían entre los gemidos y los golpes. Estaban tan inmersos en su danza perversa que el resto del mundo había dejado de existir. Sí, fue su error. Un error fatal.
De pronto, el aire cambió. Un silbido cortante atravesó la habitación, y los ojos del ghoul explotaron en una lluvia de sangre y tejido. Su cabeza siguió, estallando como una fruta madura bajo un martillo. El investigador pasó del éxtasis al horror en un instante. Saltó hacia atrás, cayendo de la cama desnuda, su cuerpo resbaladizo por la sangre que lo cubría. Sesos y fragmentos óseos salpicaban su rostro, metiéndose en su boca, y una arcada lo sacudió mientras intentaba escupir el sabor metálico. Sus manos temblorosas buscaron el quinque, pero el maletín había desaparecido.
Alzó la vista, el corazón golpeándole el pecho, y allí estaban: dos hombres y una chica, siluetas recortadas contra la luz tenue que se filtraba por la puerta entreabierta. El primero, un joven de cabello casta?o cubierto de perforaciones y tatuajes, sostenía el maletín del quinque en una mano. — ?Qué buscabas? —dijo con una voz chillona y burlona—. ?Esto?
Lo arrojó al suelo con desprecio y perforó el maletín con su kagune, un apéndice afilado que brillaba con un rojo enfermizo. Sus ojos, con el kakugan activo, destellaban de perversión mientras se reía. —Al parecer ya no está —a?adió, su mirada fija en el investigador tembloroso, desnudo y vulnerable.
El segundo hombre, corpulento y de cabello corto blanquecino, dio un paso adelante. Su voz era grave y rasposa, serena pero cargada de amenaza. —?Qué? —interrumpió cuando el investigador intentaba hablar—. ?El funcionario me llama monstruo? —Chasqueó la lengua y avanzó más, su sonrisa creciendo hasta mostrar unos dientes afilados—. Estabas teniendo sexo con una perra ghoul, la matamos y ?te atreves a llamarnos monstruos? ?No es ese tu trabajo?
El investigador se puso en pie, su respiración entrecortada mientras intentaba reunir valor. Dio un paso hacia el hombre blanco, dispuesto a empujarlo y huir, pero el joven de las perforaciones lo detuvo con facilidad, clavándole una mano en el hombro. —No, no, no. No te vas de aquí —dijo, su tono perdiendo la burla para volverse frío y serio—. Estuviste con la traidora de Misa. También morirás.
El rostro del investigador se contorsionó en una mueca de puro terror. Estaba indefenso, herido, enfrentando a tres ghouls que parecían sacados de una pesadilla. El joven continuó: —Tienes suerte de que Junko y yo estemos aquí, porque si venía Chō sola, estarías muerto desde el principio.
Stolen story; please report.
Chō, la chica, permanecía en silencio al fondo. Su presencia era inquietante, diferente. Sus ojos no eran como los de los otros ghouls: tenían un brillo extra?o, inhumano, que helaba la sangre. El investigador, con la voz temblorosa, logró balbucear: —P-por qué no llevan máscaras? ?Qué pasa si logro escapar y los identificados?
Un silencio denso llenó la habitación. Junko y el casta?o se miraron y se estallaron en carcajadas, un sonido que resonó como un eco macabro. Luego, el joven se inclinó hacia él, su rostro a centímetros del suyo, y susurró con una sonrisa escalofriante: —Eso no importa porque... nosotros no existimos.
—?Qué mierd—? —El grito del investigador se cortó en seco. El kagune de Chō, un bikaku brillante y letal, atravesó su rostro con un movimiento limpio, dejando un agujero grotesco donde antes estaban sus ojos y nariz. Su cuerpo se desplomó, inerte, mientras la chica retiraba su arma y se giraba hacia la puerta.
—Siempre tienes que tardarte de más. Colmas mi paciencia —dijo con una voz fría y monocorde, abriendo la puerta y desapareciendo en la oscuridad del pasillo.
La habitación, que horas antes había sido un nido de lujuria y deseo, ahora era una carnicería. Los cuerpos desnudos de los amantes yacían destrozados, rodeados de sangre y vísceras esparcidas como pinceladas de una pintura macabra. Un final trágico para un comienzo tan apasionado.
09:43 - Oficina del CCG, Distrito 13. Tokio, Japón.
El sonido de tacones altos resonaba por el pasillo de la sede del CCG, un ritmo firme y decidido que cortaba el murmullo de las oficinas. Sasaki Hitomi, de 24 a?os, avanzaba con paso seguro. Su cabello negro, largo y con flequillo, enmarcaba un rostro afilado y determinado. Vestía un uniforme negro impecable bajo un abrigo gris que la identificaba como Investigadora de Primera Clase. Sus ojos, claros y penetrantes, brillaban con una mezcla de furia y dolor mientras se dirigía a la oficina de su superior.
Hayasaka Koji, de 57 a?os, esperaba tras su escritorio. Era un hombre imponente, de cabello blanco por las canas y ojos casi pálidos que parecían haber visto demasiadas cosas. Su barba prominente y su cuerpo robusto llenaban el espacio, y el abrigo gris que llevaba marcaba su rango superior. Había dedicado décadas a la CCG, presenciando desde la caída de los dragones huérfanos hasta las traiciones más recientes. Era un veterano, pero incluso parecía desconcertado cuando Hitomi irrumpió en la sala.
—Me explica qué significa esto? —espetó ella, arrojando un reporte sobre el escritorio con un golpe seco. El papel detallaba la muerte de un investigador: Juuzou Susuya.
Koji alzó la vista, su expresión endureciéndose. —Sí, murió, lamentablemente —dijo, su voz grave pero apagada.
—?Y me tengo que enterar por un estúpido reporte? —replicó Hitomi, su tono oscilando entre la rabia y la tristeza—. Koji, Juuzou y yo estábamos investigando el caso Igarashi. Era mi compa?ero. ?Por qué nadie me dijo nada?
El silencio llenó la oficina como una niebla densa. Koji entrelazó las manos, pensativo, buscando las palabras adecuadas. —En el reporte lo dice —respondió, se?alando el documento con una mano arrugada.
—?En el reporte no dice una mierda! —estalló Hitomi, inclinándose sobre el escritorio, sus ojos fulminándolo—. ?Cómo murió Juuzou Susuya y por qué?
Koji suspir, bajando la mirada por un instante antes de volver a enfrentarla. —él me pidió que convenciera a los superiores de dejarlo ir solo a la misión que tenían tú, él y sus escuadrones —explicó, su voz cargada de arrepentimiento—. Me negué, por supuesto. Pero...
Hitomi comenzó a pasearse por la oficina, sus manos en la cabeza, al borde de la desesperación. Todo su trabajo, meses de planeación, se desmoronaba. — ?Qué mierda hiciste, Koji? —interrumpió, girándose hacia él.
—?No entiendes! —replicó él, alzando la voz—. Me negué, pero Juuzou insistió. Dijo que mi influencia podía lograrlo. Y cuando le dijeron que no, decidió ir como civil. Le daba igual ser despedido. Decía que, eran o no con él, todos iban a morir.
Hitomi retrocedió, el peso de las palabras golpeándola como un pu?etazo. —?Por qué fue si se lo negaron?
—Sabía que moriría de todas las formas —respondió Koji, apretando los pu?os contra el escritorio, sus ojos cristalizados por la emoción—. Encontramos sus brazos y piernas. Lo demás... probablemente se lo comieron.
Sin decir más, Hitomi giró hacia la puerta y salió, sus pasos tambaleantes resonando en el pasillo. Su mente era un torbellino. Juuzou había sido su compa?ero en la investigación contra los Igarashi, un caso que les había tomado más de un a?o. Tenían un plan perfecto: en menos de una semana, atacarían la base enemiga. Y ahora, todo estaba perdido.
?Por qué, Susuya? ?Por qué? Las preguntas la ahogaban mientras caminaba, hasta que un recuerdo emergió entre la tormenta de su mente.
—He notado que estos bastardos nunca usan máscaras —dijo Juuzou una vez, apoyado en su quinque mientras pisaba el cadáver de un ghoul—. No les importa ser descubiertos.
Hitomi, a su lado, se acercaba con desagrado. —?Sabes por qué? —preguntó él, mirándola con una ceja alzada.
Ella negó, esperando otra de sus locuras. —Porque no existe —respondió él, serio.
Hitomi se rió entonces, pero su risa se desvaneció al ver la intensidad en sus ojos. —?Qué? —preguntó, intrigada.
—Tomé fotos. Ninguno tiene registro: ni nombres, ni apellidos, nada. Como si nunca hubieran nacido —explicó, destripando un ghoul moribundo con calma—. Eso significa algo. Algo grande, peor que los dragones huérfanos.
Ella lo descartó con un gesto. —Eres un tonto. Quizás solo no les importen su vida.
—Puede ser —respondió él, jugando con los cuerpos.
De vuelta en el presente, Hitomi se detuvo. Su respiración se estabilizó, y una chispa de determinación aumentó a sus ojos. Corrió al ascensor y entró, sola en el cubículo metálico. —Descubriste algo que no quisiste decir, Susuya —murmuró, su voz resonando en el vacío—. Pero lo averiguaré.
No existe, ?eh?...
NOBU
Junko
CHō
Sasaki Hitomi
Nota: Las apariencias de estos personajes están inspiradas en los OCs de Nowak (@nowa1k en Pinterest). ?Gracias por el arte que dio vida a mis ghouls!
?Gracias por leer! Después del episodio 3, publicaré todos los miércoles. Nuevo cap. este miércoles 26. ?Qué opinan?