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Ep. 3: ¡MITAD!

  22:44 - Distrito 9. Tokio, Japón.

  El aire en Tokio pesaba como una pérdida invisible, a pesar de ser fin de semana. Las calles, ba?adas por el resplandor de las luces neón, vibran con una energía extra?a: una mezcla de vida efímera y tensión contenida. Era uno de esos raros fines de semana al mes en los que la ciudad parecía despertar de su letargo, cuando los negocios abrían hasta tarde y las multitudes paseaban entre risas despreocupadas y el aroma dulzón de los puestos de comida callejera. Los carteles luminosos parpadean en tonos rojos, azules y verdes, proyectando reflejos fantasmagóricos sobre los rostros de los transeúntes. Pero bajo esa fachada de normalidad, algo oscuro se agitaba.

  Los investigadores, figuras sombrías envueltas en abrigos largos y miradas afiladas, patrullaban los distritos con una precisión casi militar. Sus botas resonaban contra el pavimento húmedo, y sus manos descansaban cerca de las fundas de sus quinques, alertas ante cualquier sombra que se moviera demasiado rápido. Eran los guardianes de esa frágil paz, los perros de presa del orden, y su presencia era un recordatorio constante de que Tokio no era un lugar seguro, ni siquiera en una noche como esta.

  Sin embargo, en el fondo de un callejón estrecho, lejos de las luces y las risas, el eco de unos gritos ahogados rompía el espejismo. Una mujer, con el rostro desencajado por el terror, yacía contra el suelo frío y sucio, su cuerpo temblando mientras la vida se le escapaba entre jadeos rotos. Los cortes que la marcaban eran precisos, casi quirúrgicos, y el sonido de la carne al rasgarse se mezclaba con el goteo constante de la sangre que empapaba las grietas del asfalto. A la entrada del callejón, dos hombres altos, de rostros duros y ojos vacíos, montaban guardia tras una cinta amarilla de precaución que ondeaba ligeramente con la brisa nocturna. Sus siluetas inmóviles parecían estatuas, indiferentes al horror que custodiaban.

  -?Basta! Te lo ruego, por favor... -La voz de la mujer era un susurro roto, apenas audible bajo el peso de su propia sangre, que le llenaba la garganta y le te?ía los labios de un rojo brillante.

  El hombre frente a ella se detuvo por un instante, como si sus palabras hubieran despertado una chispa de curiosidad en su mente retorcida. Era alto y delgado, con una figura que parecía desgarbada bajo la luz tenue que se filtraba desde la calle. Sus ojos rasgados, fríos como el filo de un cuchillo, brillaban con una mezcla de odio y placer sádico. Se inclinó lentamente hacia ella, hasta que su rostro quedó a escasos centímetros del suyo. Su cabello marrón oscuro, largo y desordenado, caía como una cortina sobre sus hombros, rozando la piel pálida de la mujer mientras una sonrisa perturbadora se dibujaba en sus labios agrietados.

  -?Por qué pararía? -dijo, su aliento cálido y fétido chocando contra el rostro de la mujer. Su voz era un contraste inquietante: ronca y grave, pero con un tono chillón que perforaba el silencio como una aguja-. Aún no me ha dicho nada. No entiendo por qué simplemente no hablas. Sería tan fácil... Tu sufrimiento acabaría en un instante.

  Se enderezó con un movimiento lento, casi teatral, manteniéndose frente a su víctima. Su pu?o derecho, envuelto en una prótesis metálica que relucía bajo la penumbra, se cerró con un crujido mecánico. La otra mano, desnuda y temblorosa, se agitaba inquieta a su lado, como si luchara por contener un impulso aún más violento. Siete segundos de silencio tenso pasaron, contados por el latido acelerado del corazón de la mujer. Entonces, en un parpadeo, la prótesis se movió. Con una fuerza brutal, se hundió en el pecho de la mujer, desgarrando piel y músculos con un sonido húmedo y nauseabundo. La sangre brotó en finas gotas, salpicando el rostro del hombre, quien no hizo más que entrecerrar los ojos con deleite.

  -?Habla! ?Habla, perra! -Su voz se alzó, cargada de una rabia irradiante que reverberaba contra las paredes del callejón. Pero tras esa furia había un placer inconfundible, un éxtasis enfermizo que alimentaba cada uno de sus movimientos-. No quiero repetirlo otra vez. ?Dónde están mierda?

  Los gritos de la mujer se desvanecieron en gemidos débiles, su mente nublada por el dolor y la confusión. -No sé de qué me hablas... Solo paseaba un rato... -susurró, sus ojos vidriosos comenzando a cerrarse mientras su cuerpo se rendía-. No sé quién eres... No entiendo qué quieres...

  El hombre detuvo su ataque, dejando caer el pu?o ensangrentado a su lado. Su mirada se hundió en el suelo, donde un charco carmesí se extendía lentamente, reflejando fragmentos de luz neón que se colaban desde la calle. Su cabello largo ocultaba su rostro, pero entonces, una risa baja y escalofriante escapó de sus labios, resonando en el estrecho espacio como el eco de un loco. Se agachó con calma, sus dedos manchados de sangre rozando un maletín negro que descansaba entre los escombros del callejón. Lo abrió con un clic seco, revelando un quinque: un arma grotesca y robusta, de un color púrpura oscuro mezclado con negro, que parecía palpitar con una vida propia.

  -Vete al maldito infierno, bastarda -murmuró, casi para sí mismo, mientras activaba el quinque. El arma se transformó en un guantelete descomunal que cuadruplicaba el tama?o de su brazo, sus bordes afilados brillando con un fulgor siniestro. Sin dudarlo, lo alzó sobre el cráneo de la mujer y lo dejó caer con una fuerza despiadada.

  El crujido del hueso al partirse fue un sonido seco y brutal que llenó el callejón, seguido por un silencio opresivo. Por unos minutos, el aire se volvió denso, cargado de una tensión incómoda que parecía adherirse a las paredes húmedas. El hombre, con el rostro salpicado de sangre y una expresión vacía, giró sobre sus talones y caminó hacia la salida del callejón. Pero al llegar, sus pasos se detuvieron en seco. Los dos guardias que custodiaban la entrada yacían en el suelo, sus cuerpos inertes y sus cuellos torcidos en ángulos imposibles. Una ráfaga de aire frío barrió el lugar, trayendo consigo el olor metálico de la muerte.

  -?Qué mierda? -gru?ó, su voz temblando por primera vez con algo que no era placer, sino desconcierto.

  Antes de que pudiera reaccionar, un golpe certero lo alcanzó en el estómago, haciendo retroceder con un jadeo ahogado. Sus ojos se alzaron, y frente a él apareció una figura alta y encapuchada, envuelta en las sombras del callejón. Una sonrisa cínica se dibujaba en su rostro, apenas visible bajo la capucha, y un solo ojo brillaba con un rojo intenso en la oscuridad, como un faro de amenaza. De su espalda emerge un kagune bikaku, robusto y serpenteante, que se mueve con una gracia letal, apuntando hacia el investigador como una lanza viva.

  El hombre se recompuso rápidamente, su postura rígida mientras estudiaba a su nuevo adversario. Sus miradas se cruzaron, dos depredadores midiendo sus fuerzas en un instante de calma tensa. Luego, sin previo aviso, ambos se lanzaron al ataque, el choque de sus cuerpos resonando como un trueno en la noche.

  La noche se cernía sobre la ciudad como una manta asfixiante, y las calles de Tokio, a pesar de su brillo y bullicio, parecían contener el aliento. Para los civiles, era una noche de liberación, un respiro mensual en el que podían perderse entre los puestos de yakitori y los bares escondidos bajo luces parpadeantes. Pero para los investigadores, era una cacería perpetua. Sus siluetas se recortaban contra los edificios, moviéndose con la precisión de las máquinas, sus ojos escaneando cada rincón oscuro. En el callejón, sin embargo, la fachada de orden se desmoronaba, reemplazada por el hedor de la sangre y el eco de un combate inminente.

  El investigador, aún tambaleándose por el golpe en el estómago, presionó los dientes y se estabilizó contra el suelo resbaladizo. La figura encapuchada frente a él, Sekigan, permanecía inmóvil por un instante, su kagune bikaku ondeando tras él como la cola de un escorpión lista para atacar. Bajo la capucha, su ojo rojo brillaba con una intensidad feroz, mientras el otro permanecía oculto en la sombra, un misterio que a?adía un aura inquietante a su presencia. El aire entre ellos vibraba con una electricidad salvaje, el preludio de una danza mortal.

  Sekigan no dijo nada. Su sonrisa perturbadora se ensanchó, mostrando unos dientes afilados que relucieron bajo la luz tenue. El investigador, por su parte, dejó escapar un gru?ido ronco y se enderezó, sus manos ajustando el agarre del quinque "Tsumuji". El guantelete, aún manchado con la sangre de la mujer, emitía un zumbido bajo, como si estuviera vivo y hambriento de más violencia. Sus ojos, hundidos y rodeados de ojeras, se clavaron en Sekigan con una mezcla de desprecio y excitación.

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  -Tú... -dijo el investigador, su voz rasposa cortando el silencio como una hoja oxidada-. El demonio que se alimenta de la desesperación. Hoy es tu día de suerte, maldita rata.

  Sekigan ladeó la cabeza, como si las palabras fueran un juego infantil que apenas le interesaba. -No soy un juguete para que juegues -respondió, su tono grave y cargado de una calma escalofriante-. Hoy, el único que va a ser destruido eres tú.

  Sin más preámbulos, el ghoul lanzó su ataque. Su kagune se desplegó con una velocidad vertiginosa, cortando el aire con un silbido agudo mientras se dirigía al pecho del investigador. Pero este no era un novato. Con un movimiento fluido, esquivó el golpe girando sobre sus talones, el guantelete de Tsumuji alzándose para contraatacar. El impacto fue brutal: metal contra carne viva, un estruendo que reverberó en las paredes del callejón y envió una nube de polvo al aire. Sekigan retrocedió un paso, su kagune temblando por el choque, pero sus ojos no vieron ni un atisbo de duda.

  El investigador alarmante, una mueca sádica que arrugó aún más su rostro demacrado. -Eres rápido, parchado -dijo, dando un paso adelante mientras el guantelete zumbaba con energía renovada-. Pero no lo suficiente.

  Sekigan no respondió con palabras, sino con acción. Se lanzó hacia adelante, su cuerpo moviéndose como un borrón en la penumbra. Su kagune giró en un arco amplio, intentando rodear al investigador y atraparlo desde un ángulo ciego. Pero el hombre era astuto, un veterano curtido en peleas como esta. Con un giro rápido, usé el peso del quinque para bloquear el ataque, el guantelete chocando contra la cola robusta de Sekigan con un crujido que hizo temblar el suelo. El ghoul retrocedió de nuevo, su respiración agitada rompiendo el silencio.

  El combate se convirtió en un torbellino de movimientos precisos y salvajes. Sekigan atacaba con una ferocidad animal, su kagune lanzando golpes desde todas direcciones, mientras el investigador respondía con una mezcla de habilidad y brutalidad pura. En un momento, el guantelete rozó el hombro de Sekigan, arrancándole un gru?ido de dolor y un hilo de sangre oscura que salpicó el pavimento. Pero el ghoul no se detuvo. Con un rugido, canalizó toda su fuerza en un ataque final: su kagune se alzó como una lanza, apuntando al cráneo del investigador con una precisión mortal.

  El hombre lo vio venir. En un instante, desató una onda de choque con Tsumuji, una explosión de energía que golpeó el kagune de Sekigan y lo hizo retroceder con un estallido sordo. El ghoul gru?ó, su cuerpo temblando por el impacto, pero aprovechó el impulso para dar un salto hacia atrás. Con una agilidad felina, giró en el aire y aterrizó tras su adversario, su pie conectando con la espalda del investigador en una patada brutal. El hombre cayó de rodillas, el aire escapando de sus pulmones en un jadeo áspero, pero se levantó casi al instante, girándose con una velocidad sorprendente para alguien tan demacrado.

  -Buen truco -escupió el investigador, limpiándose un hilo de sangre de la comisura de la boca-. Pero no te va a salvar.

  Corrió hacia Sekigan, su guantelete alzado para un golpe definitivo. El ghoul intentó contraatacar, su kagune serpenteando hacia el abdomen del hombre, pero este lo esquivó con un salto lateral, usando la pared del callejón como apoyo. Con un impulso acrobático, giró en el aire y descargó el pu?o metálico contra el estómago de Sekigan. El impacto resonó como un trueno, y el ghoul se dobló por un instante, el dolor atravesándolo como una corriente eléctrica.

  Ambos combatientes se detuvieron, jadeando en el aire cargado de polvo y sangre. Sus miradas se encontraron de nuevo, exhaustas pero encendidas con una determinación feroz. El investigador dio un paso adelante, dispuesto a terminar lo que había comenzado, pero Sekigan, en un acto desesperado de supervivencia, se dejó caer al suelo y rodó hacia un lado. El guantelete pasó de largo, estrellándose contra la pared con un estruendo que hizo temblar los cimientos del callejón. Ladrillos rotos cayeron al suelo, y una nube de escombros llenó el aire.

  Sekigan no perdió el tiempo. Se levantó de un salto, sus instintos gritándole que huyera. -No te dejaré escapar -rugió el investigador, su voz quebrándose por la furia mientras intentaba alcanzarlo. Pero el ghoul ya estaba en movimiento, escalando las paredes del callejón con una agilidad inhumana. Sus manos y pies encontraron agarre en las grietas del concreto, y en segundos estaba sobre los tejados, su silueta recortada contra el cielo nocturno.

  Con un último vistazo hacia abajo, Sekigan escuchó, una mueca de desafío a pesar del dolor que recorría su cuerpo. Luego desapareció entre las sombras de los edificios, dejando al investigador solo en el callejón. El hombre presionó el guantelete con fuerza, sus nudillos blancos bajo la sangre seca, y murmuró entre dientes: -Esto no ha terminado, parchado. Te encontraré.

  La batalla había concluido, pero la guerra apenas comenzaba.

  02:17 - Distrito 13.

  Los pasos de Sekigan resonaban en el estrecho pasillo, un eco apresurado que rebotaba contra las paredes agrietadas. El lugar era un laberinto de escombros y abandono: el suelo estaba cubierto de polvo y fragmentos de concreto, las lámparas rotas colgaban inertes del techo, y un olor rancio a humedad y muerte impregnaba el aire. Cada paso del ghoul levantaba peque?as nubes de suciedad, y su kagune, aún retraído pero palpitante bajo su piel, parecía vibrar con la adrenalina que aún corría por sus venas. Había escapado por poco, y lo sabía.

  El pasillo desembocó en una sala amplia y cavernosa, iluminada por antorchas que proyectaban sombras danzantes sobre las paredes desgastadas. Allí, decenas de figuras encapuchadas con túnicas moradas se arremolinaban en un murmullo constante, sus voces bajas y cargadas de expectación. Al centro, tres ghouls imponentes guardaban, sus presencias dominando el espacio como estatuas vivientes. A su lado estaban Chō, Junko y Nobu, figuras conocidas pero igualmente intimidantes, sus ojos fijos en Sekigan mientras este entraba.

  El murmullo cesó de golpe, y todas las miradas se volvieron hacia él. Los subordinados, inclinados en un gesto de respeto, esperaban en silencio, sus rostros ocultos bajo las capuchas. Sekigan avanzó con pasos firmes, su ojo rojo brillando en la penumbra mientras devolvía las miradas con una calma desafiante.

  -?Y? -La voz del ghoul más alto rompió el silencio, áspera y apagada, como si el aire mismo se resistiera a llevarla-. ?Qué pasó con Airi?

  El silencio volvió a llenar la sala, densa y opresiva. Sekigan esbozó una sonrisa torcida, sus labios curvándose en una expresión que era más amenaza que alegría. -Ya está hecho -dijo, girándose hacia la salida con un movimiento despreocupado-. Murió como planeamos.

  -?Qué hay de él? -intervino el ghoul del medio, su voz ronca cortando el aire como un látigo.

  Sekigan se detuvo, su mente regresando al callejón: el olor a sangre, el peso del guantelete, la furia contenida en los ojos del investigador. Había sido una pelea agotadora, un recordatorio de su propia mortalidad que aún le quemaba en el pecho. Giró lentamente, enfrentándose a sus superiores con esa misma sonrisa sarcástica. -Claro, cómo olvidarme del lunático. Casi me parte a la mitad.

  El ghoul del medio frunció el ce?o, su paciencia agotándose. Dio un paso adelante, deteniéndose frente a Sekigan con una calma que escondía una tormenta. Sus miradas se cruzaron, dos fuerzas opuestas en un equilibrio tenso. -?Es tan fuerte como pensamos?

  -Sí -respondió Sekigan, su tono perdiendo el sarcasmo por un instante. Recordó la impotencia que había sentido, la forma en que el investigador había resistido sus golpes más duros. Incluso soportó un ataque directo. No es un débil.

  -Bien, como lo pensé -dijo el líder, girándose con un movimiento fluido y alzando las manos-. Todos pueden retirarse, excepto Mō, Jikininki y los Donyū.

  En cuestión de minutos, la sala se vació, dejando solo a Sekigan y los seis ghouls que parecían gobernar aquel lugar. El silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo, y el aire estaba cargado de una tensión que hacía crujir los nervios. Sekigan permaneció inmóvil, su ojo rojo escaneando cada figura con una mezcla de cautela y desafío.

  Desde las alturas.

  En lo alto del edificio, una figura solitaria observaba desde las sombras. Sus ojos, frenéticos y brillantes, seguían cada gesto, cada palabra que resonaba en la sala de abajo. Su respiración era silenciosa pero acelerada, y sus manos se aferraban al borde del tejado con una fuerza que blanqueaba sus nudillos. Escuchaba con atención, como un depredador al acecho, cada sonido amplificado en su mente afilada.

  -Igarashi... -murmuró para sí mismo, su voz un susurro que se perdió en el viento nocturno.

  SEKIGAN (MESTIZO)

  


  


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