La fortaleza de Igarashi se alzaba en el corazón del Distrito como un coloso de hormigón y acero, un bastión de sombras ocultas que dominaba las calles desiertas y los edificios derrumbados a su alrededor. En una sala elevada, encaramada como un nido de águilas en lo alto de la estructura, el aire estaba cargado del zumbido grave de generadores ocultos tras las paredes, un latido mecánico que resonaba en los huesos. Los pasos lejanos de los centinelas resonaban en los pasillos de abajo, un eco distante que se filtraba hasta la sala como el susurro de un río subterráneo. Focos industriales colgaban del techo arribadado, sus cables horribles balanceándose ligeramente con el viento que se colaba por las grietas, proyectando un resplandor crudo y amarillento sobre una mesa de acero abollada que dominaba el centro del espacio. Las marcas en su superficie—ara?azos, quemaduras, manchas de sangre seca—contaban historias de reuniones pasadas, de decisiones tomadas en la penumbra.
Dokuro, el líder visible de Igarashi, ocupaba el espacio como una tormenta contenida. Su figura imponente estaba envuelta en una camiseta ajustada de color negro al igual que el resto de su vestuario, sus botas rozando el cemento con un susurro que evocaba un río de tinta derramándose en la oscuridad. La máscara de hueso pulido que cubría su rostro, tallada con grietas finas que simulaban un cráneo fracturado, era una obra de arte macabra, reflejando la luz en destellos irregulares que ocultaban todo menos sus ojos: dos pozos rubíes que brillaban con una mezcla de astucia calculada y amenaza latente. Su presencia llenaba la sala, un peso invisible que obligaba a todos a enderezarse, a contener el aliento. Frente a él, los pilares de Igarashi aguardaban en un silencio tenso, sus sombras alargadas proyectándose contra las paredes como guardianes mudos.
Dokuro alzó un pu?o enguantado y lo dejó caer sobre la mesa con un golpe seco, el sonido reverberando como un disparo que cortó el zumbido de fondo y silenció los murmullos que flotaban en el aire.
—?El Distrito 7 era nuestro! —declaró, su voz grave y resonante atravesando el espacio como un trueno lejano—. Tres agentes de la CCG muertos, sus cuerpos destrozados en el pavimento. Sus quinques están en nuestras manos ahora, trofeos arrancados de sus dedos fríos. Esto no es solo una victoria; es un mensaje grabado en sangre. La CCG nos teme, y ese miedo los quebrará como cristal bajo un martillo. —Sus ojos barrieron la sala, deteniéndose en cada figura con una precisión quirúrgica, como si pudiera ver a través de sus rostros ocultos por las túnicas la lealtad—. Pero no podemos detenernos aquí. El próximo paso es el Distrito 23. Hay un almacén de quinques allí, una bóveda de armas que la CCG cree segura. Lo tomaremos, y cuando lo hagamos, Tokio entero sabrá quién manda de verdad.
Alrededor de la mesa, las figuras clave de Igarashi permanecían inmóviles, sus posturas revelando más de lo que sus palabras podían ocultar. Mō estaba sentado a la derecha, su túnica negra arrugada y polvorienta colgando sobre su figura huesuda, su sonrisa torcida brillando bajo la luz cruda como un filo mal afilado. Sus dedos tamborileaban contra el borde de la mesa, un ritmo irregular que traicionaba su energía inquieta. Sekigan, a su lado, permanecía rígido y callado, su cuerpo envuelto en una calma tensa que contrastaba con el caos interno que a veces se filtraba en su único ojo visible. El parche que cubría el otro reflejaba un destello metálico bajo los focos, un recordatorio silencioso de las heridas que lo habían forjado. Frente a ellos, Hiroshi, un ghoul de rostro anguloso y cabello grisáceo que caía en mechones desordenados sobre su frente, tamborileaba los dedos contra el acero con una impaciencia apenas contenida, sus ojos oscuros brillando con una mezcla de desafío y cansancio. Jikininki, al lado de Sekigan, se encontraba impaciente, mirando a cualquier lugar esperando cualquier acto, sus ojos vacíos declaraban masacre. Otros miembros menores, figuras sin rostro envueltas en túnicas oscuras, se alineaban contra las paredes, sus murmullos creando un zumbido inquieto que llenaba los bordes del silencio como insectos revoloteando en la penumbra. La tensión era palpable, un hilo frágil estirado hasta el límite, a punto de romperse con el más mínimo tirón.
Sekigan se inclinó hacia adelante, el crujido de su silla resonando en la sala como un aviso. Sus ojos oscuros se clavaron en Dokuro, atravesando la máscara con una intensidad que desafiaba el peso de su autoridad.
—?Mensaje? —dijo, su voz áspera rompiendo el eco de la declaración de Dokuro como un vidrio que se quiebra—. Perdimos a Kenta y Aya en el Distrito 7. Sus cuerpos aún están calientes, sus kagunes destrozados en pedazos por los quinques de la CCG. ?Y tú hablas de victorias? —Sus dedos dejaron de tamborilear, cerrándose en pu?os que temblaban ligeramente sobre la mesa—. La CCG no nos teme, Dokuro. Nos está cercando, apretando el cerco con cada paso que das. ?Cuánto más vamos a sangrar por tus 'mensajes'? ?Cuántos más tienen que caer antes de que veas las grietas en tu gran plan?
Los ojos de Hiroshi se encontraron sorprendidos por la confianza de la palabra de aquel ghoul. Nadie quería hacerle frente a Dokuro, pero el orgullo que sintió fue inmenso que logró esbozar una peque?a sonrisa.
Un murmullo recorrió la sala, un susurro de incertidumbre que se alzó como una ola entre los ghouls menores contra las paredes. Las cabezas giraron hacia Dokuro, sus rostros ocultos tras capuchas pero sus ojos brillando con dudas que no se atrevían a pronunciar. La máscara de Dokuro permaneció inmóvil, un monolito de hueso que no traicionaba nada, pero sus ojos se estrecharon, un destello de furia rojiza cruzándolos como un fuego incesante en un bosque humeante. Por un instante, su mano enguantada se crispó, como si quisiera aplastar algo—o alguien—bajo su peso.
—?Cuestionas mi visión, Sekigan? —replicó, su tono helado y controlado, cada palabra pronunciada con una precisión que cortaba como un bisturí—. Kenta y Aya murieron porque no siguieron órdenes. Fueron débiles, descuidados, y la debilidad no tiene lugar aquí. —Hizo una pausa, dejando que el silencio se asentara como polvo tras una explosión, su mirada afilada como una hoja deslizándose sobre Sekigan—. Si no puedes aceptarlo, la puerta está abierta. Sal y enfréntate a la CCG ya nosotros, solo, si te atreves. O quédate y prueba mi paciencia. Elige rápido.
Sekigan presionó los pu?os con más fuerza, las venas marcándose en sus antebrazos mientras su mandíbula se tensaba. El aire entre ellos vibraba con una hostilidad contenida, un enfrentamiento silencioso que amenazaba con estallar. Pero antes de que pudiera responder, una voz nueva cortó la tensión desde la entrada de la sala, suave pero afilada como un cuchillo deslizándose entre costillas.
—Interesante dilema —dijo Mushtaro, su figura recortada contra el marco de la puerta como una sombra que se alzaba de la nada. Su gabardina oscura colgaba desabrochada, las solapas ondeando ligeramente con el aire que se filtraba desde el pasillo, y en su mano sostenía una taza de café humeante, el vapor alzándose como un velo frente a su rostro pálido y anguloso. Sus ojos grises brillaron con un destello rojo mientras avanzaba con pasos lentos y deliberados, sus botas resonando contra el suelo con un ritmo casi musical. Su presencia llenó el espacio como una sombra venenosa, un intruso que no pertenecía pero que reclamaba cada rincón con su mera existencia—. ?Sacrificio por fuerza o cautela por supervivencia? Parece que Igarashi tiene un problema de... dirección.
Dokuro giró hacia él con un movimiento brusco, su capa ondeando como alas negras, su postura rígida como una estatua a punto de cobrar vida. Por un instante, sus ojos rojos se encontraron con los de Mushtaro, y algo pasó entre ellos—una chispa de reconocimiento, un secreto compartido que nadie más en la sala podía descifrar—. Pero su voz, cuando habló, estaba cargada de desprecio, un disfraz perfecto para la verdad que ocultaba.
—?Mushtaro! —espetó, el nombre resonando como un latigazo—. No eres bienvenido aquí. ?Qué quieres, maldito demonio? ?Vienes a mendigar un lugar entre nosotros, a rogar por las migajas de mi mesa?
Mushtaro rió, un sonido bajo y melodioso que contrastaba con la crudeza de la sala, reverberando contra las paredes como el eco de una campana rota. Dio un sorbo a su café, sus labios curvándose en una sonrisa que no alcanzaba sus ojos mientras se detenía a pocos pasos de la mesa, justo fuera del alcance de Dokuro.
—Mendígar? —dijo, su tono ligero pero cargado de una burla afilada—. No, Dokuro. No me interesa tu trono de acero y sangre, ni sentarme bajo tu sombra. Solo observa... y me pregunto cuánto tiempo durará tu reinado con tantas grietas bajo tus pies. —Sus ojos se deslizaron hacia Hiroshi, deteniéndose en sus pu?os apretados, luego hacia Mō y Sekigan, evaluándolos con una precisión que helaba la sangre—. Tus perros están inquietos. ?No lo sientes? El aire huele a duda, y la duda es un veneno lento.
Mō se puso de pie con un movimiento brusco, su silla chirriando contra el suelo mientras su kagune koukaku brotaba de su hombro derecho como un escudo dentado, el metal orgánico brillando bajo la luz con un fulgor opaco.
—?Hablas demasiado, bastardo! —gru?ó, su sonrisa torcida ensanchándose hasta mostrar dientes afilados—. Ven aquí y te arrancaré esa lengua bonita antes de que sigas envenenando el lugar con mierda.
Mushtaro alzó una mano con un gesto casi perezoso, su propia espada koukaku emergiendo brevemente de su espalda, las espinas carmesí brillando por un instante antes de retroceder con un sonido húmedo que resonó en la sala.
—Tranquilo, Mō —dijo, su tono burlón pero frío como el acero—. No vine a pelear. Solo a se?alar lo obvio: Igarashi se tambalea. Las victorias que celebras son cáscaras vacías, y tus pérdidas pesan más de lo que admites. —Sus ojos se deslizaron hacia Dokuro, su sonrisa afilándose como una navaja—. Cuando caigas, estará listo para recoger los pedazos. Piensa en eso antes de mandar más carne al matadero.
The author's tale has been misappropriated; report any instances of this story on Amazon.
Dokuro dio un paso adelante, su cabello ondeando con un susurro que llenó el silencio, y alzó una mano enguantada como si quisiera estrangular el aire mismo.
—?Fuera! —ordenó, su voz resonando como un trueno que hizo temblar los focos del techo—. La próxima vez que te vea, te arrancaré esa máscara de arrogancia con mis propias manos y la aplastaré bajo mi bota.
Mushtaro inclinó la cabeza en una burla de reverencia, sus ojos brillando con un destello rojo que parecía desafiar la amenaza.
—Nos veremos pronto, Dokuro —dijo, su voz flotando tras él como un susurro venenoso mientras giraba y desaparecía por el pasillo, la taza de café aún humeando en su mano—. Las grietas ya están ahí. Solo falta el pisotón.
El silencio que siguió estaba cargado de dudas, un peso que se asentó sobre la sala como una niebla densa. Hiroshi bajó la mirada, sus dedos apretándose contra la mesa hasta que los nudillos se volvieron blancos, su respiración agitada traicionando la tormenta en su interior. Mō gru?ía entre dientes, su kagune retrayéndose con un chasquido mientras se dejaba caer en su silla, la sonrisa torcida ahora más tensa que antes. Sekigan después de aquella discusión, observaba en silencio, su ojo visible fijo en Dokuro, notando la rigidez en sus hombros, la forma en que sus manos se cerraban y abrían como si reprimaran algo. La fachada del líder era fuerte, una muralla de hueso y acero, pero las fisuras eran visibles, líneas finas en un vidrio a punto de romperse bajo una presión que nadie más podía ver.
04:00 - Distrito 11. Tokio, Japón.
El Distrito 11 era un laberinto de ruinas y sombras, un cementerio de edificios derrumbados y calles cubiertas de escombros que crujían bajo las botas de Hitomi Sasaki. Su abrigo gris rozaba el suelo húmedo, la tela empapándose en los bordes con el agua sucia que goteaba de las tuberías rotas que sobresalían de las paredes como venas abiertas. El silencio era opresivo, roto solo por el ploc-ploc constante del agua y el aullido lejano del viento que se colaba entre los huecos de los tejados destrozados. Había venido buscando rastros del fugitivo de Cochlea, un ghoul cuya descripción coincidía con el hombre que la había observado desde las sombras días atrás, pero las palabras de Mushtaro — — la perseguían como un eco persistente, nublando su enfoque y llenando su mente de preguntas que no podía responder. Se detuvo junto a una pared derrumbada, los ladrillos rotos cubiertos de musgo negro, y apoyó una mano contra el maletín de Seijaku, su respiración formando nubes blancas en el aire frío mientras intentaba ordenar sus pensamientos.
Un crujido seco la hizo girar, su mano desplegando a Seijaku en un movimiento rápido y fluido, el tentáculo rinkaku brotando con un brillo morado que iluminó el callejón como una linterna ensangrentada. Desde las sombras, Paranoia emergió, su figura tambaleante envuelta en harapos sucios que colgaban como piel muerta sobre sus hombros huesudos. Sus ojos rojos brillaban con una mezcla de miedo y anhelo, dos pozos de luz en un rostro pálido y demacrado, y sus manos temblaban mientras daba un paso hacia ella, el suelo crujiendo bajo sus pies descalzos.
—Tú... —susurró Kiyoshi, su voz quebrada resonando en el callejón como el lamento de un alma perdida, mirándola como un náufrago que ve una luz distante en el horizonte—. Te vi... con él. Ese demonio. El del café. En el Distrito 20, desde el tejado.
Hitomi mantuvo su quinque en alto, el tentáculo oscilando ligeramente mientras su postura se tensaba, su corazón acelerándose bajo el abrigo.
—?Quédate donde estás! —ordenó, su tono firme pero con un dejo de confusión que traicionaba su fachada de control—. ?Qué quieres? ?Habla o te juro que no dudaré esta vez! ?No me obliga a usarlo!
Kiyoshi dio otro paso, sus kagunes temblando en su espalda—el rinkaku y el bikaku agitándose como sombras inquietas—pero sin brotar por completo. rugieron las voces en su cabeza, un torbellino ensordecedor que lo hacía estremecerse, sus manos retorciéndose como si intentaran escapar de su propio cuerpo. Pero otras susurraron, más débiles, más desesperadas: Su deseo de ser aceptado chocaba con el miedo visceral de hacerle da?o, y sus palabras salieron entrecortadas, fragmentos de pensamientos rotos que apenas formaban sentido.
—él... te está cambiando —dijo, su mirada vidriosa fija en ella, brillando con una intensidad febril—. Lo vi desde el tejado. Es un monstruo. Quiere... corromperte. Enga?arte con sus palabras. Pero tú... tú no eres como ellos. —Hizo una pausa, su cuerpo temblando como una hoja en el viento, sus dedos ara?ando el aire—. ?O sí? Dime... ?eres como él?
Hitomi bajó su quinque un poco, desconcertada por la súplica cruda en su voz, por la forma en que la miraba como si ella fuera su última esperanza. El tentáculo rinkaku osciló, reflejando la luz de la luna en fragmentos púrpuras que danzaban sobre los escombros.
—No sé quién cree que soy —replicó, su tono suavizándose por un instante, un eco de empatía que no podía reprimir—. Pero no te acerques. No quiero pelear... no ahora. No contigo.
Kiyoshi retrocedió un paso, sus manos retorciéndose mientras las voces lo destrozaban desde dentro. Gritaron, un coro que lo golpeaba como martillos invisibles, pero él quería creer en ella, aferrarse a la idea de que ella lo veía como algo más que un ghoul roto, más que un fugitivo de Cochlea.
—No quiero... lastimarte —murmuró, su voz apenas audible sobre el goteo del agua, un susurro que se perdió en el viento—. Solo quiero... entender. Entenderte a ti. —Se giró con un movimiento torpe, sus harapos ondeando mientras huía entre los escombros, desapareciendo en las sombras del callejón como un fantasma que se desvanece al alba.
Hitomi guardó a Seijaku en el maletín con un chasquido, su respiración agitada formando nubes que se disipaban en la penumbra. Sus dedos temblaron ligeramente mientras cerraba el cierre, y su mirada se perdió en el lugar donde Kiyoshi había estado.
— ?Qué soy yo para ti? —susurró, su voz un eco frágil contra las paredes derrumbadas, su conexión con él más tenue y confusa que nunca. El peso del maletín en su mano se sintió como un recordatorio de su deber, pero las palabras de Mushtaro y la súplica de Kiyoshi lo hacían tambalearse.
04:45 - Distrito 13. Tokio, Japón.
En un pasillo oscuro de la fortaleza de Igarashi, lejos de la sala principal y su luz cruda, Sekigan y Mō se reunieron en las sombras. El eco de las palabras de Mushtaro y Dokuro aún resonaba en el aire, un murmullo distante que se filtraba a través de las paredes como un veneno persistente, pero entre ellos había una calma forjada en la sangre del Distrito 7, una confianza nacida de la supervivencia. El pasillo estaba cubierto de polvo y telara?as, las paredes marcadas por grietas finas que dejaban pasar corrientes de aire frío. Una lámpara giratoria colgaba del techo, su luz parpadeante proyectando sombras que danzaban como espectros sobre el suelo. Sekigan apoyó una mano contra la pared, el cemento áspero bajo sus dedos, su ojo visible fijo en Mō con una intensidad que cortaba la penumbra.
— ?Qué opinas de lo que dijo Mushtaro? —preguntó, su voz baja y grave, resonando en el pasillo como un susurro conspirador—. Esas grietas... no está del todo equivocado. Hay algo podrido aquí, y lo sentimos todos.
Mō rió, un sonido seco y áspero que llenó el pasillo como el crujido de ramas rotas, su sonrisa torcida brillando bajo la luz parpadeante. Se apoyó contra la pared opuesta, cruzando los brazos sobre su túnica arrugada, su kagune koukaku aún latente bajo la piel pero listo para brotar.
—?Ese bastardo habla bonito, mestizo! —dijo, su tono ligero pero cargado de un hilo oscuro—. Dokuro tiene fuerza, eso no lo niego. Pero Mushtaro tiene razón: algo huele mal. Hiroshi no es el único que duda, y esas pérdidas en el Distrito 7 no son solo números. Si queremos sobrevivir a esto, tenemos que movernos primero. —Hizo una pausa, su sonrisa aguantándose mientras sus ojos brillaban con determinación—. ?Qué tal el Distrito 23? El almacén de quinques. Lo tomamos antes de que Dokuro lo ordene. Le demostramos que no somos solo sus peones, que podemos ser más.
Sekigan avanzando lentamente, un destello de determinación cruzando su rostro como una chispa en la oscuridad.
—Estoy dentro —dijo, su voz firme y decidida, resonando con una convicción que llenó el pasillo—. Pero tiene que ser perfecto. Si fallamos, estamos muertos. Dokuro no perdona errores, y el CCG estará esperando. —Hizo una pausa, su mirada suavizándose mientras miraba a Mō, su única constante en un mundo de sombras—. Nunca tuve a nadie antes de esto. Solo recuerdos rotos, sombras de un pasado que no puedo agarrar. Ahora... te tengo a ti. Eres lo único sólido aquí.
Mō lo miró, su sonrisa torcida suavizándose por un instante en algo más genuino, un destello de calidez que contrastaba con su habitual ferocidad.
—?Eres un sentimental, mestizo! —dijo, riendo mientras golpeaba el hombro de Sekigan con una fuerza que lo hizo tambalearse—. Pero lo mismo digo. La CCG me arrancó todo hace a?os —familia, hogar, mi maldito ojo izquierdo— y no me dejó más que rabia. Pero aquí, contigo, encontré algo. Vamos a hacer esto bien. Que Dokuro vea de qué estamos hechos, y que Mushtaro se ahogue con sus palabras.
Sekigan tomó la mano extendida de Mō, sus dedos cerrándose en un agarre firme, un pacto silencioso sellado en la penumbra del pasillo.
—Distrito 23 —murmuró, su voz baja pero cargada de propósito—. Quinques para nosotros, y un mensaje para Igarashi. Que nos teman o nos digan, pero no nos ignoren nunca más.
La luz parpadeante de la lámpara proyectó sus sombras contra la pared, dos figuras unidas en un plan que podía salvarlos o destruirlos, mientras el eco de sus palabras se desvanecía en la fortaleza, dejando tras de sí una promesa que resonaba como un tambor de guerra.
DOKURO