?Qué pasaría si, por una vez, el elegido no fuera el clásico joven japonés transportado a otro mundo?
Imagina, por un momento, que el protagonista de esta historia no es alguien atrapado en los mismos viejos clichés. No más adolescentes de mirada perdida, bendecidos de la noche a la ma?ana con poderes divinos. No más héroes moldeados con los mismos estereotipos de siempre.
Esta vez, el destino ha decidido torturar el guion... y ha elegido a un joven latinoamericano.
Alguien cuyo alma arde con la pasión de sus raíces, alguien que lleva en cada palabra el eco de su tierra, el sabor de su cultura y la chispa indomable de la creatividad que ni la magia más antigua podría apagar.
Este no es un espadachín virtuoso, ni un erudito en hechicería. No es un guerrero de leyendas, ni un so?ador de tierras encantadas.
Es un muchacho criado entre el bullicio de las calles, el calor vibrante de las fiestas, el aroma de la comida callejera y las historias susurradas bajo cielos estrellados, mientras la música golpea como un tambor en el corazón.
Un joven que no comprende la magia, que no busca la gloria, pero que posee algo más raro y poderoso que cualquier encantamiento:
Un espíritu forjado en las brasas de la adversidad, templado una y otra vez por la vida dura de su mundo.
No porta armaduras sagradas ni carga un destino grandioso escrito en los cielos.
Lo que lleva consigo es más sencillo, pero infinitamente más valioso:
Un corazón que se niega a rendirse.
Un personaje que enfrenta lo imposible con la cabeza en alto.
Un instinto que, aún en la oscuridad más profunda, siempre sabe hacia dónde caminar.
Pero no te confundas: su viaje no será sencillo.
Este nuevo mundo que se abre ante él es cruel y hermoso a la vez; un lugar de misterios, de bestias ocultas en las sombras y desafíos que harían temblar hasta a los más valientes.
No habrá ataques. No habrá milagros. Solo la cruda realidad de un universo que pondrá a prueba cada fibra de su ser.
Y es precisamente eso lo que hace que esta historia sea distinta.
Aquí no hay garantías de victoria, solo la determinación inquebrantable de un joven dispuesto a conquistar su propio destino, aun cuando todo esté en su contra.
?Estás listo para seguirlo?
Porque esta no es una historia cualquiera.
Es una odisea donde la magia y el peligro se entrelazan con algo aún más poderoso:
La esencia de ser latino.
La pasión. El coraje. Y la luz que, incluso en la noche más cerrada, nunca deja de brillar.
Bienvenido.
La historia apenas comienza.
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El sol de la ma?ana se filtraba suavemente a través de la ventana, ti?endo la habitación de un dorado cálido, como si el día entero estuviera bendecido de promesas. Afuera, el mundo despertaba; adentro, un joven se removía entre las sábanas, dejando escapar un suspiro satisfecho al sentir el abrazo tibio de la luz.
Era un nuevo día, un lienzo en blanco lleno de caminos por recorrer, de historias por descubrir, de sue?os por alcanzar.
Ese joven era diferente. No era alguien que hubiese vivido siempre en un solo lugar; desde peque?o, sus pasos habían tocado tierras distintas, moldeado su alma con la riqueza de las culturas latinoamericanas. México, Argentina, Colombia, Bolivia, Perú... cada país había dejado una huella indeleble en él: un sabor picante en el paladar, un gesto sencillo en las manos, una leyenda que palpitaba en su memoria.
—Mmm... hoy sí que empieza la buena vida —murmuró, frotándose los ojos mientras una sonrisa perezosa se dibujaba en su rostro.
Sus padres, viajeros incansables por su trabajo, le habían regalado la oportunidad de ver el mundo de cerca, no como un turista, sino como un hijo adoptivo de cada tierra. De ni?o, había aprendido a escuchar las historias que no salían en los libros, esas que se contaban al calor del fuego o bajo la sombra de un árbol anciano.
Sin embargo, había algo en lo que nunca terminó de sumergirse: la fantasía y el anime. Mundos irreales que, para él, carecían de propósito.
—?Para qué perderme en cuentos de hadas si aquí afuera hay leyendas de verdad? —solía decir entre risas, mientras escuchaba historias de duendes en la selva o de espíritus en los volcanes.
Y aunque no entendiera de magia o dragones ficticios, conocía muy bien las leyendas de su propio continente, aquellas narraciones antiguas donde los dioses caminaban entre los hombres y los monstruos se escondían en los pliegues de la selva.
Ahora, en este punto de su vida, había dejado atrás la rutina universitaria para dedicarse a lo que verdaderamente encendía su espíritu: viajar. Aprender no en aulas, sino en mercados bulliciosos, en senderos polvorientos, en pueblos donde cada sonrisa escondía una historia.
Ese día tenía un objetivo claro: cumplir uno de sus sue?os más viejos, visitar el legendario Machu Picchu.
La ciudad de los incas, suspendida entre monta?as y nubes, esperando contarle sus secretos a quienes tuvieran el corazón lo suficientemente abierto para escuchar.
—No sé si los dioses de las monta?as me vayan a recibir, pero igual voy pa' allá —dijo Joel con una risa tranquila, mientras se vestía con ropa cómoda y metía una cámara vieja y un cuaderno en su mochila.
El desayuno fue sencillo pero reconfortante: pan fresco, un café humeante y algunas frutas locales. Energía pura para el alma y el cuerpo.
Pronto, el joven se encontraba en movimiento. Primero, rumbo a Cusco, la antigua capital del Imperio Inca, para adaptarse a la altura que ya sentía mordiéndole ligeramente los pulmones.
En las calles empedradas, se dejó llevar por el murmullo de la ciudad, el aroma del maíz tostado y la hospitalidad silenciosa de los locales.
Una anciana, arrugada como la tierra misma, le ofreció hojas de coca.
—Gracias, abuelita —dijo Joel, inclinándose con respeto y llevándose una hoja a la boca—. Vamos a ver si con esto no me tumba la monta?a.
El sabor amargo le arrancó una mueca divertida, pero el efecto revitalizante era inmediato.
Después, tomó el tren turístico, ese serpenteante transporte que corta a través de valles verdes y ríos cantarines como venas de vida. Miraba por la ventana, hipnotizado por los paisajes.
—?Qué tendrán estas monta?as que se sienten tan vivas...? —susurró, casi como si temiera despertar algo antiguo que lo observaba desde las alturas.
Finalmente, llegó el momento.
El inicio del ascenso hacia Machu Picchu.
Un sendero empinado, húmedo por la bruma, bordeado de plantas salvajes y envuelto en una atmósfera de misterio.
Joel apretó las correas de su mochila, respiró hondo, y sonrió con esa mezcla de respeto y desafío que siempre lo acompa?aba.
—Bueno, Joel... es ahora o nunca. Vamos a conocer la magia de verdad.
Y con paso firme, comenzó a subir, sin saber que aquel viaje no solo cambiaría su vida... sino todo su destino.
Cuando por fin llegó, después de tanto esfuerzo, el joven se quedó completamente sin palabras.
Frente a él, extendiéndose como un sue?o nacido de la misma tierra, estaba la legendaria Machu Picchu. La ciudad perdida, jamás hallada por los conquistadores espa?oles, surgía entre las monta?as como un susurro antiguo, envuelta en un manto de nubes y misterio que parecía resistirse al paso del tiempo.
Joel se quedó quieto, apenas respirando, sintiendo cómo la emoción le apretaba el pecho.
—...Carajo... —murmuró, con los ojos muy abiertos, dejando escapar una risa temblorosa de pura felicidad—. Valió cada maldito centavo y cada maldito esfuerzo... ?Uf!
Con una sonrisa ancha y genuina, que mezclaba cansancio y alegría, ajustó su mochila en el hombro y comenzó a ascender, guiado más por el corazón que por los pies. Cada paso en el empinado sendero era un peque?o triunfo.
Mientras subía, los pensamientos le revoloteaban en la mente como hojas al viento.
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—?Te imaginas? —se decía a sí mismo—. Construir toda esta maravilla aquí arriba... ?Sin Wi-Fi, sin grúas, sin Uber Eats! ?Y yo que me quejaba cuando se me iba la luz!
Recordaba todo lo que había aprendido: Machu Picchu, construida en el siglo XV, oculta intencionadamente entre las monta?as para protegerla de los invasores, resistiendo siglos de olvido. Hasta que en 1911, Hiram Bingham, guiado por los rumores de los lugare?os, la redescubrió para el mundo.
La sola idea de que los incas hubieran levantado semejante maravilla a semejante altura, desafiando la lógica y las imposibilidades, le parecía una haza?a más fantástica que cualquier serie de anime.
—?Y yo diciendo que la fantasía no existe...? —rió Joel en voz baja, resoplando mientras subía la última rampa—. Estos incas sí que sabían hacer magia de la buena.
Finalmente, alcanzó una de las terrazas principales. Desde allí, el paisaje se desplegaba en toda su gloria: las construcciones de piedra, los caminos estrechos, los templos escondidos, todo abrazado por un verde vibrante y vigilado por las cumbres como guardianes eternos.
Joel no pudo contenerse. Sacó su cámara de inmediato y comenzó a disparar fotos como si la ciudad fuera a desaparecer de un momento a otro.
—?Venga, venga, antes de que se esconda otra vez! —se animaba a sí mismo mientras tomaba fotos desde todos los ángulos posibles.
Se detuvo un momento a escuchar a uno de los guías que explicaba la función de las terrazas agrícolas y los templos solares. Fascinante, sí. Pero Joel sentía que, más allá de las palabras, el verdadero relato estaba en la sensación del lugar. En ese susurro invisible que acariciaba las piedras.
Así que decidió perderse por su cuenta entre las calles empedradas.
Fue entonces cuando notó a un hombre de aspecto japonés que, al igual que él, parecía absolutamente encantado. El extranjero tomaba fotos sin descanso, con una sonrisa casi infantil de emoción en el rostro.
Joel observaba divertido cómo el hombre avanzaba, hasta que algo le dio un peque?o vuelco en el estómago: el japonés, absorto en su emoción, empezó a caminar por un sendero claramente delimitado como prohibido. Ignoró las se?ales de advertencia con la misma naturalidad con la que uno ignora las calorías en una feria gastronómica.
—?Ay, no, no, no, compadre...! —exclamó Joel en voz baja, apretando el puente de su nariz en un gesto de resignación.
Intentó gritarle en inglés improvisado:
—?Hey, bro! No, no! Forbidden! ?Stop!
Pero el hombre seguía avanzando, cámara en mano, como poseído por el espíritu de un explorador desenfrenado.
Con una mezcla de preocupación y esa clásica resignación que da la vida viajera, Joel se lanzó tras él, tropezando ligeramente con una piedra en el camino.
—?Que me van a meter preso por cómplice, carajo...! —refunfu?ó, medio riéndose de su propia suerte.
Logró alcanzarlo y le dio un toquecito rápido en el hombro. El japonés se giró, desconcertado, parpadeando varias veces como si Joel fuera parte del paisaje.
—Bro, no good, no good —dijo Joel, se?alando con ambas manos las se?ales de advertencia y luego haciendo un gesto universal de “?nos van a rega?ar feo!”.
El hombre soltó una carcajada nerviosa, hizo una reverencia rápida como disculpa, y regresó apresuradamente al camino autorizado.
Joel, con el corazón aún acelerado y una carcajada lista para estallar, se dejó caer en un peque?o muro de piedra, respirando hondo.
—Viajar debería venir con seguro contra situaciones raras... —se dijo entre dientes, mientras una sonrisa divertida bailaba en su rostro—. Y yo que pensaba que lo más loco sería el mal de altura.
El viento le acariciaba el rostro, y las monta?as parecían reírse también, como si aceptaran su presencia en ese rincón sagrado del mundo.
Joel se quedó allí parado, con el ce?o fruncido y las manos en la cintura, viendo cómo el japonés otra vez se metía donde claramente un cartel decía "prohibido el paso".
—Este compadre tiene alma de aventurero... o de suicida —murmuró Joel, rascándose la cabeza, debatiéndose entre intervenir o hacerse el loco.
Pero su instinto, ese mismo que su abuela siempre le decía que escuchara, le gritaba que algo no andaba bien. Y justo cuando estaba a punto de resignarse, una escena lo dejó helado: una silueta blanca, difusa como una niebla viva, comenzó a deslizarse a toda velocidad hacia el japonés. No caminaba, no saltaba: flotaba, como un mal augurio.
—?La madre! ??Qué es eso?! —exclamó Joel, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda.
Sin pensar demasiado, como era costumbre en sus momentos de valentía (o locura), Joel salió disparado como un rayo. Corrió, se lanzó hacia el japonés y lo embistió con toda la fuerza que le dieron sus piernas. Ambos rodaron por el suelo, chocando contra las piedras con un sonoro ?pam!, mientras el aire se les escapaba en un solo golpe.
El japonés, aturdido, comenzó a gritar algo en un idioma que a Joel le sonaba a insultos, o quizás a conjuros.
—?Eh, eh, calmate, karate kid! —dijo Joel, levantando las manos mientras miraba nerviosamente a su alrededor.
Pero para su desconcierto, la silueta blanca ya no estaba. Como si se la hubiese tragado la tierra, sólo quedaban las piedras, los carteles y el eco de sus respiraciones agitadas.
Joel se reincorporó, sacudiéndose el polvo, mientras el japonés seguía farfullando en su idioma. Sin embargo, algo aún más raro sucedió: el suelo bajo los pies del hombre comenzó a agrietarse, primero como una peque?a línea, luego como una telara?a que se expandía peligrosamente.
—?No, no, no! ?Esto ya se puso feo! —gritó Joel, viendo cómo las grietas crecían.
Sin pensarlo dos veces, se lanzó nuevamente sobre el japonés, empujándolo lejos del inminente colapso. Justo en ese momento, el suelo se abrió como si la monta?a bostezara, formando un abismo oscuro y profundo.
Joel sintió el vacío tironearlo y, en su desesperación, logró agarrarse de lo primero que encontró: los pantalones del japonés.
—?Aguantá, loco! ?No te me vayas! —gritó Joel, aferrándose como si su vida dependiera de esos pantalones… porque, de hecho, así era.
El japonés, sintiendo el peso colgando de su ropa, entró en pánico total y empezó a gritar desesperadamente:
—?Ayuda! ?Necesitamos ayuda!
Joel, colgado como un adorno navide?o humano, abrió los ojos como platos al escucharlo.
—??Hablas espa?ol!? —gritó, ofendido, furioso, y con un dejo de resignación—. ?Concha de tu madre! ??Y me dejaste gritarte en todos los idiomas inventados mientras te ibas pa' la porra?!
Pero no hubo tiempo para más reclamos. El forcejeo, la tensión y el peso extra hicieron lo inevitable: los pantalones del japonés no aguantaron.
Con un sonoro rasgido, Joel se vio cayendo al vacío, todavía abrazado a la tela desgarrada como si fuera su última amiga.
La luz del día se volvió un puntito cada vez más lejano. Joel apenas alcanzó a pensar, medio resignado y medio molesto:
—Mirá vos... todo por hacerme el buen samaritano. La próxima que alguien se mande una cagada, yo miro pa' otro lado, ?carajo!
Y luego, la oscuridad se lo tragó . . .
El aire, espeso y pesado como melaza caliente, envolvía a Joel mientras caía sin freno. Al principio, el túnel por donde descendía era angosto, casi claustrofóbico, pero de repente se abrió como la boca de una bestia, revelando una vasta sala sumida en una oscuridad aplastante.
La caída no se detenía. El viento le zumbaba en los oídos, arrancándole lágrimas de los ojos mientras sentía el estómago revolverse como una licuadora enloquecida.
—??Cuánto más tengo que caer, la puta madre?! —gritó al vacío, sintiendo que sus pulmones se desgarraban del esfuerzo.
Y fue entonces, cuando ya pensaba que se iba a volver una paleta humana, que el golpe llegó.
Un impacto brutal contra una superficie dura lo recibió con la sutileza de un ladrillazo en la cara. Todo se volvió negro en un instante.
Horas después —o al menos eso pensó Joel, porque su noción del tiempo se había ido al carajo— despertó sorprendentemente... vivo.
—...?Estoy en el cielo...? —murmuró, la voz ronca, mientras abría un solo ojo—. Si este es el cielo, está medio pedorro...
El aire que lo rodeaba apestaba a humedad, moho y tierra vieja. El suelo bajo él era duro y rugoso, como una mezcla entre barro seco y piedra. Al alzar la vista, se encontró rodeado de enormes rocas cubiertas de musgo; era como estar dentro de una cueva antediluviana.
Se movió apenas, soltando un quejido lastimoso.
—Ay, mi columna... siento que me atropelló un camión de pi?atas —se lamentó, palpándose entero para asegurarse de que no le faltara un brazo o una pierna.
Revisó sus pertenencias. Ahí estaba su fiel mochila de viaje… y, colgando de su brazo, los maltrechos pantalones del japonés.
—...Genial. Me caí al infierno, sobrevivo a un sopapo digno de una telenovela, y lo único que tengo son los pantalones de un tipo que ni conozco. ?Qué suerte la mía, che! —refunfu?ó, levantándose tambaleante.
Sacó su celular, rogando ver aunque fuera una triste rayita de se?al. Pero no: la pantalla solo mostraba un frío "Sin servicio".
Resopló, derrotado.
—Claro, Joel. Porque obviamente un agujero que se abre en la tierra no iba a tener WiFi.
No quería dejarse arrastrar por el miedo —no era de esos—, así que, con un suspiro resignado, decidió explorar. Caminó durante minutos que se sintieron eternos, esquivando charcos de agua estancada y apretujándose por pasadizos donde apenas cabía su cuerpo.
La cueva era un laberinto húmedo y asfixiante. Cada gota que caía resonaba como un latido cavernoso, haciéndole imaginar cosas que no quería pensar.
De pronto, algo llamó su atención: un delgado rayo de luz perforaba la oscuridad, filtrándose entre unas rocas amontonadas.
—?Luz! —exclamó, con los ojos iluminados como los de un ni?o en Navidad.
Corrió hacia ella, tropezando un par de veces en el camino, y cuando llegó, forzó su mochila primero por el hueco estrecho. Luego, empujó su cuerpo sudoroso y magullado con todas sus fuerzas, gru?endo como si estuviera pariendo.
Con un último y patético empujón, salió rodando hacia afuera... y cayó de bruces sobre un suelo de tierra.
Joel se levantó, escupiendo polvo, y miró alrededor esperanzado de ver una ciudad, una casa, una estación de servicio... ?algo!
Pero no.
Lo que lo recibió fue un bosque. Un bosque tan vasto y tan verde que parecía no tener fin. árboles enormes, raíces gruesas, lianas colgando como serpientes dormidas... y ni un solo signo de civilización.
—No... no me jodas... —susurró Joel, pasándose las manos por el cabello empapado de sudor.
Sacó su celular de nuevo, aferrándose a una vana esperanza. Miró la pantalla.
Cero se?al.
Gritó, fuerte, con todo el aire que tenía:
—?HOLA! ??ALGUIEN ME ESCUCHA?! ??UN ENTREGA DE EMPANADAS, POR FAVOR?!
Pero el eco se tragó sus palabras, y el bosque le respondió con un silencio implacable, casi burlón.
Agotado, frustrado y sintiéndose más perdido que pingüino en el Sahara, Joel recogió su mochila. El agua en su botella estaba en las últimas, igual que su paciencia.
—Carajo... —masculló, caminando sin rumbo—. ?Dónde mierda estoy? No recuerdo ver un bosque así en el mapa, loco...
Intentaba consolarse con la idea de que, al menos, no había visto ningún animal raro.
—Al menos sé que este lugar es seguro... —dijo, aunque su voz temblaba de inseguridad.
Pero la verdad era otra.
Joel ya no estaba en su mundo. Sin saberlo, había cruzado a un lugar donde cada sombra escondía un misterio, donde cada sonido podía ser una advertencia…
Y donde la verdadera aventura apenas estaba por comenzar.