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Iquique - Un encuentro poco común

  “Hay momentos en el tiempo, que no se pueden cambiar. No importa cuánto se intente. Pero hay otras instancias, donde el hombre puede interferir. ?Pero él debería?” – Antonio Cortés.

  El amargo olor del humo continuó esparciéndose en el aire mientras Jaime fumaba un cigarro. Las luces de las estrellas iluminaban las arenas del desierto, convirtiendo el paisaje árido en uno más resplandeciente.

  A estas horas del atardecer era fácil ver los cuerpos celestiales iluminar el vacío espacial. Y eso algo que Jaime hacía casi todos los días.

  él estaba sentado en una banca a las afueras del proyecto industrial más grande que Chile había visto. A su lado, se encontraba un amigo de él, un joven guardia de seguridad llamado Jorge Delgado.

  “Son hermosas, solo míralas” dijo Jaime mientras liberaba un poco de humo de su boca.

  “Te creo, Jaime. Te creo” murmuró Jorge mirando las estrellas. Jaime solo sonrió, las estrellas le hacían recordar tiempos mejores.

  Tiempos con su padre, con su hermano, y con sus varios amigos de la infancia.

  Pero esa sonrisa se esfumó cuando vio unas luces cayendo del cielo.

  Era una lluvia de meteoritos – Jaime se dio cuenta de lo raro que era eso. Y fue aún más raro cuando cayeron al otro lado de la instalación. Lo hicieron de una manera muy silenciosa.

  Las lluvias de meteoritos eran comunes en la Tierra. Pero era raro ver como una de esas lluvias caían tan bajo de la atmósfera. Era como si aquellos meteoritos cayeran por voluntad propia.

  Jaime pesta?eó una vez más y miró hacia la luna que se levantaba desde el horizonte contrario al sol. Eso solo significaba una cosa.

  Ya era tarde, y tenía que irse a su caba?a. Caba?a que estaba un poco lejos de donde él estaba sentado.

  Rápidamente, Jaime se levantó, se quitó el cigarro y lo tiró en la arena – apagándose por completo.

  “?Qué pasa?” preguntó Jorge.

  “Nada, solo que ya es tarde. Debo irme.”

  “Bueno, en ese caso debo decirte que el Sr. Ibá?ez lo estaba buscando hace unas horas” dijo Jorge.

  Inmediatamente, Jaime se quedó quieto. No por miedo, sino por frustración. él y Manuel Ibá?ez tuvieron varios percances desde que se conocieron.

  Jaime se giró a ver a Jorge por un momento, y luego a una de las ventanas del edificio que estaba detrás de ellos. Tal como sí él estuviera buscando a alguien, hasta que otra vez miró a Jorge.

  “?Estás seguro?” preguntó Jaime.

  Jorge solo se limitó a asentir. Y en respuesta, Jaime solo sacudió su cabeza murmurando solo una palabra; ‘maldito.’

  “Solo espera que él no me despida, Jorge” lamentó Jaime.

  Jorge tomó otro cigarro y se lo ofreció a Jaime en silencio. Este último solo se negó con un ‘no, gracias.’

  “?Estás bien, Jaime?” preguntó Jorge un poco preocupado por el rubio.

  Jaime solo sonrió un poco. “Si, solo un poco cansado.” admitió el doctor. “Bueno, ya es hora de irme, Jorge. Ya es tarde” dijo Jaime antes de darle un fuerte apretón de manos al guardia.

  “Nos vemos, Jaime.” dijo el guardia, con convicción.

  “Lo mismo digo, Jorge” dijo el científico, antes de irse caminando.

  Pero antes de que Jaime se vaya por el pavimento de la instalación, Jorge le llamó con un ‘se?or.’ Y al voltearse, Jaime vio que Jorge levantó la palma de su mano hacia el lado de su cabeza; Obviamente, haciendo el saludo militar para que Jaime también lo hiciera.

  Pero Jaime no lo hizo. Aquel saludo que él practicó durante muchos a?os de su vida solo traía malos recuerdos de tiempos pasados. Recuerdos que nunca se iban a ir, al parecer. Cada grito, cada disparo, cada explosión, cada batalla. él nunca lo iba a olvidar, y eso es algo que él siempre lamentará.

  “No.” murmuró Jaime, con un sentimiento de tristeza en su voz. Jorge inmediatamente bajó su mano y se disculpó con Jaime con un simple ‘lo siento.’

  Jaime solo se volteó y se fue caminando lento por el pavimento. Paso a paso, él se acercaba cada vez más a la carretera. Y, en consecuencia, aún más a su choza.

  Jorge, un poco decepcionado, decidió irse a dirección opuesta a Jaime. Era obvio que él se molestó con lo del saludo militar.

  Pero justo antes de alejarse por completo de la instalación, él vio como una tormenta se empezaba a formar en la dirección donde Jaime se fue.

  ‘Qué extra?o…’ pensó el guardia de seguridad.

  A las afueras de la instalación del proyecto, Jaime estaba caminando por la carretera. él siempre odio la oscuridad, sobre todo en tiempos de guerra; donde no podías ver al enemigo. Pero la guerra había terminado, hace más de tres a?os. Y aún así nunca iba a olvidar ningún momento de ello.

  Pero Jaime estaba tan sometido a sus pensamientos que no se dio cuenta de que… “Carajo, estoy perdido.” murmuró Jaime.

  Estar perdido cerca del desierto de Atacama es más que tener mala suerte. Pero Jaime no se rindió con eso, y siguió adelante – aunque la mala fortuna lo estuviera siguiendo desde 1939.

  Jaime siguió caminando por varias horas, hasta el cansancio. Sin embargo, su creciente desesperación no le ayudaba en nada. Todo le parecía extra?o, es como si algo no quisiera que llegara a su casa. Pero eso no era lo más extra?o, según Jaime.

  Lo más extra?o era el clima, que más parecía una tormenta. ‘?Una tormenta? ?Aquí? ?En Atacama?’ pensó Jaime incrédulo. ‘Debo estar alucinando.’

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  Pero Jaime no estaba alucinando. Si había una tormenta, decenas de destellos iluminaron las arenas del desierto, pintándolas de un brillo enfermizo.

  Perdido, y con temor a lo que podría pasar, Jaime caminó hacia el centro de la carretera – sin darse cuenta.

  Y en ese instante, donde todos los relámpagos y truenos culminaron. Jaime escuchó un sonido conocido. Un vehículo estaba cerca. Demasiado cerca. Y antes de que Jaime se diera cuenta, un vehículo iba a toda velocidad hacia él mismo. El miedo se apoderó por completo de Jaime. Un millón de pensamientos inundaron la cabeza del Espa?ol. Recuerdos de su familia, y de su hogar.

  Jaime, en ese momento, juró que ese era su fin. Pero no lo fue.

  “?Cuidado!” gritó una voz al otro lado de la carretera.

  Y antes que el auto lograra atropellar al joven Cortés, alguien lo empujó del camino. Jaime y el otro hombre cayeron al suelo, al lado de la carretera.

  El auto siguió en su misma dirección, como si nada hubiera pasado.

  Jaime se levantó de la arena, y miró a sus alrededores. No había nada, pero si había alguien.

  “?Estás bien?” preguntó el extra?o.

  Jaime lo miró fijamente por un segundo. él era joven, y vestía de una manera excéntrica; Algo parecido a un vagabundo, con prendas parcialmente rotas.

  “Eh, si. Lo estoy.” confirmó Jaime un poco perplejo.

  El extra?o le extendió la mano, y Jaime la tomó cautelosamente.

  “No quiero sonar bruto ni nada, pero ?Quién eres?” preguntó Jaime.

  El extra?o solo sonrió y le dijo; “Soy Sergio. Sergio Badalamenti”

  Jaime solo asintió, y se dio cuenta que era su turno de introducir su persona. “Cortés. Jaime Cortés”

  Jaime sentía que había algo raro dentro de Sergio, algo reconfortante. Como si alguna fuerza le dijera; ‘Confía en él’

  ‘Un momento…’ pensó Jaime. ‘Acaso, ?no será él uno de ellos?’

  “Creo que debemos irnos, Sergio.” dijo Jaime apresuradamente. “Las noches se están haciendo cada vez más frías.”

  Sergio solo lo miró curioso, tal como si se diera cuenta que eso era parcialmente una mentira. Sin embargo, antes que Sergio pudiera hablar, Jaime ya se estaba yendo más allá de la carretera.

  “?Espera!” gritó Sergio mientras corría detrás de Jaime. Cuando alcanzó a este último, Sergio se dio cuenta que Jaime iba caminando a paso rápido.

  “?A dónde vamos?” preguntó Sergio. Pero Jaime sólo colocó un dedo en frente de su boca cerrada, simbolizando silencio.

  Sergio entendió inmediatamente lo que estaba pasando. No estaban solos.

  Ambos hombres se fueron caminando rápidamente hacia la choza.

  Dentro del edificio principal de la instalación, se encontraba la oficina del Coronel Samuel Rodrigues. Alguien estricto pero no lo suficiente para ser sobresaliente. Tenía cuarenta y tres a?os, y pasó mucho tiempo en el ejército. Preparándose para una supuesta e inminente guerra contra cierto país vecino. Guerra que nunca llegó, pero nada lo preparó para ser apuntado como director y supervisor de un proyecto científico. Y tampoco nada lo preparó para que uno de sus soldados le hubieran traído un pedazo de material extraterrestre.

  “Vaya ?es esto lo que creo que es?” preguntó el Coronel, viendo el extracto de meteorito que se encontraba en su escritorio. Aquel extracto era luminoso con tonos rojizos y anaranjados.

  Al lado de él, se encontraba un joven científico Chileno. Su nombre era Manuel Ibá?ez. Tenía veintiocho a?os, y fue reclutado por los financiadores del proyecto por su popularidad dentro de la comunidad científica. Aunque eso nunca fue suficiente para que él y Jaime se llevaran bien.

  “Si, se?or. Es un meteorito” confirmó Manuel, examinando de reojo – y sin tocarlo – al material espacial.

  “Pensaba que estos cacharros se… ?descomponen al entrar a la atmósfera?” preguntó el Coronel con incertidumbre.

  “Si, pero este es un caso especial, al parecer” dijo Manuel con convicción. El coronel solo asintió con un ‘ya veo’

  “?Dónde lo encontraron, soldados?” preguntó el Coronel otra vez, mirando fijamente a los dos guardias.

  “?Permiso para hablar, se?or?” dijo uno de los guardias. El coronel apagó su cigarro mientras dijo; “Permiso concedido, soldado”

  “Lo encontramos a las afueras del complejo, se?or” dijo uno de los guardias. “En la zona oeste, se?or” a?adió el otro guardia.

  El coronel cerró los ojos y quedó pensativo por un momento. Y así estuvo por unos segundos, hasta que se levantó de su puesto. Y empezó a caminar y rodear su escritorio lentamente. El aire estaba tenso, Manuel miraba de reojo al Coronel y los guardias. Quienes estaban igual de nerviosos que él.

  Varios segundos pasaron, con la tensión en el aire poniéndose cada vez más pesado

  Hasta que el coronel se detuvo y alzó su voz; “No se lo diremos a los americanos.” dijo el Coronel de forma definitiva. La sorpresa y la conmoción se centraron en los ojos de los demás. Sobre todo para Manuel quien fue el primero en responder.

  “??Cómo?! ?Se?or, con todo debido respeto-!” pero Manuel fue interrumpido por la grave voz del Coronel.

  “?No se lo diremos a los Americanos!” exclamó el Coronel con finalidad. “Y eso es definitivo, Doctor Ibá?ez. Entiendo que ellos son nuestros financiadores y todo eso. ?Pero eso no significa que ellos deberían saber todo lo nuestro!”

  Manuel solo suspiró ante las declaraciones de su jefe, pero decidió seguirle el juego por un tiempo. “De acuerdo, se?or. Lo que usted deseé”

  El coronel asintió. “Muy bien, Doctor. Supongo que ustedes también están de acuerdo. ?Cierto, soldados?”

  Ambos guardias solo dijeron ‘?si!’, mientras Manuel sacudía su cabeza de frustración.

  “Tienen permiso de retirarse, se?ores” dijo el Coronel mientras se sentaba en su silla. Ambos guardias dieron el saludo militar, y se fueron de la oficina.

  Segundos después, Manuel también se fue – esta vez no enojado, furioso – sin antes murmurar algo sobre la ‘maldita estupidez militar.’

  Después que todos se fueran, el Coronel Rodrigues se sentó en su silla, pensativo y exhausto de la conversación que acababa de tener. Su mente merodeaba alrededor de su decisión acerca de no informar a los Estadounidenses. ‘?Hice lo correcto?’ o ‘?Debería haberlo hecho?’ eran los pensamientos más recurrentes dentro de su cabeza.

  Pero el Coronel estaba tan metido en sus pensamientos, que no se dio cuenta que el extracto de meteorito empezó a moverse.

  La roca comenzó a brillar aún más fuerte, haciendo que el Coronel reconociera lo que estaba pasando. ‘?Qué demonios?’

  La roca brilló tan fuerte que se rompió al hacerlo. No hubo ninguna explosión, no hubo ningún estruendo, solo hubo grietas en el meteorito como una cáscara de huevo. El Coronel se levantó fascinado por lo que estaba viendo, sus ojos reflejaban el brillo del objeto que estaba en frente de él.

  Pero dentro del objeto, algo lo llamaba. Algo alienígena a su naturaleza humana. Una voz lo buscaba, y quería acercarse a él. Y eso logró, la voz lo manipulaba, le decía las cosas que quería oír. En ese entonces, el Coronel sólo podía obedecer como un esclavo.

  El brillo se volvió tan reluciente, tan fuerte que su iluminación cegó parcialmente al Coronel. Hiriendo su ojo derecho, permanentemente.

  Ante tal suceso, el Coronel sólo pudo gritar del dolor. él mismo cayó al suelo, ciego por un momento. Su ojo herido empezó a sangrar por unos segundos.

  El dolor fue tanto, que él cayó inconsciente sobre el suelo.

  Y así estuvo por el resto de la noche. Esto solo era el principio de la pesadilla.

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