El funeral es la última oportunidad de decir adiós, pero a Valeria nunca le gustaron las despedidas. Muchos dicen que al morir no se lleva nada consigo, pero en Solunier no es así; cuando alguien muere, todas sus posesiones se arrojan a la Fosa de la Nada como parte del cierre del funeral.
La Fosa de la Nada es un pozo de agua construido con rocas de meteorito violeta que guarda en su interior una caída sin fin. Todo lo que cae deja de ser, así se lo explicaron a Valeria antes de que comenzara la ceremonia. Se dice que las cosas vuelven a convertirse en lo que eran antes de ser creadas, pero ella dudó de que hubiera alguna forma de comprobarlo.
Valeria no terminó de comprender por qué las pertenencias debían ser arrojadas allí. No le agradó la idea cuando vio a los encargados de la ceremonia dirigirse al pozo con bolsas llenas de objetos tan cotidianos como personales; como si estuvieran a punto de borrar todo rastro de la existencia de las personas que estaban velando. Debía haber una buena razón, pero no le gustaba el hecho de que algún día lo comprendiera. Deseaba no tener que hacerlo nunca.
Los objetos de valor mágico siempre son creados específicamente para la persona que los portará a lo largo de su vida, y una vez que el portador fallece, estos objetos retienen la magia que él libera al morir. Si esos objetos se dejaran por ahí, cualquier persona podría entrar en contacto con el poder del portador fallecido y obtendría un poder que sería imposible manipular, incluso si la persona supiera utilizar magia. Era difícil encontrar solunitas avariciosos, pero preferían evitar que cayeran en manos de personas de otras dimensiones que no fueran escogidas.
El pozo se abría al iniciar la ceremonia y solo quedaba abierto el tiempo que llevarse arrojar las pertenencias. Luego se cerraría y no se volvería a abrir hasta el próximo funeral. Y no se cerraba con una puerta de madera o alguna reja. No. Estas fosas estaban selladas por un encantamiento que nadie podía romper y restablecer. Para quitar el sello se requerían dos solunitas: uno con el poder conferido por el sol y el otro por la luna, magia dorada y magia plateada, unidos en una danza solemne.
Antes del baile, dibujaron un cuadrado con tiza sobre el piso que encerró la figura circular del pozo; el aurenista se colocó a la derecha y el argentino a la izquierda para dar los primeros pasos. La música provenía de la naturaleza, mientras los espectadores permanecían en silencio solo interrumpido por el silbido del viento.
Valeria quedó hipnotizada al instante por la belleza de la danza. La pareja estaba compuesta por una joven argentista con la piel más oscura que había visto, y un argentista de cabello del color del sol al atardecer. Cada uno se paró en la punta del cuadrado que más los mantenía distanciados y, seguido de una reverencia, dieron los primeros pasos. La joven agarró la punta de su vestido blanco y lo movió de un lado a otro mientras avanzaba por la línea del cuadrado de tiza en puntas de pies. El aurenista seguía su ritmo, ambos en sentido contrario a las agujas del reloj, en todo momento mirándose a los ojos como dos enamorados que intentaban abrazarse, pero la Fosa de la Nada se interponía en su camino. Danzaban por toda la línea del cuadrado hasta llegar a la punta, y allí se detuvieron para dar algunos giros, zarandeo y zapateos, como si de una chacarera se tratase. Luego volvieron a caminar por el lateral del cuadrado. Nunca se tocaron, y tampoco se acercaron lo suficiente, mantuvieron la misma distancia durante los primeros momentos del baile.
El ritmo se aceleró, tornándose más desesperado, como los últimos latidos del corazón antes de detenerse. La joven de piel oscura cambió de dirección y quedó frente al muchacho, a unos pocos pasos, y bailaron apenas rozándose. Cambiaban de lugar; ella pasó frente a él dándole la espalda, él hizo lo mismo, y volvieron a quedar enfrentados mientras el viento cantaba a sus alrededores. Giraron, dibujaron círculos con sus brazos, y no apartaron su mirada del otro. Hasta que, en un movimiento veloz, volvieron a separarse, dejando el pozo en medio de ellos. El joven llevó su mano con la palma alzada hacia adelante, dejándola sobre la fosa y ella hizo lo imitó. Sus manos enfrentadas acabaron por tocarse y una ola de energía violeta se desató de las piedras que rodeaban el pozo. éste se abrió.
Uno por uno fueron tirando los objetos. No eran demasiados, pero Valeria se estremeció al reconocer cada uno de ellos. Siempre reservaban el reloj individual para el final, pues era el objeto que encarnaba el significado de un solunita: el vínculo con la Luz. Sin embargo, aquella noche sólo arrojaron el de Geovanna, pues nunca encontraron el de Bartolomé. Tampoco encontraron sus cuerpos; las tumbas, levantadas en la cima de la peque?a colina detrás del pozo, rebosaban llenas de pétalos y flores silvestres.
Al final de la ceremonia, el baile se repitió de manera inversa para sellar el pozo. Ese hubiese sido el momento ideal para que Valeria dejara escapar toda la frustración, la tristeza y el inmenso dolor que se habían apoderado de ella por lo sucedido. Pero aquel agujero negro había acabado por consumirla de tal forma que le fue imposible albergar sentimiento alguno. En su lugar, lo llenaba de preguntas absurdas, como quiénes eran los solunitas que habían hecho la danza para abrir el pozo. Se preguntaba si ese baile era realmente necesario o solo lo hacían para aportar dramatismo a la situación, o si la finalidad era hipnotizar a los invitados. Se distrajo jugueteando con el candelabro de dos velas que sostenía, objeto que todos los presentes llevaban. Un par de débiles llamas danzaban con soltura sobre las velas, demasiado vivas como para estar presenciando un funeral. Cuando se la entregaron supuso que era un artefacto con una carga simbólica, pero no quiso indagar más en el asunto porque sabía que no le gustaría la respuesta.
Era una realidad que se rehusaba a aceptar.
Cuando los bailarines se retiraron, los invitados, uno por no, se acercaron hacia las tumbas para despedirse por última vez. Valeria permaneció sentada en primera fila, observando distraída el vuelo de un curioso colibrí que parecía ajeno al manto incoloro que cubría el lugar. El silencio pesado y sofocante flotaba en el ambiente, obliándola a respirar profundamente para evitar sentirse asfixiada.
Cada persona que se acercaba a las tumbas regresaba con la mirada fija en el suelo y los hombros caídos. Eran muchos los que asistieron para despedir a la pareja que sufrió tal desgracia, dejando en evidencia lo muy queridos que habían sido en vida. Lo mucho que serían extra?ados. Valeria debía disimular su falta de interés por conocer a quienes le expresaron sus condolencias. Odiaba que la vieran afligida, no porque no lo estuviera, sino porque resultaba abrumador que tanta gente compartiera su mismo pesar.
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No quería sentirlo, así que lo ahogó dentro de sí tras una leve sonrisa y una mirada compasiva hacia los visitantes. La gran cantidad de sillas ya estaba vacía, y en pocos minutos solo quedaría ella. No tenía deseos de dirigirse hacia las tumbas. Las personas que subían dejaban el candelabro de dos brazos junto a las lápidas y bajaban con las manos vacías. A Valeria le pareció horroroso, pero no quería ser la última en marcharse. No soportaba la idea de quedarse sola en ese prado, rodeada de los fantasmas de quienes habían cambiado su mundo entero. O, más bien, con la ausencia de esos fantasmas, ya que las tumbas estaban vacías.
Acomodó la falda de su vestido negro, se secó las palmas sudorosas. Aferró el candelabro con fuerza y se puso en marcha, siguiendo a la multitud. Aún en el corto trayecto hacia la cima de la ladera, su mente no dejaba de plantear preguntas que la sacaban del momento que tanto ansiaba evitar. Pero todo esfuerzo por mantener su mente alejada de ese lugar se esfumó cuando estuvo a unos cuantos pasos de los ataúdes. Eran idénticos. Cada uno tenía la inscripción tallada en la superficie, sobre la cual descansaban incontables candelabros.
Se le revolvió el estómago al ver las velas apagadas. Las personas las soplaban antes de dejarlas sobre las tumbas o junto a las lápidas, y a Valeria le asaltaron las incontrolables ganas de salir corriendo de ahí. Sus pies estaban clavados en la tierra, y ya no le quedaban fuerzas para avanzar ni para retroceder. Estaba atrapada.
La multitud a su alrededor eran pinceladas borrosas y cargadas de agua, deslizándose fuera de su campo de visión, mientras que los sonidos se detenían en la entrada de sus oídos. Se aferró aún más al candelabro, intentando recuperar la respiración para avanzar, sin embargo no pudo.
Escuchó su nombre, lejano y ajeno a todo lo que bullía dentro de ella. El tiempo parecía hundirse y Valeria no encontraba la forma de traerlo a la superficie otra vez. El mundo se alzaba ante ella como una ola gigante que amenazaba con aplastarla. Sintió un apretón en el brazo derecho que la hizo voltear. El tiempo recuperó la respiración cuando ella descubrió un rostro conocido entre tanta extra?eza, y cuando él la llamó por segunda vez, descubrió que el agua que creía ver se había evaporado.
Tomó aire nuevamente y logró despegar sus pies del suelo. Su mundo recuperó cierto equilibrio al caminar tomada de su brazo. Ambos se detuvieron frente a las tumbas; él dejó el candelabro junto a la placa del nombre y apagó las velas bajo la atenta mirada de Valeria. De repente, dejó de hacerse preguntas absurdas. No había forma de escapar de aquella despedida.
Cuando él se irguió, supo que era su turno. Acercó el candelabro a su rostro para soplar, pero no encontró aliento para hacerlo. Sus ojos se clavaron en las llamas danzantes, y se les antojaron tan llenas de vida que se sintió a punto de cometer un crimen.
Tomó aire otra vez, pero tampoco pudo soplar.
—No te despidas si no estás lista —oyó que le dijo su compa?ero—. Solo puedes prometer que lo harás cuando llegue el momento.
La miró, pero no con lástima como lo hacían todos los que le habían dado el pésame aquella ma?ana, ni como si fuera una ni?a indefensa y perdida en un mundo que apenas conocía y que probablemente le tomaría toda una vida adaptarse. En cambio, clavó sus ojos en ella como si la hubiera encontrado, o más bien como si ella lo hubiera encontrado a él.
Sus labios se curvaron en una media sonrisa en la que Valeria encontró contención. Luego, hizo una leve reverencia hacia las tumbas y se marchó, dejándola con una soledad que había parado de doler; ya no la atormentaba. Se aferró a aquel consejo con lo último que le quedaba de fuerzas y dejó el candelabro sobre la tumba de sus tutores. Observó a las llamas consumir las ceras pálidas, y por un momento le pareció que el mundo perdía color, excepto por el fuego. No podía provocar el final de aquella danza porque el color también la abandonaría.
Por eso esperó a que el fuego consumiera las velas, cosa que estaba tardando menos de lo que habría deseado.
Leyó los nombres de las lápidas hasta que las palabras perdieron significado, reforzando aún más la idea de que todo aquello no tenía ningún sentido, y la invadió la culpa al descubrirse incapaz de llorar cuando una de las velas se consumió por completo. A su alrededor solo la acompa?aban una brisa refrescante y el canturreo de algunos canarios a lo lejos, aunque sabía que había alguien del otro lado de la cerca esperándola.
Juntó sus manos sobre su regazo y respiró hondo una vez más. No se iba a despedir hasta que supiera lo que había sucedido: por qué no habían encontrado los cuerpos, quiénes habían sido los responsables del accidente y lo más importante: por qué los habían asesinado.
Miró la vela que aún permanecía encendida, apretó los labios y se inclinó sobre ella.
—Prometo que lo haré —susurró con gran convicción a las lápidas—, pero antes debo saber.
La idea de que ya no volvería a verlos le era inconcebible, era un pensamiento demasiado grande para caber en ella. Tal vez encontraría la manera de comprender al encontrar las respuestas.
Levantó la mirada hacia el cielo, donde las ramas desnudas de los árboles se entrelazaban. En la cima del árbol más cercano, divisó una diminuta criatura destacando por su pelaje inmaculado e incoloro, como si fuera ajena a la explosión de colores que Valeria temía apagar al soplar la vela.
Aquel ave, con enormes ojos plateados, la observaba desde lo alto. Abró las alas y se elevó, desapareciendo entre las nubes grises que amenazaban con descargar abundantes cantidades de agua.
La joven, de cierta forma imitando al búho, se dio la vuelta y se retiró del lugar convencida de que nunca tendría que volver porque sus tutores no podían estar muertos. Ella haría todo lo posible por comprobarlo, y aún más por encontrarlos.
La llama consumió la cera en menos de un cuarto de hora, creando un mar blanco y pastoso que cayó sobre las flores de los ataúdes vacíos.