Cuando Ri dio la orden, los blindados republicanos comenzaron a avanzar a toda velocidad. No se detenían. Algunos de sus conductores habían sido parte de la resistencia de los antiguos Estados Unidos Planetarios; sabían manejar blindados de calidad, sí… pero ninguno como los tanques de la República.
Mientras tanto, al otro lado del frente, Kruska se encontraba en un puesto avanzado de Turovets. Había sido trasladado como refuerzo. Era veterano. Había visto de primera mano la llegada de las bioformas. Las conocía. Las había acompa?ado en varias campa?as.
Había crecido creyendo que los Thal’Kr?n eran invencibles. Y sin embargo, en Polyusovsk, los humanos los habían detenido.
Eso lo quebró más de lo que ya estaba.
Ahora estaba sentado en la esquina oscura de un refugio improvisado, dentro de una trinchera recién construida. La humedad, el olor metálico y la vibración constante lo envolvían. Pero lo que más sentía era la voz dentro de su casco.
El alma de la armadura.
La misma que desde su juventud lo había guiado, protegido… incluso reprendido. La misma que, para él, era como su madre.
Y ahora lo acusaba.
—?Estás dudando de la Luz de las Matriarcas, Kruska! —tronó la voz dentro de su mente.
—No es cierto… —murmuró, temblando.
—No me mientas. Puedo leer tus pensamientos. Veo tus dudas.
—?Dudar es pecado, Kruska!
—?Eres un hereje! ?Necesitas ser reeducado inmediatamente!
—?No es cierto! ?No es cierto! ?No es cierto! —repetía, cubriéndose el rostro con las manos, tapando sus oídos como si eso pudiera detener el bombardeo mental.
—?HEREJE! ?HEREJE! —rugía la voz—. ?Has traicionado su luz!
—?CáLLATE! ?CáLLATE, MALDITA SEA! —gritó Kruska, encogido sobre sí mismo, con los dientes apretados y las lágrimas en los ojos. El adoctrinamiento lo estaba destruyendo desde dentro. Y la voz… no callaba.
Y entonces, un grito lo arrancó de su espiral de locura.
—?YA VIENEN!
Silencio.
Respiración agitada.
Y luego, el retumbar de los blindados en la distancia.
Los blindados avanzaban sin detenerse. El rugido de sus motores sacudía la tierra helada.
De pronto, un estruendo retumbó desde uno de los tanques delanteros. En las posiciones imperiales, una explosión iluminó las trincheras a medio construir. La batalla había comenzado.
Los ca?ones empezaron a disparar casi al unísono.
Dentro del TBP-Tatu de Ferro 3, Lucas gritó por el comunicador de casco:
—?Dame una PSSP!
—?Entendido, jefe! —respondió Jack desde el cargador—. ?Listo!
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—?Dispara!
—?Fuego! —ordenó la Tormentarius Yui, disparando.
El proyectil salió rugiendo del ca?ón principal.
—??Qué quieres ahora!? —gritó Jack desde su compartimento.
—?Es hora de barrer infantería! —dijo Lucas con firmeza—. ?Cargá solo EPFEDP!
En ese momento, un impacto lateral sacudió el tanque. El escudo energético absorbió la mayor parte del da?o, pero el golpe fue duro.
—Escudo da?ado. Capacidad al sesenta por ciento. —informó la IA del tanque con voz mecánica—. Blindaje comprometido.
—?Carajo! —maldijo Lucas—. ?Sigue y no pares, Liam!
El conductor apretó el acelerador. El tanque rugió, aumentando la velocidad mientras los ca?ones seguían disparando sin descanso.
—?Se?or! —gritó Jack—. ?El sistema de recarga automática está da?ado! ?Voy manual!
—?Entendido, Jack! ?Hazlo rápido!
El humo, el lodo y los disparos llenaban el aire.
Finalmente, la columna de blindados llegó a las trincheras imperiales, aún en construcción.
La resistencia imperial no esperaba una ofensiva de esa magnitud. Sus ca?ones apenas lograban destruir algunos blindados humanos, pero estos seguían avanzando... más y más, imparables.
Kruska respiraba agitado.
Tomó un Thar’Zekhal, un lanzador pesado. Subió a la superficie, salió de la trinchera y apuntó a un tanque enemigo.
Disparó.
El proyectil atravesó el escudo energético con un zumbido agudo. Si explotó, pero penetró el blindaje y empezó a arder desde adentro.
Los humanos en su interior gritaban. Las llamas se reflejaban en sus visores. Intentaban salir, envueltos en fuego.
Uno de ellos alcanzó la escotilla.
Kruska levantó su rifle láser y lo abatió sin dudar.
Luego, corrió.
Las voces dentro de su cabeza no paraban.
La armadura. El arma. La Matriz Interior. Todos gritaban.
—Hereje... HEREJE...
—Has dudado de la luz…
—Tu fe se ha quebrado…
Quería que se callaran.
Las órdenes de retirada eran confusas. Dispersas. El mando local no supo reaccionar. Nadie esperaba una ofensiva así. Nadie había enfrentado algo semejante.
Los imperiales huían.
Kruska también corría, en medio del barro, nieve, el fuego y los gritos.
Las voces seguían.
—?Hereje! ?Hereje! ?HEREJE! —retumbaban como una sinfonía infernal dentro del casco.
Al llegar a un vehículo de transporte, se lanzó dentro. La compuerta se cerró.
Se acurrucó. Escondió el rostro dentro del casco.
El transporte despegó, elevándose sobre la línea de fuego mientras en su interior una sustancia viscosa empezaba a cubrirlo lentamente. Era densa, fría, calmante.
Su cuerpo se relajó.
Y entonces...
Kruska cayó en un estado semi-dormido.
Una voz le susurraba, suave y cálida esta vez.
—Aún puedes ser redimido…
Dentro del blindado de transporte, bajo los efectos de la sustancia viscosa, Kruska cayó en un sue?o inducido.
Sintió algo extra?o. Algo que no reconocía del todo.
So?aba.
En medio de la niebla mental, apareció un rostro: un humano.
Hans.
Todavía lo recordaba su cara, cuando fue aislado del sue?o y comida.
Luego, el paisaje cambió. Se hallaba de nuevo junto al lago. La primera oleada. La tierra temblaba con los pasos de los Thal’Kr?n. Recordó el frío que calaba los huesos, el barro hasta las rodillas, y a sus camaradas cayendo uno por uno.
Recordó el tanque humano. El rugido de su ca?ón. Las flechas metálicas atravesando la carne y el hueso de los suyos. El grito agudo de un Vulmari al ser partido en dos.
Y entonces, la voz.
Lejana al principio. Luego creciente. Ineludible.
—HEREJE...
—Has traicionado la divinidad del Imperio y de las Matriarcas...
—Has dudado del propósito divino. Tus pensamientos son pecado.
—Tu fe está contaminada.
—?CáLLATE! —gritó Kruska en el sue?o, con la voz desgarrada.
Las voces cesaron de inmediato.
Y el entorno cambió.
Oscuridad total.
Silencio.
Kruska cayó de rodillas. Se derrumbó.
Y por primera vez desde que era una cría… lloró.
Dentro del blindado, su cuerpo comenzó a convulsionar levemente.
La armadura que lo envolvía, viva, sagrada, fanática…
empezó a matarlo.
Peque?as agujas de hueso se extendieron desde el interior del cuello, penetrando su carne, inyectando sustancias de castigo.
Era castigo por dudar.
Por llorar.
Por ser consciente.
El blindado se detuvo de golpe.
Un impacto de plasma, directo desde un tanque humano, había interceptado su ruta de retirada.
La compuerta frontal se abrió con un crujido orgánico, como si fuesen las fauces de una bestia salida de las pesadillas más enfermas de algún so?ador corrupto.
La sustancia viscosa se derramó como miel enferma, y junto a ella, Kruska salió rodando, golpeando el suelo helado. Despertó abruptamente.
Las agujas de hueso de su armadura aún estaban incrustadas en su cuello y espalda. Sintió el ardor de la sangre y entró en pánico.
Intentó quitarse la armadura a la fuerza. Tironeó desesperado de los segmentos, jadeando, gritando. Tomó su arma y apuntó a una de las cerraduras orgánicas.
Nada.
El arma no disparó.
Estaba bloqueada por protocolo.
Una voz resonó, no en sus oídos, sino en su mente:
—Este es el castigo de los herejes que no se redimen...
—Tu castigo por el pecado más grande: dudar.
Kruska se arrodilló. Las agujas seguían penetrando, más profundas. Sangraba por el cuello, por los costados, por la espalda. Gritó.
Con los ojos enrojecidos, tomó una rama rota del suelo y empezó a usarla como palanca. Luchaba contra la armadura como si fuera un demonio que se aferraba a su carne.
El hueso no cedía.
La rama se partió.
Desesperado, sollozando, tomó una piedra. Una piedra cualquiera. Sabía que el tiempo era limitado.
Si no lo mataba un tanque humano… lo haría su propia armadura.
Golpeó una, dos, tres veces. El sonido era seco, opaco, como romper huesos viejos.
—?SUéLTAME! —gritaba entre lágrimas, golpeando sin piedad.
Una última vez.
CRACK.
Una placa se quebró.
Kruska jadeó.
Rasgó la armadura rota con las manos ensangrentadas y logró quitársela. Parte por parte. Hasta que quedó tendido en el suelo, desnudo, temblando.
Su piel azulada brillaba bajo la luz del cielo gris.
Su cuerpo sangraba.
Sus ojos estaban abiertos como platos.
Estaba vivo.
Pero ya no era un guerrero del Imperio.
Era un fugitivo.
Un desnudo hereje… que había sobrevivido a su fe.
Corría entre los árboles, con la nieve cubriéndole las piernas y los pulmones ardiendo de frío. Los blindados humanos rugían a la distancia, como bestias de acero cazando sin piedad.