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Capitulo V - Ruptura

  Tres días habían pasado desde la ofensiva de Morevsk.

  La playa, antes campo de batalla sangriento, ahora servía como área de descanso y reabastecimiento para las fuerzas humanas.

  Una pista de despegue improvisada ya permitía el flujo constante de cazas y bombarderos.

  La República contaba ahora con cuatrocientos ochenta mil setecientos soldados, quince mil doscientos tres blindados y cuatro mil aeronaves desplegadas en la cabeza de playa.

  Friedrich observaba el movimiento de tropas desde una colina improvisada.

  Había una calma relativa... pero su corazón seguía inquieto.

  Habían asegurado apenas dos kilómetros tierra adentro.

  Y, a pesar de su superioridad numérica, el precio seguía siendo alto:

  más de tres mil bajas en tres días.

  Mientras caminaba hacia su nuevo centro de mando —un búnker fortificado a medio restaurar—, Friedrich meditaba:

  ?Por qué el Imperio deseaba a la humanidad en su estructura social?

  ?Valía la pena tanta sangre?

  Sacudió la cabeza. No era su deber cuestionarlo.

  Su deber era liberar este mundo.

  Y con él, abrir el camino para liberar diecinueve planetas más.

  Entró en la sala de mando.

  Sus generales y asesores lo esperaban alrededor de una mesa cargada de mapas y pantallas tácticas.

  —Situación —ordenó Friedrich, sin perder tiempo.

  Un asesor alzó la vista, visiblemente tenso.

  —Se?or...la XIV Legión del Ejército informa que en Burevest, los imperiales se han atrincherado aún más profundo en la ciudad.

  —?Bajas? —preguntó Friedrich, ya temiendo la respuesta.

  —Doscientas, se?or —informó el asesor.

  Un general intervino de inmediato:

  —Propongo enviar a la IX Legión del Principado Ruso, se?or. Si deseamos tomar Burevest con seguridad...

  Friedrich alzó una mano para detenerlo.

  —Ya enviamos cien mil hombres a Burevest y otros cincuenta mil a Vizma —replicó con dureza—.

  No voy a seguir lanzándo los como si fueran bestias taurinas al matadero.

  Un silencio incómodo llenó la sala.

  El sonido distante de un obús retumbó en las paredes.

  El asesor volvió a hablar, con visible incomodidad:

  —Se?or... según nuestras estimaciones, si no enviamos refuerzos, la ofensiva sufrirá entre un veinte y treinta por ciento de bajas en tan solo dos días, en ambos pueblos.

  Friedrich cerró los pu?os.

  El peso de las decisiones caía sobre sus hombros como una monta?a.

  —?Maldición! —gru?ó, golpeando ligeramente la mesa. —Enviaremos a la IX, XI y XX Legiones Populares de los Principados hacia Vizma, para formar setenta mil hombres en total.

  Además, en Burevest, enviaremos refuerzos del II Cuerpo de Marines y de la LI División Panzer —dijo Friedrich, mirando a sus generales reunidos—. ?Están de acuerdo?

  Un general levantó la voz:

  —Se?or, podríamos crear una cortina de fuego de artillería sobre Vizma...

  —No, no, no. —Friedrich negó con la cabeza, severo, mientras se?alaba el mapa holográfico sobre la mesa—. Mira aquí.

  Los imperiales tienen entre cincuenta y sesenta mil hombres atrincherados en Vizma.

  Si los atacamos con artillería pesada antes de empujarlos hacia Bostkia, solo fortaleceremos su defensa.

  Forzaremos a nuestras tropas a librar combates cuerpo a cuerpo en un infierno urbano cerrado.

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  No pienso regalarles esa ventaja.

  —Entonces... ?qué proponemos, se?or? —preguntó otro asesor, tenso.

  —Entraremos en la ciudad —respondió Friedrich, firme—.

  Guerra urbana controlada.

  Cada unidad debe evitar el combate cuerpo a cuerpo prolongado.

  Si una unidad queda atrapada, otra debe flanquear y auxiliarla.

  Nada de asaltos frontales innecesarios.

  Nada de estancarse.

  Se inclinó ligeramente sobre la mesa:

  —Las alas de cazas y las peque?as formaciones de bombarderos atacarán en oleadas ligeras, selectivas.

  Nada de bombardeos masivos.

  Eso solo entorpecería el avance.

  —Entendido, se?or —asintió un general.

  —?Y en Burevest? ?Avanzamos según lo planeado? —preguntó otro.

  Friedrich mordió una peque?a manzana que había sacado de su cinturón táctico.

  Masticó despacio antes de responder:

  —Según los informes de reconocimiento y los cazas furtivos, la situación no ha cambiado.

  Seguiremos como se había previsto.

  Los generales asintieron y empezaron a salir para transmitir las órdenes.

  Mientras tanto, en el frente de Burevest, la XIV y XIX Legiones del Ejército enfrentaban una feroz resistencia.

  Las fuerzas imperiales allí sumaban ochenta mil soldados, apoyados por cientos de ca?ones ligeros de infantería dispersos en las calles y edificios.

  Los refuerzos comenzaban a llegar:

  treinta mil marines recién desembarcados reforzaban la línea humana,

  elevando la fuerza total en Burevest a ciento treinta mil combatientes.

  El campo de batalla de Burevest ardía bajo la ofensiva republicana.

  La llegada de cuatro mil tanques de la LI División Panzer había cambiado el rostro de la ciudad.

  A las cuatro de la ma?ana, comenzó el asalto.

  El Centurionis Magnus Antonio había asumido el mando de todas las fuerzas combinadas en Burevest.

  Bajo su dirección, los tanques avanzaban pesadamente entre ruinas ennegrecidas, seguidos de columnas de infantería que se desplegaban con cautela.

  Apenas unos metros adentro, divisaron una figura solitaria.

  Una ni?a, de no más de ocho a?os, emergió temblorosa entre los escombros.

  Cuando vio a los soldados humanos, corrió hacia ellos, tropezando entre la nieve manchada de sangre.

  El disparo llegó como un latigazo.

  Un rayo láser, disparado desde algún edificio cercano, le atravesó el cráneo.

  La ni?a cayó sin un sonido, sus peque?os brazos extendidos hacia los soldados.

  Hubo un instante de silencio brutal.

  La infantería humana, sacudida, buscó el origen del disparo.

  Un peque?o edificio en ruinas ocultaba a un grupo de treinta imperiales, atrincherados.

  Un ca?ón de energía rugió desde una ventana.

  El primer impacto fue absorbido por el escudo de un tanque cercano, haciendo vibrar su armazón.

  Dentro del tanque, la tripulación se apresuraba:

  correcciones de ángulo, cálculos de distancia, carga del siguiente proyectil.

  La torreta giró.

  Un proyectil EPFEDP fue disparado directamente hacia el edificio.

  El impacto fue devastador.

  Una onda de expansión pulverizó los muros exteriores.

  La detonación interna provocó una reacción en cadena con el armamento enemigo, incendiándolo todo.

  Los imperiales que sobrevivieron al primer impacto ardían vivos, atrapados entre los escombros.

  —?No disparen! —gritó uno de los soldados humanos con voz rasposa—. ?Déjenlos cocinarse!

  No hubo compasión.

  Sólo el crepitar de las llamas y los gritos apagándose lentamente.

  Entre tanto horror, un soldado se arrodilló junto al cuerpo de la ni?a.

  La levantó cuidadosamente en sus brazos, como si aún pudiera salvarla de aquel infierno.

  El comandante del tanque, al ver la escena, salió colocándose en la torreta.

  Se quitó el casco, observó a la peque?a...

  Y apretó los dientes en silencio.

  La columna, encabezada por un Gepard A2, arrastraba tras de sí a ciento treinta soldados de infantería, adentrándose lentamente en los escombros de Burevest.

  Cuando llegó la orden de dividirse para abarcar mejor la ciudad, el Centurionis Magnus Antonio tomó el mando de un destacamento y se dirigió hacia una zona residencial devastada.

  Una casa semidestruida ofrecía una posible posición de observación.

  Antonio fue el primero en cruzar el umbral, rifle automático al hombro, cubriendo cada esquina.

  Un soldado de su unidad le siguió de cerca.

  —Me parece segura, se?or —susurró el soldado, escaneando el interior.

  —Sí. Igual me parece —respondió Antonio, breve.

  —Ve. Dile al resto que avancen. Y ordena que el Gepard se mueva al este. No quiero que su silueta delate nuestra posición.

  —?Sí, se?or!

  Mientras la unidad se agrupaba en la casa, Antonio desplegó un mapa holográfico sobre una mesa rota.

  —?Dónde están las posiciones imperiales? —preguntó un soldado, asomándose al holograma.

  —Deberían estar a unos treinta metros, tras la calle principal —respondió Antonio, mientras ajustaba la vista del mapa.

  Pero algo no cuadraba.

  La imagen holográfica mostraba líneas de fortificaciones más profundas de lo esperado.

  Antonio avanzó hasta una ventana cubierta de polvo, levantando apenas la mirada.

  A través de los restos ennegrecidos de la calle, divisó cuatro imperiales.

  Se movían rápido, cargando ca?ones antitanque hacia un edificio de tres pisos.

  Antonio apretó la mandíbula.

  —Se mueven... —dijo en voz baja—.

  No disparen.

  No deben saber que estamos aquí.

  El silencio se hizo pesado.

  Solo el leve crujido de botas sobre vidrios rotos, y la respiración contenida de sus hombres, llenaban la casa abandonada.

  Cuando los imperiales desaparecieron dentro del edificio, Antonio volvió al mapa holográfico.

  —Escuchen todos —susurró, su voz cortando el silencio—.

  Nos moveremos al este.

  Rodearemos su posición y los tomaremos por el costado.

  Un soldado alzó la voz, tenso:

  —Se?or... hay posibilidad de unidades enemigas en los flancos. Si avanzamos sin cobertura...

  Antonio sonrió apenas, un gesto frío bajo su casco.

  —?Acaso dije que avanzaran como si fueran Gravitium? —replicó con tono sarcástico—.

  Avancen cubriéndose.

  Granadas si detectan grupos grandes.

  Esperen al segundo tic antes de lanzarlas.

  Quiero soldados vivos, no mártires.

  —?Entendido, se?or!

  —?A movernos!

  La unidad salió en formación dispersa.

  Avanzaban pegados a los muros, evitando cruzar la calle principal, demasiado expuesta.

  Buscaron una calle lateral, más angosta, donde el fuego enemigo no tuviera línea directa.

  Las botas crujían sobre el polvo congelado.

  En la esquina previa al edificio imperial, los soldados frenaron de golpe.

  Un montículo de cadáveres bloqueaba parte del paso.

  Humanos y alienígenas, destrozados, ennegrecidos por la podredumbre y el frío.

  El olor era nauseabundo.

  Algunos soldados apartaron la mirada, otros apretaron los dientes tras sus máscaras.

  Antonio los vio también.

  "Hijos de perra", pensó, con un nudo en el estómago.

  No se detuvieron.

  Rodearon los cuerpos, avanzando hasta flanquear el edificio.

  Antonio alzó el pu?o cerrado.

  Todos se detuvieron en seco.

  Localizó una puerta lateral medio colapsada.

  Se posicionó a su izquierda, indicando con un gesto a un soldado —Craquet— que cubriera el otro lado.

  —Craquet —susurró—. A mi se?al, abres y entras. —?Ahora! —ordenó Antonio.

  Craquet cargó contra la puerta, abriéndola de golpe.

  Una ráfaga de disparos lo recibió.

  Su chaleco resistió el primer impacto, dándole apenas segundos para lanzarse detrás de una cobertura improvisada.

  Sin perder tiempo, Craquet sacó una granada, activó el detonador y retiró el seguro.

  Esperó el primer tic, el segundo... y la lanzó.

  Cinco segundos después, una explosión estremeció la estructura, haciendo vibrar la puerta rota.

  —?Adentro! —gritó Antonio.

  Los soldados avanzaron, bayonetas caladas, sin vacilar.

  Craquet fue el primero en cruzar.

  Vio a un imperial arrastrándose, herido.

  Sin dudarlo, clavó su bayoneta en su espalda, hundiéndola hasta el ca?ón de su arma.

  Dentro, Antonio evaluó la escena:

  cuatro imperiales destrozados por la explosión, otros tres semiocultos junto a una ametralladora...

  Una ametralladora que, por un instante, pareció "mirarlo".

  Antonio no dudó.

  Abrió fuego, destruyendo el arma y su soporte vivo en un chorro de plasma incandescente.

  Craquet se acercó:

  —?Qué ordena, se?or?

  —Cuatro hombres cubriendo la entrada.

  El resto, divídanse.

  Destruyan todas las armas antitanque que encuentren.

  Los Panzer deben avanzar hacia Vizma sin obstáculos.

  —?Sí, se?or! —respondieron al unísono.

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