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Perdidas.

  Cuando Kruska recibió la noticia de que las fuerzas terranas se habían replegado hacia el sur del planeta —al que el Imperio ahora llamaba Vrek-Tan—, sintió alivio.

  Pensó que la guerra había terminado.

  Que al fin los humanos entenderían lo inevitable. Que se rendirían, que aceptarían la integración.

  Pero estaba equivocado.

  Semanas después, los informes eran claros:

  no solo no se habían rendido,

  sino que habían intensificado su resistencia.

  —?Por qué luchar por un planeta perdido? —se preguntó, con una mezcla de lástima… y un incipiente respeto por su obstinación.

  Los meses pasaron.

  Cuando la flota humana apareció en el sistema de X-89-AK, el cielo se llenó de muerte.

  Miles de naves imperiales aguardaban, formando un muro de acero, luz y estrategia.

  No solo habían reforzado ese mundo: también blindaban los planetas que alguna vez fueron parte de los traidores Estados Unidos Planetarios.

  La batalla estalló sin ceremonia.

  Fragatas y acorazados terranos se lanzaron al combate con furia matemática.

  Explosiones iluminaban la negrura del espacio.

  Un crucero imperial colapsó tras recibir un impacto directo en sus reactores auxiliares.

  En otro sector, una nave imperial maniobró con elegancia letal, alineándose con dos fragatas humanas antes de borrarlas del radar con fuego preciso.

  En la superficie de Vrek-Tan, Kruska fue asignado a la defensa de un sector costero junto a un vasto océano helado.

  No se esperaba actividad en esa zona.

  Había tropas… pero sin blindados ni artillería pesada.

  Cada noche, observaba el cielo.

  Donde otros veían estrellas, él veía muerte danzando entre llamas orbitales.

  Pensaba en su mundo natal.

  Extra?aba el silencio.

  Extra?aba la certeza.

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  Ya no deseaba ser un guerrero.

  Tenía… dudas.

  Recordaba los combates pasados.

  Los gritos ahogados por las explosiones.

  El color de la sangre en la nieve.

  El calor insoportable del fuego enemigo.

  Sabía que la guerra estaba mal…

  pero no quería aceptarlo.

  Porque aceptarlo dolía más que negarlo.

  Entonces, vio una nave humana caer envuelta en llamas.

  Por un instante, pensó:

  —“Hicimos bien.”

  Pero esa frase…

  fue el primer clavo en el ataúd de su convicción.

  Mientras tanto, en la órbita, la resistencia terrana revelaba su verdadero rostro.

  Las naves imperiales soportaban el fuego.

  Pero los humanos respondían con precisión quirúrgica y una ferocidad aterradora.

  Entonces ocurrió.

  El penúltimo submarino humano inició su ataque.

  Se deslizó como un espectro entre las formaciones imperiales,

  invisible a los sensores.

  Su objetivo: la nave insignia.

  —?Carguen un TA-999! ?Tengan el siguiente listo apenas disparemos! —ordenó el comandante del submarino, su voz como acero bajo presión.

  Un segundo después, el proyectil fue lanzado.

  El torpedo cruzó el vacío en silencio absoluto.

  Luego… el impacto.

  Una explosión blanca. El escudo de la nave insignia se evaporó en mil fragmentos de luz.

  En el puente imperial, el almirante apenas tuvo tiempo de mantenerse en pie.

  El temblor fue brutal. Las luces parpadearon. Alarmas rugieron.

  —??Qué demonios nos alcanzó?! —rugió, aferrándose a la baranda.

  —?Se?or! ?Una firma térmica desconocida… apareció junto al casco! —dijo un oficial, su voz temblando.

  El almirante apretó los dientes.

  El sudor le corría por la espalda como un veneno frío.

  —?Destruyan lo antes de que nos destruyan!

  ?Malditos humanos… simplemente ríndanse y acepten la integración!

  Pero los humanos no se rendían. Nunca.

  Una fragata imperial, desesperada, aceleró al máximo.

  Su silueta se curvó como una lanza hacia la anomalía.

  Y embistió al submarino humano.

  La detonación fue infernal.

  Las dos naves desaparecieron entre fuego y vacío, devoradas por la munición nuclear.

  Pero la batalla no había terminado.

  Una fragata terrana, gravemente da?ada, replicó la táctica.

  Aceleró sin dudar, sin escudos, sin vuelta atrás.

  Se estrelló contra dos naves imperiales. Las arrastró consigo al abismo.

  La flota imperial aún era inmensa.

  Pero sangraba.

  A lo lejos, el último submarino humano aguardaba.

  No disparó.

  Avanzó en silencio.

  En el puente imperial, los sensores pitaron tarde.

  —?Se?or! ?Firma térmica... en el costado derecho! ?Otra nave humana... se aproxima...! —dijo el técnico, paralizado.

  Y entonces, la sombra del submarino se estrelló.

  Y el universo ardió otra vez.

  El almirante imperial sintió un nudo en el estómago. Esta vez, la desesperación lo consumió por completo.

  —???Disparen con todo lo que tengamos!!!

  ???Quiero esa nave destruida… AHORA!!!

  Miles de disparos de alta potencia atravesaron el vacío, rasgando el casco del submarino terrano, pero era demasiado tarde. La nave, ya herida, se incrustó de lleno en el flanco de la nave insignia.

  Y explotó.

  Las ojivas nucleares detonaron en cadena, envolviendo la zona en una tormenta de fuego y fragmentos.

  La nave insignia no se desintegró.

  Pero quedó… rota. Muerta. Irrecuperable.

  Con el mando colapsado, la coordinación imperial recayó en un portaaviones de batalla. Su almirante secundario, firme pero superado por la urgencia, ordenó un último contraataque.

  El arsenal restante fue liberado.

  El cielo volvió a arder.

  De las 700 naves terranas, solo 253 sobrevivieron.

  De las 1300 naves imperiales, apenas 310 seguían operativas.

  Una masacre.

  En ambos frentes.

  Pero en medio del horror…

  más de un millón de tropas humanas ya habían tocado tierra.

  Su guerra apenas comenzaba.

  En la sala de mando imperial, los informes eran claros:

  replegarse.

  Las pérdidas eran inaceptables.

  No podían arriesgar otra batalla sin reabastecerse ni nueva artillería orbital.

  La orden fue emitida.

  La flota imperial se retiraba.

  En la superficie del planeta Vrek-Tan, los generales imperiales vieron el cielo romperse en llamas.

  La nave insignia caía.

  No había más apoyo orbital.

  Solo tierra. Solo enemigos. Solo muerte.

  Estaban solos.

  La guerra no había terminado.

  Apenas estaba comenzando.

  Las fuerzas humanas de refuerzo ya combatían con armamento estándar propio, dejando atrás la dependencia del arsenal remanente de la Tercera Guerra Mundial Planetaria.

  Aunque aquellas armas habían demostrado ser efectivas en combate, su uso sostenido era inviable: las instalaciones de producción habían sido destruidas durante el conflicto, volviendo imposible su reparación y reposición.

  Eso ha cambiado.

  Por primera vez, la humanidad luchará con su verdadero poder:armamento plenamente dise?ado, producido y respaldado por la República.

  No más reliquias del pasado.Ahora, enfrentan al Imperio Interestelar con el fuego de una nueva era.

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