home

search

Capitulo XI - República e Imperio

  La decisión de la “paz blanca” había tomado menos de tres días:

  Dos en el círculo del gubernatio, uno en el Parlamentum Solarii.

  La votación galáctica estaba en marcha.

  Tullius, apartado del Senado, observaba la tormenta desde su residencia en Marte.

  No había sido elegido por el pueblo.

  No tenía mérito civil ni cargo militar previo.

  Solo conexiones… y ambición.

  Golpeó la mesa de madera.

  —?Debemos apresurarnos!

  —Calma, Tullius —respondió una figura encapuchada en la penumbra—.

  Tu rabia en el Parlamentum casi arruina nuestros planes.

  —El nuevo Imperio debe florecer —dijo otra voz, más serena, más peligrosa.

  Un silencio respetuoso cayó.

  —Tribunios será coronado… emperador de la humanidad.

  El timbre sonó.

  Un sirviente caminó hacia la sala, tocó suavemente la puerta.

  —?Se?or? —dijo con cautela—. Llaman a la entrada.

  Tullius se levantó con torpeza, su sobrepeso revelando a?os de comodidad y poder sin resistencia.

  —?Quién es ahora? —gru?ó con fastidio.

  No hubo respuesta.

  Solo una patada.

  La puerta se abrió de golpe.

  Cinco figuras armadas y blindadas irrumpieron con precisión.

  —?Senator Tullius Creptun II? —dijo uno, apuntando con su arma—.

  Somos agentes de la Custodia Publicae Rectitudinis. Está bajo sospecha de corrupción y conspiración contra la República.

  Tullius retrocedió con torpes pasos. Giró hacia la ventana.

  Un disparo de plasma iluminó la sala.

  Su rodilla estalló.

  Fragmentos de hueso, piel y sangre salpicaron la pared más cercana.

  —?Yo… yo no hice nada! —gimió, arrastrándose con un rostro desencajado por el dolor y el miedo.

  El agente se acercó sin mover el arma.

  —Yo no decidiré nada —dijo con voz dura—.

  Serán las pruebas…

  las que definan tu condena.

  Los tres que se encontraban en la sala fueron arrestados esa misma noche.

  El escándalo estalló como metralla en todo el sistema:

  Volantes, noticieros, transmisiones interestelares…

  Los nombres, rostros y crímenes fueron expuestos al público con brutal transparencia.

  This story has been unlawfully obtained without the author's consent. Report any appearances on Amazon.

  Tribunios vio la noticia.

  Sus planes… empezaban a desmoronarse.

  Se suponía que la guerra contra el Imperio Interestelar serviría de cortina.

  La gran guerra galáctica había sido la distracción perfecta.

  Durante ella, había colocado sonatores leales dentro del Parlamentum.

  Pero ahora todo pendía de un hilo.

  La República debatía una paz.

  Y si la guerra terminaba, su ascenso también.

  Eso no podía ocurrir.

  El conflicto debía continuar.

  No importaban los muertos.

  No importaban las ciudades arrasadas.

  Su Imperio debía florecer.

  No como evolución… sino como reemplazo.

  No sobre el legado… sino sobre las cenizas.

  Aunque tuviera que prender fuego a mil mundos, el Imperio Galáctico de Tribunios nacería.

  Las protestas anti-imperio brotaban por todos los principados.

  Las plazas de los planetas capitales de algunos principados como Nuevo México, Roma Nova y Moscú se llenaban de miles de voces que clamaban:

  “?No a la corona! ?No al regreso de las cadenas!”

  Para Tribunios, aquello solo confirmaba lo que ya sabía:

  Su imperio no nacería entre vítores ni votos.

  Nacería entre humo, fuego y traición.

  Conseguir seguidores leales sería difícil…

  Pero no imposible.

  No cuando las repúblicas están hechas de hombres,

  y los hombres…

  pueden romperse.

  La ma?ana en Marte llegaba con su tono rojizo habitual.

  Los escándalos de corrupción seguían saliendo a la luz, uno tras otro.

  Una mujer salió de su casa acompa?ada por su tanzario, un canino gigante de pelo espeso llamado Tlan, que trotaba a su lado con una correa corta.

  Llegó al mercado local. Compró frutas, pan, y un termo de agua reciclada.

  Frente a un puesto de productos marinos, se detuvo. Sobre la mesa, grandes trozos de carne roja descansaban sobre bandejas de hielo activado.

  —?Cómo está el semis de atún gigante de aleta morada? —preguntó, se?alando la carne.

  —Veinte denarius —respondió el vendedor, acomodando su mandil.

  —El pez llegó tarde esta semana. Por eso subió.

  Veinte denarius.

  El doble de lo que costaba hace un a?o.

  La mujer pensó en quejarse. No lo hizo.

  —Dame uno, por favor.

  Tlan, el tanzario, alzó las orejas, como si entendiera que algo andaba mal.

  Ella solo apretó más fuerte la correa.

  Al llegar a casa, su hijo, Ghonza, salió corriendo al encuentro.

  —?Madre! ?Has escuchado lo que dicen en las calles?

  —Sí, hijo. —respondió con un tono seco.

  —Madre… ya no podré alistarme. —dijo con voz apagada.

  —?No te alistarás! —le gritó ella de inmediato, sus ojos llenos de preocupación y furia contenida—. ?Ni sue?es con vestir ese uniforme!

  —?Pero madre, mi padre…!

  La bofetada fue rápida, seca.

  —?Te dije que no! —gritó—. ?Tu padre fue un tonto al alistarse!

  ?Y tú aún no cumples ni cuarenta a?os! ?No te voy a perder también!

  Ghonza se quedó en silencio, tocándose la mejilla.

  La rabia se le agolpaba en la garganta, pero no dijo nada.

  En Morevsk, las olas se movían al ritmo de la brisa helada de la ma?ana.

  Friedrich las observaba, inmóvil, con la mirada perdida más allá del horizonte.

  —Friedrich… hablaron de nuevo. —dijo Noah, rompiendo el silencio.

  Friedrich se giró lentamente, aún entre los restos de sus pensamientos.

  —?Quién? —preguntó mientras entraba al búnker y se retiraba el casco con un suspiro.

  —Desde el Parlamentum… —dijo Noah, con un tono que anunciaba más que informaba—. Se?or… la guerra.

  Friedrich lo miró, con un gesto tenso.

  —?La guerra… qué?

  Noah bajó un poco la cabeza.

  —La guerra acabó… el Parlamentum aprobó oficialmente los diálogos para el cese al fuego.

  Friedrich no dijo nada.

  Se quedó ahí, quieto.

  No sonrió.

  No respiró más tranquilo.

  En Ryscritingrado, los soldados celebraban.

  Algo insólito… porque el Imperio aún no había aceptado oficialmente los diálogos.

  —?Nos iremos a casa! —gritaban.

  —?Este infierno de mierda se acabó!

  Los cuarteles se llenaban de júbilo. Había pan, vino y queso en abundancia, como si la guerra hubiera terminado realmente.

  —?Chaiwat, prueba este queso! —dijo Naresuan, estirando la mano con un trozo de pan relleno.

  —?De qué es? —preguntó Chaiwat, agarrándolo con curiosidad.

  —?De saiga de cuernos azules! —dijo con orgullo.

  Chaiwat lo mordió. Cerró los ojos y pateó el suelo con euforia.

  —?Bendito sea Dios que creó este animal! ?Qué delicia!

  Tomó su copa de vino y brindó.

  Niklas bebía con ellos, riendo y contando historias absurdas de entrenamiento.

  —Niklas… —dijo Chaiwat, bajando la copa—. ?Tú crees que los imperiales acepten la paz?

  Niklas se tomó su tiempo. Bebió un sorbo, pensó… y sonrió con arrogancia.

  —?Que si creo? Si no lo hacen, ?iré yo mismo a hacer que la acepten, esos bastardos! ?JAJAJAJA!

  Todos estallaron en carcajadas.

  La inquisidora Rail’Tai estalló de furia.

  La ofensiva en Polyusovsk, hacía apenas unas dos semanas, había sido un desastre.

  Yi’le…

  El guerrero en quien había depositado su fe —y el honor de su casta— había fallado.

  Ahora las fuerzas imperiales se encontraban a setenta kilómetros de Polyusovsk y apenas tres de la ciudad central de Ryscritingrado.

  Las defensas estaban mal posicionadas.

  Las trincheras, inadecuadas.

  Y lo peor: la moral, quebrada.

  Entonces llegó la noticia.

  La República había solicitado una paz blanca.

  Rail’Tai sintió cómo la bilis se le subía al pecho.

  “?Paz?” pensó con asco.

  “No buscan la paz. Buscan enga?ar. Reorganizar. Clavar sus cuchillas más profundamente.”

  Cerró los ojos por un instante y susurró una oración en voz baja, en el lenguaje de las matriarcas.

  —Que no acepten… que no caigan en el enga?o.

  —Que la guerra continúe, hasta que la carne humana se arrodille ante la verdad.

  Yi’le estaba encorvado en su trinchera, cubierto de barro seco, sangre y ceniza.

  Sus hombres apenas podían mantenerse en pie.

  Llevaban siete días sin descanso, defendiendo sin parar las ciudadelas exteriores de Ryscritingrado.

  Las fuerzas humanas no atacaban en masa, sino en oleadas furtivas, como cuchillas que se clavaban en la carne imperial una y otra vez.

  Cada noche perdían más.

  Cada día enterraban menos.

  El barro y la nieve ya no olían a tierra, sino a carne quemada y vómito.

  La luz de las Matriarcas seguía iluminando sus almas… o al menos eso decían las oraciones.

  Pero Yi’le ya no la sentía.

  Solo sentía el peso.

  El peso de estar despierto.

  El peso de estar vivo.

  Sabía que estaban al borde de colapsar.

  No quería aceptarlo.

  Pero tampoco podía negarlo.

  Yi’le sabía que la inquisidora Rail’Tai lo había castigado.

  No necesitaba una sentencia formal; el silencio bastaba.

  Y lo peor… es que no solo él sufriría.

  Sus hombres también pagarían por sus errores.

  Había solicitado refuerzos. Bioformas Thal’Kr?n.

  Y más importante aún: Vael’Zarkh?n aladas, para hostigar a la infantería humana desde el cielo.

  La respuesta fue clara: negado.

  Sin apoyo, sus líneas caerían.

  Y si él sobrevivía… sería juzgado.

  No como un comandante.

  Sino como un hereje.

  Como un traidor a la luz de las Matriarcas.

  Estaba acorralado.

  Por los humanos al frente.

  Y por la Inquisición detrás.

Recommended Popular Novels