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Los dientes del mundo

  Capítulo 1: Los dientes del mundo

  Nadie nace roto.El mundo se encarga de eso.

  él no recordaba haber tenido madre.Si alguna vez la tuvo, lo dejó antes de que aprendiera a caminar.Dormía entre telas mojadas, con la espalda encorvada, escondido como un animal.Aprendió a moverse entre las sombras antes que a hablar. Y cuando por fin dijo algo, fue:

  —No me pegues. No tengo nada.

  En su mundo, comer era un lujo.Lo común era sobrevivir.Cuando había suerte, encontraba una raíz masticable o carne seca tirada en la basura.La comida caliente era impensable. Cocinarla la volvía incomible.Los frutos se comían como venían. La carne, cruda o curada en sal.Mezclar sabores era una abominación. Cambiaba su textura, su olor, su esencia.

  En ese mundo era de conocimiento común que el fuego no servía para calentar la comida, sino para endurecerla de manera irrevocable; la carne, al exponerse a las llamas, se transformaba en una sustancia impenetrable, reafirmando la naturaleza cruda e inalterable de su existencia.

  Pero el dolor más hondo se inscribió en su piel y en su alma aquella tarde fatídica. Impulsado por la desesperación y el hambre, se lanzó a robar una tira de carne desprendida de una carreta, consciente de que ese escaso botín era su única esperanza de subsistencia. En el instante en que extendió la mano para tomar aquello que parecía un regalo de la fatalidad, unos verdugos sin compasión se abalanzaron.

  En aquel mundo regido por leyes crueles e inflexibles, el robo, sin importar lo peque?o que fuera, era castigado severamente para que sirviera como advertencia y ejemplo a otros posibles ladrones. La justicia no distinguía edades ni circunstancias; era rápida, dura e irrevocable.

  Con precisión brutal, le arrancaron el brazo izquierdo, despojándolo no solo de una extremidad, sino de una parte de su propia humanidad. El flujo de sangre se mezcló con el polvo del camino, convirtiéndose en un símbolo de la implacable ley que regía el mundo. Lo que siguió fue una escena de fría ceremonia: tomaron su otro brazo sano y, con movimientos casi rituales, apoyaron una espada aún caliente contra el mu?ón. El metal ardiente cauterizó la herida al instante, sellando la carne con un destello efímero de luz y dolor. Quedó allí, el retazo ensangrentado y marcado para siempre, como una herida abierta en el recuerdo del castigo inevitable del entorno.

  En el forcejeo, además del brazo, sufrió una fuerte patada en la mandíbula, fracturándola gravemente; la herida nunca sanó correctamente, dejándole una dificultad permanente para masticar y comer.

  No hubo juicio. Solo castigo.

  Lo dejaron sangrando, con el mu?ón envuelto en su propia ropa.La fiebre vino después.La infección.El delirio.

  Pero no se murió.El mundo parecía querer que sufriera más tiempo.

  A veces se escondía en callejones cercanos a la plaza central, donde entrenaban los ni?os nobles.Ellos tenían armaduras livianas, espadas brillantes, botas de cuero.Hacían juegos con magia de fuego y agua.Reían.Se abrazaban.Comían sin hambre.

  Una vez, uno de ellos le tiró una fruta.Ya estaba negra, pasada.Un objeto para desechar.Pero para él… fue un tesoro.

  La sostuvo con cuidado.Se inclinó.Y con voz rota, murmuró:

  —Gracias…

  No entendía por qué se reían.Para él, cualquier cosa que le llegara sin golpes era un regalo.

  Por eso no guardaba rencor.Tampoco esperanza.

  Solo sobrevivía.Como una hoja en el barro, sin rumbo, sin raíz.

  Capítulo 2: El hombre que cayó de pie

  Todo cambió la noche que lo vio por primera vez.El chico estaba tirado en una zanja, temblando. El frío se le metía por la piel y por el hueco donde antes había un brazo.Tenía hambre, pero también miedo de moverse.No quería ser visto.No quería ser pateado otra vez.

  Los pasos llegaron de repente.No eran pasos de soldados.Eran pesados, lentos y cansados.Pero firmes.

  El chico no miró. Solo se cubrió con una manta raída.Esperó el golpe.Pero no llegó.

  —?Todavía respirás, mocoso? —dijo la voz, rasposa, sin emoción.

  Era un hombre alto, encorvado por los a?os. Tenía la ropa rota, pero la mirada afilada. No olía a perfume ni a vino, sino a sudor, sangre seca y metal oxidado.Kael.

  Kael no era conocido por nadie en especial; mantenía un perfil bajo y evitaba revelar sus habilidades mágicas públicamente. Robaba ocasionalmente para sobrevivir, consciente del riesgo constante en un mundo que no perdonaba ningún delito, por peque?o que fuera.

  No preguntó su nombre.No ofreció consuelo.Solo dejó caer una bolsa frente a él.

  —Carne seca. No te mueras hoy. Me caés mal, pero es feo ver cuerpos chicos tirados.

  El chico no se movió al principio.Luego olió la carne.Y comió.La carne estaba dura como cuero. Pero era comida.

  Kael lo llevó con él.No a una casa, ni a un palacio.A una vieja herrería abandonada.Había una manta, un espacio seco, y una pared que frenaba el viento.Eso, para el chico, era un castillo.

  Durmió por horas.El calor de una manta era algo que no conocía.El crujido de una madera que no amenazaba con romperse.La ausencia de insultos.

  Kael no era amable.Pero no lo golpeaba.No lo escupía.No lo trataba como un parásito.

  Le hablaba poco.Pero cada palabra pesaba.

  —Si no vas a morir, al menos aprendé a pelear.—Si no tenés magia, usá tu cuerpo.—Si no tenés cuerpo, usá tu cabeza.—Pero no me llores. No tengo tiempo para mocosos débiles.

  Capítulo 3: El rugido del maestro

  Pasaron algunos días más.

  Kael no era de hablar mucho, pero ense?aba con acciones.Una ma?ana, sin decir palabra, le tiró un palo con una soga atada y una punta improvisada de hueso afilado.

  —Pescá —gru?ó.

  El chico lo miró sin entender. Kael ya estaba metido hasta las rodillas en el río helado. No había instrucciones. Solo se?as. Solo gestos.Aprendió a lanzar la cuerda, a tensarla, a esperar sin moverse.Horas. Hasta que al fin, un tirón. La emoción fue tanta que casi se cae al agua con todo.

  Kael no se rió.Pero sus labios se curvaron, apenas.El chico lo notó.

  Otro día, le mostró cómo hacer trampas con piedras, ramas y hojas secas.

  —No necesitás fuerza. Solo cabeza —dijo, mientras colocaba una trampa para pájaros que caía como un resorte al menor movimiento.

  El chico observó con atención. Y cuando logró hacer una que funcionara, Kael no lo felicitó.Pero esa noche, le tiró un trozo de carne más grande.

  Eso bastaba.

  En esas peque?as cosas, el chico empezó a entender algo que no sabía poner en palabras:Que no todo lo bueno venía con golpes.Y que aprender... también era una forma de sobrevivir.

  Y así pasaron unos pocos días.Hasta que una tarde, sin previo aviso, Kael lo levantó en brazos.

  —Vamos —dijo seco, como siempre, aunque su tono parecía esconder algo distinto.Lo llevó a un claro, lejos de la herrería abandonada.Allí, con movimientos firmes, Kael se paró frente a él.

  —Te voy a mostrar algo.

  El chico se quedó quieto, atento. Todavía no entendía bien por qué lo había traído, pero algo en la postura de Kael lo hizo prestar atención como nunca.

  Entonces, Kael alzó una espada —no una real, sino aquella de madera, la que siempre colgaba en la pared, la que nunca dejaba tocar. Con un gesto sutil de su mano, conjuró peque?os hechizos de ataque contra sí mismo: bolitas de fuego, ráfagas de viento, esquirlas de piedra.

  El chico se tensó, los músculos marcados por la incertidumbre y el fervor, convencido de que cada destello de la espada obligaría a la realidad a mostrarle su fuerza o, peor aún, a evidenciar su propia fragilidad. Sin embargo, lo que presenció fue algo sublime: los movimientos de Kael se deslizaban como una danza etérea, fusionándose con el aire y desafiando la lógica de un mundo implacable.

  En ese preciso instante, mientras Kael ejecutaba cada gesto con una destreza inigualable, el ambiente parecía cargarse de una energía casi mística.La mirada del chico se fijó en cada giro, en cada destello sutil de la hoja, y algo dentro de él comenzó a cambiar. No era solo la visión de un maestro en acción; era el despertar de una posibilidad largamente oculta.

  Por primera vez, sintió cómo, a pesar de sus cicatrices y del peso del pasado, él también podría aprender a dominar ese arte.Y entonces… sonrió.

  Fue apenas un gesto.Torpe.Doloroso.Su mandíbula chasqueó levemente al hacerlo, como si no estuviera dise?ada para gestos de felicidad.Pero aun así, sonrió.

  Kael, sin detenerse del todo, giró la vista hacia él.Lo vio.Y durante una milésima de segundo, sus ojos se humedecieron.El movimiento de la espada no cambió, pero hubo una pausa mínima, una duda invisible, como si algo dentro de él también se hubiese quebrado y reconstruido al mismo tiempo.

  El chico no lo notó.Pero Kael sí.

  Y esa imagen, la de esa sonrisa rota, se le quedó clavada como una daga entre las costillas.

  Ese momento no solo desvaneció las inseguridades que lo habían atormentado, sino que abrió ante sus ojos un sendero inexplorado, en el que la fuerza y la gracia podían coexistir.Cada latido de su corazón parecía marcar el inicio de un nuevo destino.Y en ese silencio cargado de revelación, el chico comprendió que su vida estaba a punto de transformarse.

  Capítulo 4: La primera pérdida

  Al día siguiente, Kael salió temprano a buscar comida.Nunca volvió.El chico esperó un día. Dos.Y al tercero, salió a buscarlo.

  Lo encontró colgado en la plaza.Un cartel atado a su pecho decía:

  "LADRóN. DíAS 2. RESTANTES 3."

  El chico no lloró.Solo se sentó frente al cuerpo de Kael, mirando sin parpadear.

  Esperó.Esperó.Esperó los tres días.

  Cuando el cuerpo fue descolgado para ser tirado a la fosa común, el chico lo tomó como pudo.Con su cuerpo débil, flaco, gastado, arrastró a Kael hasta la herrería.Allí, mientras lo acomodaba, algo cayó del abrigo viejo de Kael.La peque?a espada de madera.

  El chico la tomó.

  Era liviana.Desgastada.Tenía astillas en el mango y manchas que el tiempo no había borrado.La misma espada de madera que Kael colgaba en la pared, como si solo él pudiera tocarla.

  Durante un segundo, no se movió.La sostuvo entre sus dedos temblorosos.Recordó las manos grandes de Kael, girándola en el aire como si fuera parte de su cuerpo.Recordó la primera vez que lo vio pelear.Recordó… la sonrisa que le había arrancado.La única que había dado en toda su vida.

  Y entonces, cerró los ojos y apretó los dientes.No de miedo.No de hambre.Sino por algo que nunca había sentido antes.

  La presión hizo crujir su mandíbula torcida.Un hilo de sangre bajó por la comisura de sus labios, mezclándose con la mugre y el frío.Pero no aflojó.No se limpió.Solo sostuvo la espada con fuerza.

  No fue una promesa.No hubo palabras.Fue algo más profundo.Una llama encendida entre ruinas.Un rugido silencioso que nadie escuchó, pero que él sintió en cada fibra del cuerpo.

  Y por primera vez, no fue el mundo el que habló.Fue él.Aunque no dijera nada.

  Capítulo 5: El ascenso de la monta?a

  Los a?os habían pasado.

  Aquel chico roto y abandonado por el mundo se había convertido en un hombre fuerte, pero solitario.Ahora vivía lejos de las ciudades y la civilización, en una peque?a caba?a en lo alto de las monta?as, apartado del dolor y la crueldad que lo habían marcado.

  Su cuerpo, aunque mutilado y sin un brazo, era ágil como el viento y tan firme como la roca.Se balanceaba entre los árboles usando sogas trenzadas por él mismo, escalaba riscos con una sola mano y corría por senderos imposibles como si la monta?a fuera parte de su piel.Donde otros caerían, él volaba.Donde otros usarían magia, él usaba precisión.

  Había aprendido a cazar bestias mucho más grandes que él con solo una lanza, su espada de madera y su ingenio.Colocaba trampas entre ramas, deslizaba cuchillas de hueso entre raíces.Sabía hacer que el bosque hablara por él.

  En un mundo donde todos poseían magia, él seguía siendo una excepción.Ni una chispa de poder fluía por sus venas.Pero su destreza, su fuerza y su resistencia eran tales que muchos pensaban que escondía un don prohibido.No lo hacía.

  Su vida era sencilla: cazaba, construía, sobrevivía con lo que la naturaleza le daba.Aunque a menudo le resultaba difícil comer debido a una antigua fractura mal sanada en la mandíbula, que le recordaba diariamente las heridas del pasado.

  Nunca olvidó las reglas de aquel mundo cruel donde creció.Las especies animales y vegetales, al contacto con el fuego, se endurecían como piedra;mezclar alimentos era considerado antinatural, repulsivo incluso.La comida era cruda y sencilla, siempre por separado, sin alegría ni ceremonia.Comer no era un placer.Era solo un acto más para seguir vivo.

  Desde hacía muchos a?os, su único compa?ero era un peque?o canario de brillante plumaje amarillo.No era cualquier pájaro; se trataba de una criatura mitológica cuya verdadera fuerza rara vez se revelaba.

  Cuando lo había encontrado, lo notó porque el canario cantó tres veces. Herido y perdido en un bosque peligroso, no pudo evitar recordar cómo él mismo había estado desamparado.Impulsado por la empatía hacia aquella peque?a criatura, decidió cuidarlo y protegerlo.

  Lo levantó y lo cuidó hasta ganarse un lugar irremplazable a su lado.Más allá de su compa?ía, el canario era útil: volaba alto advirtiendo del peligro, y cuando era necesario, atacaba con una fuerza inesperada, defendiendo a su compa?ero humano con fidelidad absoluta.

  A pesar de su nobleza silenciosa, los aldeanos de los valles lo despreciaban.No entendían cómo alguien sin magia podía sobrevivir en la monta?a.Ni cómo un solo brazo bastaba para levantar ciervos, cortar le?a o espantar a una manada de lobos.

  No les gustaba su silencio.No les gustaba su presencia.No les gustaba que existiera.

  Murmuraban cuando lo veían pasar:

  —Ese hombre no es normal… algo maligno debe esconder.—?Viste cómo lo sigue ese pájaro raro? Eso es brujería.—Si no tiene magia, es porque trama algo. Ya lo vas a ver…

  Incluso el mercader del pueblo le cobraba precios ridículamente altos por lo más básico: sal, cuerda, un cuchillo viejo.Como si, con eso, pudieran compensar el miedo que les daba su sola sombra.

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  Pero él nunca reclamaba.Solo se iba.Y volvía al bosque, al frío, al silencio.Allí, donde la tierra no juzgaba.

  Hacía a?os que había renunciado a confiar en la humanidad.Y sin embargo, desde las sombras, los protegía.

  Cuando una bestia se acercaba a los límites del pueblo, desaparecía en la noche.Cuando una nevada tapaba los caminos, abría sendas con su propia mano.Nunca pidió gratitud.Nunca se mostró.

  No albergaba rencor.Aunque tampoco esperanza.Era simplemente su naturaleza.No por nobleza.Sino porque era lo único que sabía hacer.

  Cada día, al despertar, recordaba el rostro de Kael.Sus palabras cortas.Su mirada dura.La espada de madera, aún colgada junto al fuego, era lo primero que veía al abrir los ojos.Y lo último al cerrarlos.

  Nunca olvidó aquella sensación sin palabras, frente al cuerpo colgado de su maestro.Tampoco olvidó la sonrisa rota que alguna vez le sacó.

  La vida en las monta?as era dura.

  Pero era suya.Y eso, para él… era suficiente.

  Capítulo 6: El dragón y las cenizas

  Una ma?ana, el canario no regresó con nada.Ni tela, ni metal, ni risas.Solo un vuelo tenso y un canto incompleto.

  El guerrero lo notó.No dijo nada.Pero esa noche no durmió bien.

  Al día siguiente, subió a la cima más alta.Desde ahí, vio el horizonte:Algo… algo no estaba bien.

  No era humo.No era niebla.Era un color que no pertenecía al mundo.Una línea rota en el cielo.Como si alguien hubiera desgarrado la ma?ana.

  Bajó en silencio.Sin apuro.Pero con el cuerpo en guardia, como si los músculos supieran algo que su mente no terminaba de entender.

  No buscó respuestas.No consultó mapas, ni libros, ni memorias.Solo preparó su equipo.

  Sogas.Cuchillas.Trampas.Y la espada de madera.Esa que no era un arma, sino un recuerdo.Un hilo invisible que lo mantenía atado a algo que ya no estaba.

  El canario revoloteaba cerca, inquieto.Cuando él se puso el abrigo y ató la última cuerda a su cinturón, el pájaro se posó en su hombro, como tantas veces.

  Pero esta vez, el guerrero no se movió.

  —No. —dijo, sin dureza—. No esta vez.

  El canario no entendía.O tal vez sí.Pero no le gustó.

  El guerrero lo agarró y lo dejó en una especie de jaula que fabricó en el momento.Lo dejó ahí y le prometió volver. El ave, con el plumaje erizado, se quedó mirándolo fijo.Respirando al ritmo de su amigo.

  El guerrero lo miró una última vez.No había promesas.Ni despedidas.Solo la sensación amarga.

  Empujó la puerta.El viento le golpeó la cara.Olía a tierra removida. A sangre vieja.

  Y entonces bajó por la monta?a.

  No sabía qué buscaba.No sabía contra qué iba a pelear.Pero lo supo en el pecho, en las tripas, en el silencio.

  Algo venía.

  Y él…él no era de quedarse esperando.

  Empezó a prepararse cerca de una cueva.

  Capítulo 7: El último sacrificio

  El dragón apareció al amanecer, sus alas oscureciendo el cielo y su rugido retumbando en las monta?as.El guerrero, con el rostro firme y decidido, estaba preparado. Había decidido enfrentar a la bestia solo, convencido de que su ingenio le daría una oportunidad. Sabía que un combate en campo abierto sería su fin, así que ideó una estrategia audaz: atraer al dragón hacia una cueva cercana, donde cada paso y cada roca jugarían a su favor.

  Para lograrlo, el guerrero se posicionó en la ladera de la monta?a, lanzando piedras y provocando al dragón con gritos desafiantes. Al principio, el dragón parecía ignorarlo, con su majestuoso vuelo y su mirada imponente. Pero justo cuando el guerrero pensó que el plan fallaría, el dragón se volvió hacia él, y su rugido retumbó con una furia tal que hizo temblar la tierra.

  Apenas esquivando el fuego abrasador que el dragón lanzaba, el guerrero se movió con agilidad por el terreno, asegurándose de que lo siguiera. Finalmente, llegó a la boca de la caverna y, con un último grito desafiante, desapareció en la penumbra.El dragón, cegado por la furia, lo siguió sin dudar.

  En el interior, la cueva era amplia al principio, pero pronto se estrechaba en un corredor angosto, limitando el espacio de maniobra de la criatura.El guerrero había anticipado cada rincón y había instalado trampas en zonas estratégicas: redes de sogas ocultas entre las rocas, pilares preparados para derrumbarse, y un sistema de rocas filosas suspendidas desde el techo, listas para caer al menor impacto.

  La Primera Trampa: Redes y Pilares

  Al internarse en el pasaje más estrecho, el dragón pisó una sección del suelo aparentemente inofensiva. De inmediato, varias sogas tensadas se soltaron bajo su peso, envolviendo sus patas delanteras y haciéndolo tambalear.En su intento de liberarse, el dragón golpeó violentamente los pilares de piedra que sostenían el techo.El techo empezó a desmoronarse, y una lluvia de rocas cayó sobre la criatura, forzándola a pelear por cada movimiento mientras soltaba rugidos de dolor y rabia.

  Desde una repisa oculta, el guerrero observaba en silencio, calculando su siguiente movimiento.El eco de la lucha resonaba en toda la cueva, y cada grito de la bestia hacía temblar las paredes. Respiró profundo, manteniéndose enfocado. Esta era su única oportunidad.

  La Segunda Trampa: Rocas Suspendidas

  A medida que el dragón se liberaba y avanzaba, activó otra trampa: una cuerda finamente tensada se rompió, liberando una segunda lluvia de piedras, pero esta vez, eran rocas filosas dirigidas hacia sus alas y su lomo.El dragón rugió de dolor y se retorció, intentando desplegar sus alas para protegerse, pero el estrecho espacio de la cueva le impidió cualquier maniobra defensiva.

  El guerrero, observando desde un rincón oscuro, apenas pudo contener una sonrisa satisfecha.Sabía que no podía vencer al dragón en fuerza, pero allí, cada trampa y cada piedra era un aliado más.Su plan estaba funcionando.

  Finalmente, el dragón emergió de la cueva, herido pero desatado, con la furia ardiéndole en las entra?as. Soltó un rugido que partió el aire, alzó el vuelo con dificultad, y se alejó tambaleante en dirección al valle.

  El guerrero lo siguió sin dudar.Bajó por la monta?a corriendo entre piedras sueltas y ramas quebradas, manteniéndolo siempre a la vista.Sabía que si el dragón alcanzaba una zona abierta, la destrucción sería total.

  No tardaron en llegar.A lo lejos, comenzaban a asomarse las ruinas de una ciudad.Las torres caídas, las columnas humeantes, los restos calcinados de lo que alguna vez fue un lugar vivo.

  El dragón aterrizó en medio de esa desolación, rugiendo con más rabia que fuerza.El guerrero apretó los dientes.Iban a terminar la pelea donde ya no quedaba nada en pie.

  Avanzaba entre ruinas ardidas, esquivando llamas aún vivas y los restos rotos de un sitio que ya había sido arrasado.Mientras la batalla rugía en ese cementerio de piedra, varios jinetes comenzaron a llegar desde los caminos altos.

  Eran magos y caballeros del reino, alertados por los pocos mensajeros que habían escapado de la masacre de esa misma ciudad.No sabían qué encontrarían.Solo sabían que algo monstruoso había destruido un asentamiento entero.

  Y lo que vieron al llegar… fue un hombre.Un solo hombre, peleando contra el dragón.

  Herido. Solo. Sin magia.Pero en pie.

  Nadie entendía cómo.Nadie quiso preguntarlo.

  —Es él —dijo uno—. él trajo al dragón.—O lo está controlando —agregó otro—.—?Qué clase de magia negra es esa?

  Bastó una orden.Y comenzaron a conjurar.

  El cielo volvió a arder.Esta vez, no solo con fuego de dragón… sino con hechizos humanos.

  El guerrero no tenía tiempo para entenderlo.Ni para defenderse.

  Cuando parecía estar al límite, un sonido inesperado rompió el eco de la batalla.A través del aire cargado de tensión, se escuchó el canto inconfundible del canario, claro y vibrante como si fuera un mensaje de esperanza.El guerrero alzó la mirada, reconociendo ese sonido tan familiar.Y entonces, como un rayo de luz amarilla cortando el cielo, su peque?o amigo apareció, surcando el caos con una velocidad casi imposible.El canario se unió a la batalla sin dudar, lanzándose hacia el dragón, distrayéndolo con rápidos giros y picoteando con valentía.

  La llegada de su amigo trajo alivio y encendió una chispa de fuerza renovada en su corazón.

  El guerrero, con una mezcla de gratitud y tristeza, observó a su amigo volar en círculos alrededor de la bestia. Con cada giro y picoteo, el canario hacía que el dragón desviara su atención, dándole al guerrero la oportunidad de lanzar un ataque directo.

  En pleno asalto del dragón, sintió cómo su espada de madera se desintegraba en un crujido final, fragmentos volando al viento y dejándole solo el mango en la mano.En ese instante, el eco de aquella brevedad que presenció de Kael se encendió en su memoria.Sin perder tiempo, se agachó y, entre escombros del combate, recogió una espada de verdad; el filo brilló en la penumbra como un faro de cambio.

  Fue entonces cuando se oyó el clamor de los magos. Desde lo alto, lo acusaban de ser el responsable de que la magia no afectara al dragón.Y como siempre, buscaron destruir lo que no entendían.

  Los hechizos comenzaron a llover.No uno, ni dos.Decenas.

  Bolas de fuego, lanzas de hielo, rayos partidos al medio por la furia.Todo el cielo se encendió como una tormenta viva.

  El guerrero, jadeando, con la espada nueva en mano, dio un paso adelante.

  Y entonces, algo cambió.

  Su cuerpo se inclinó, giró ligeramente.La espada describió un arco limpio en el aire.Otro paso. Otro giro.

  Los mismos movimientos que había visto una vez de chico.Nada fue planeado.Solo pasó.

  Mientras la magia lo atacaba desde todas direcciones, él respondía con lo que tenía:no con poder, sino con instinto.Cortaba hechizos como si fueran enemigos de carne.Los desviaba. Los rompía. Los esquivaba por milímetros.

  Y cada paso, cada giro, cada movimiento, era igual a aquella escena que había presenciado tantos a?os atrás:la danza de Kael.

  Pero ahora él estaba en medio del campo.Sin escudo.Sin magia.Y rodeado por una tormenta de destrucción.

  Y aun así, su espada trazaba los mismos cortes.La misma postura.La misma firmeza.

  El dragón, herido, rugía como un dios moribundo.El guerrero, cubierto de ceniza y sangre, apenas podía sostenerse.

  Y entonces, el canario.

  Apareció desde atrás.Volando bajo, volando fiel.Había estado alejando a los magos, esquivando hechizos, sobreviviendo como solo él sabía.Y ahora volvía, directo hacia su amigo, para ayudar, una vez más.

  Pero en ese mismo instante, un silbido cortó el aire.

  Una flecha.

  Desde lo alto de una torre caída.Una ballesta.Disparada sin pensar.Apuntada hacia lo desconocido.Hacia lo que no entendían.

  El guerrero la vio.Y supo.

  Supo que no iba a llegar.Supo que el canario volaba directo hacia ella.Y su cuerpo se movió antes que su mente.

  Estiró el brazo.

  El izquierdo.

  El que no estaba.

  Fue solo un impulso, un reflejo grabado en lo más profundo de su ser.Pero allí no había nada.Solo el vacío.

  La flecha pasó de largo.Y el pájaro la recibió con todo su vuelo.

  No gritó.No cayó de golpe.Solo se desplomó en el aire, como si de pronto el mundo le hubiera quitado el derecho a volar.

  Y el guerrero...El guerrero se quedó ahí, con el pecho abierto, la boca entreabierta, y una mano que nunca llegó.

  El guerrero sintió que algo se rompía dentro de él. No era dolor físico, sino una ira profunda, un dolor tan visceral que eclipsaba cualquier herida.Sus músculos se tensaron hasta el límite, la mandíbula, ya da?ada desde hace tanto tiempo, crujió y finalmente cedió bajo la presión de sus dientes apretados.Un hilo de sangre brotó por su boca, mezclándose con la furia que ardía en su pecho.

  El dragón rugía frente a él, imponente y herido, lanzando llamas erráticas.Los soldados y magos, confundidos pero decididos a eliminar lo que no entendían, avanzaron hacia el guerrero.Fue entonces cuando algo dentro de él estalló.

  Por primera vez, el guerrero soltó un grito de pura rabia.Era un sonido salvaje, primitivo, nacido del mismo núcleo de su dolor.Se lanzó hacia los soldados con una velocidad inesperada, la espada en su única mano girando con una precisión brutal y devastadora.Cada golpe, cada corte, era definitivo, mortal.Los soldados, aunque equipados y protegidos con magia, caían ante su furia con una facilidad que los aterraba.

  La escena era caótica.La magia explotaba alrededor, pero ninguna podía detenerlo.Los magos, atónitos, trataban de conjurar hechizos defensivos, pero él los atravesaba como si fueran simples velos de agua.

  A medida que su cuerpo avanzaba, impulsado por ese frenesí inhumano, su mente repetía una y otra vez:

  "Quiero escucharlo… solo una vez más."

  Y fue en medio de esa carnicería, cubierto de sangre, ceniza y desesperación, que escuchó nuevamente el batir de alas del dragón detrás suyo.No tuvo tiempo de reaccionar plenamente.Las enormes fauces del dragón se cerraron sobre él, atrapándolo por el costado y levantándolo en el aire.Sintió los colmillos atravesar su carne, quebrar huesos y desgarrar músculos.

  Pero no era el final. No aún.

  Su brazo derecho, su único brazo, todavía sostenía la espada.Un brazo que había soportado a?os de esfuerzo, de trabajo brutal y solitario en las monta?as.Un brazo tan fuerte, que incluso ahora, con su cuerpo casi destrozado y suspendido entre las fauces del monstruo, logró levantarse firme, implacable.

  Sus músculos se tensaron hasta romper sus propios límites, las venas se marcaron visiblemente bajo su piel, y con un último rugido de determinación, hundió la espada profundamente en el cráneo del dragón.El acero atravesó hueso y carne, resonando en un crujido definitivo.

  El dragón soltó un último alarido, convulsionó violentamente y luego colapsó.El guerrero cayó con él, ambos cuerpos unidos en un destino fatal.

  Mientras la oscuridad se cerraba sobre él, la vida escapándose de sus pulmones, un sonido débil rompió el silencio.

  Tres chiflidos.

  Siempre eran tres.Los mismos tres que lo alertaban del peligro, los mismos tres que escuchó cuando su amigo se unió a la batalla.Pero ahora eran diferentes.Esta vez sonaban dulces, suaves, más puros que nunca antes.

  El guerrero sonrió, sintiendo su mandíbula destrozada como nunca antes, pero también una paz que jamás había conocido.

  —Al fin… puedo escucharte...

  La melodía de esos tres chiflidos se expandió, transformándose en una luz radiante que comenzó a devorar todo a su alrededor, borrando la oscuridad, el dolor, el mundo que había conocido.

  Y entonces, de repente, todo se hizo luz.

  Capítulo 8: Despertar

  El guerrero abrió lentamente los ojos.Sintió primero la dureza fría del suelo bajo él y escuchó un rugido constante y extra?o sobre su cabeza.Estaba debajo de un puente.

  Confuso y desorientado, intentó recordar lo ocurrido.La memoria regresó en destellos: el mordisco del dragón, la espada clavándose en el cráneo de la bestia, y luego una luz intensa que devoraba todo a su alrededor.Se llevó instintivamente la mano al pecho, palpando la cicatriz profunda que todavía latía suavemente, como un recordatorio del final que creía haber tenido.

  La noche cubría todo con un manto denso, pero no era como la oscuridad de las monta?as.Aquí, las luces artificiales parpadeaban en lo alto, lanzando destellos blancos y anaranjados sobre el asfalto, como si el fuego estuviera enjaulado dentro de cristales suspendidos.

  Pocas figuras humanas cruzaban las calles, envueltas en ropas extra?as, apresuradas, esquivando las bestias metálicas que rugían al pasar.Sus pasos resonaban en los callejones vacíos, rebotando entre las paredes como ecos lejanos.No había silencio real, pero tampoco vida como la conocía.

  El aire olía a humo, a aceite, a algo dulce y desconocido que le revolvía el estómago y le abría el apetito al mismo tiempo.Todo era demasiado brillante, demasiado fuerte.

  Sus sentidos, afilados por a?os de supervivencia en la monta?a, trataban de encontrar algún patrón familiar, alguna amenaza.Pero no había lobos ni criaturas ocultas.Solo esa extra?a calma, llena de sonidos y luces, que lo desbordaba lentamente.

  Se incorporó con dificultad, sus músculos protestando levemente.Observó a su alrededor con extra?eza.Se encontraba en un lugar completamente desconocido.Altas estructuras de piedra y metal se elevaban hasta perderse en el cielo, y bestias metálicas rugían y se desplazaban a velocidades impensables.

  Era un mundo que no reconocía ni comprendía, pero el dolor que más lo aquejaba era el del hambre.

  Se levantó y avanzó lentamente, tambaleándose un poco mientras seguía un aroma irresistible que invadía el aire.A medida que caminaba, una profunda tristeza lo golpeó al recordar a su viejo amigo, el canario.Sintió un nudo en la garganta.

  Siguiendo aquel aroma, cruzó callejones estrechos hasta encontrar un contenedor desbordante de basura.Sin dudarlo, extendió ambas manos hacia los desechos y se detuvo bruscamente.Observó con sorpresa cómo ahora tenía dos brazos completos.Movió lentamente su brazo izquierdo, maravillado y desconcertado, sintiendo la fuerza y movilidad que le habían sido arrebatadas hace tanto tiempo.

  No pudo evitar sonreír, y por primera vez en mucho tiempo, hacerlo no le causó dolor alguno.Su mandíbula estaba sana, libre de la vieja fractura que siempre lo había limitado.

  Tomó entonces un pedazo de pan junto con restos de alimentos extra?os y lo llevó a la boca.

  El sabor explotó en su lengua, abrumándolo por completo.Nunca en su vida había probado algo así.En su mundo, todo era simple, crudo y sin mezcla alguna.Esto era complejo, cálido, reconfortante; una verdadera revelación.

  Cerró los ojos y masticó lentamente, permitiéndose por primera vez en mucho tiempo sentir algo cercano al placer.

  Mientras agarraba toda la comida que pudo, fue regresando al puente que estaba relativamente cerca.Sabía que era el lugar más "seguro", ya que no sabía cuánto tiempo había estado inconsciente, pero estaba bien... eso decía mucho del lugar donde había despertado.

  Rápidamente volvió la imagen del canario, y una sonrisa triste apareció en su rostro renovado.

  —Te habría gustado mucho esto, amigo mío —susurró, tragando lentamente mientras las lágrimas amenazaban con salir.

  Y allí, bajo el puente de ese extra?o y nuevo mundo, el guerrero se permitió llorar por primera vez desde hacía muchos a?os.

  Capítulo 9: El milagro del cartón

  Regresó al callejón, con el gato siguiéndolo de cerca.Estaba feliz porque había probado más comida del basurero, maravillado por los sabores que nunca antes había experimentado.

  Mientras buscaba un lugar para descansar, notó un pedazo de cartón medio arrugado entre la basura.

  Intrigado, lo levantó y lo examinó.

  —Es tan... suave... —pensó, pasándolo entre sus manos.Decidió probarlo como superficie para recostarse.

  Se echó sobre el cartón, y una expresión de puro asombro y comodidad iluminó su rostro.

  —?Esto es... un milagro! ?Cómo es posible que algo tan simple sea tan perfecto? —dijo en voz alta, despertando la curiosidad del gato, que se subió al cartón y comenzó a amasarlo con sus patas.

  El héroe reflexionó sobre lo difícil que era descansar en su mundo.Recordó las noches en las monta?as, donde las rocas y la madera eran sus únicas opciones.

  —En mi viejo mundo, la gente usaba magia para crear camas. Pero esto... esto es lo que realmente necesitaba todo este tiempo.

  Se quedó dormido en el cartón, so?ando con su pasado, mientras el gatito se acurrucaba a su lado.Era un momento de paz y simplicidad que contrastaba con sus luchas anteriores y establecía una conexión más profunda con su nuevo entorno.

  El Sue?o Oscuro

  La neblina lo rodea, opresiva y fría.El héroe está de pie en medio de un paisaje desolado, sin horizonte, sin escape.A su alrededor, las sombras de su pasado se agitan: el eco de risas burlonas, gritos de rechazo y el sonido de pasos apresurados alejándose de él.

  De repente, un brillo suave rompe la penumbra.Frente a él, el peque?o canario aparece, flotando con sus alas extendidas.Su canto emerge, dulce pero entrecortado, como un débil rayo de luz en la oscuridad."?Tres chiflidos, como siempre!", piensa el héroe, intentando alcanzarlo.

  Pero antes de que pueda tocarlo, el canario comienza a desvanecerse, sus plumas disolviéndose como polvo en el aire.En su lugar, surge la imponente silueta del dragón, que lo observa con sus ojos ardientes y su boca llena de llamas.El dragón ruge, sacudiendo el paisaje, y de un zarpazo lo envuelve en la oscuridad.

  Capítulo 10: Viejo amigo

  El héroe abrió los ojos bruscamente, el pecho agitándose, jadeando como si acabara de escapar de algo imposible.Sus manos, tensas, se aferraban al cartón bajo su cuerpo, mientras la primera luz del amanecer pintaba el cielo con tonos pálidos y suaves.

  Pero él seguía atrapado en la oscuridad del sue?o.En esa neblina sin forma, donde el canario desaparecía y el dragón rugía.

  Cerró los ojos apretados, intentando ahogar el temblor en sus manos.El eco de tres chiflidos le atravesaba el pecho, mezclado con el rugido lejano de la bestia.

  Una tristeza espesa le cubría la garganta.Se llevó una mano al rostro, y las lágrimas comenzaron a brotar, primero lentas, después más fuertes, en sollozos sordos que no encontraba cómo detener.

  Se encogió sobre sí mismo, intentando acallar el dolor.Pero entonces… algo más se filtró entre el silencio:

  —Miau…—Miau…—Miau…

  Tres.

  Abrió los ojos de golpe, el corazón detenido un segundo.Los maullidos cortaban el aire igual que los silbidos que aún resonaban en su mente.

  Se volvió, y ahí estaba el gato, acurrucado junto a él, mirándolo con esos ojos grandes, expectantes.

  Otro maullido. El tercero.

  El héroe sintió un escalofrío recorrerle la espalda.Era imposible.Pero ahí estaba.

  Sintió que algo en su pecho se abría, como si una puerta que llevaba demasiado cerrada se entreabriera solo un poco.

  No había explicación.No había lógica.Pero en lo más profundo de su ser, lo supo.

  Su amigo siempre había estado ahí.El canario, de alguna forma… era ese gato.

  Los ojos se le llenaron otra vez de lágrimas, pero esta vez no solo por tristeza.Estiró la mano temblorosa y acarició el pelaje áspero del animal, que ronroneó bajito, como si también lo supiera.

  —Sos vos… —susurró, apenas audible, dejando caer la frente contra el lomo cálido de su viejo amigo.

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