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Fragmentos del Eco

  Los días transcurrieron con rapidez en Solani. Desde aquel último encuentro con Artemis y los intensos entrenamientos, todo había entrado en una especie de rutina agotadora, donde las clases y prácticas parecían devorar cada hora del día sin piedad.

  Max, Yamil y Kirie apenas tenían tiempo para bromear entre comidas o entre los pasillos rumbo a las aulas. Las lecciones avanzaban sin pausa, y aunque el progreso era evidente para todos, la fatiga empezaba a notarse en los rostros y cuerpos.

  En Fundamentos Prácticos, Dazmir había aumentado la exigencia, haciendo que las sesiones fueran una cadena interminable de lanzamientos, defensa y ajustes de canalización. Si alguien se equivocaba, el castigo era simple: repetir hasta hacerlo perfecto, sin importar el agotamiento.

  Mientras tanto, en Visualización y Creación Profunda, Zaerus mantenía su mismo tono calmo, pero sus expectativas se elevaban cada vez más. Exigía formas cada vez más complejas, mayor precisión en la construcción de las proyecciones y total estabilidad del Yulem. Max había logrado perfeccionar la serpiente ígnea hasta dotarla de movimientos casi naturales, aunque sabía que aún le faltaba para dominarla por completo.

  La carga era pesada, pero nadie se atrevía a quejarse en voz alta. Después de todo, Solani no era un lugar para mediocres.

  Pero algo había comenzado a darle un aire distinto a esos últimos días: el rumor confirmado de que pronto se otorgarían un par de días de descanso para todos. La noticia corrió como fuego entre los estudiantes, aligerando, aunque fuera un poco, el ambiente denso de la academia.

  —Ya era hora… —comentó Yamil durante uno de los almuerzos, dejando caer la cabeza contra la mesa—. Si no parábamos pronto, iba a fundirme como un circuito sobrecargado.

  —Solo espero que realmente podamos desconectar —a?adió Kirie, revisando distraída su tableta—. Si me ponen una tarea más, me voy a quedar dormida sobre los glifos de proyección.

  —Creo que todos lo necesitamos —susurró Max, mirando por la ventana del comedor hacia los patios, donde algunos estudiantes de grados superiores seguían entrenando incluso fuera del horario obligatorio.

  En silencio, él también esperaba ese descanso. Sentía que lo necesitaba, no solo para reponer energías, sino para aclarar su mente. Las dudas, los recuerdos perdidos, las palabras inconclusas de Ikuro y Artemis... Todo parecía acumularse en un rincón incómodo de su cabeza que no lo dejaba en paz.

  Aunque fuera por un par de días, alejarse de Solani sonaba como la oportunidad perfecta para respirar y pensar sin distracciones.

  Y, con suerte, volver renovado... porque algo en su interior le decía que la calma no duraría mucho más.

  El tan esperado día de descanso llegó casi sin que Max se diera cuenta. Tras una breve despedida con algunos compa?eros y profesores, él y Yamil se dirigieron al punto de transporte que conectaba Solani con la ciudad.

  Los portones principales de la academia estaban más animados de lo habitual. Estudiantes de todos los grados se preparaban para partir, algunos con equipaje ligero y otros con mochilas cargadas de materiales de estudio, como si ni siquiera en el descanso pudieran desconectarse del todo.

  —Espero que no nos asignen nada extra para el regreso —murmuró Yamil, ajustando su mochila al hombro—. Prometí a Kirie que no íbamos a hablar ni de clases ni de entrenamientos por dos días completos.

  —Suerte con eso —respondió Max, sonriendo levemente—. Seguro encuentras la forma de colar algo de Yulem en la conversación.

  Ambos rieron, relajando por fin los hombros tras días de presión constante. El trayecto hasta la ciudad fue cómodo, a bordo de uno de los transportes mágicos de Solani, cuya suave vibración les permitió casi quedarse dormidos mientras contemplaban el paisaje.

  Los campos mágicos que protegían los terrenos de la academia quedaron atrás poco a poco, dando paso a la vista de la ciudad que rodeaba Solani: una urbe vibrante, donde la tecnología y la magia convivían en un equilibrio casi perfecto. Torres de cristal encantado, canales de energía que surcaban el aire como ríos suspendidos, y calles que, aunque modernas, mantenían un toque tradicional en su dise?o.

  Al llegar al punto central de la ciudad, Max y Yamil se despidieron.

  —Nos vemos en unos días —dijo Yamil, chocando los pu?os con Max—. Descansa, y trata de no pensar demasiado. Que te conozco.

  —Lo intentaré —respondió Max, aunque sabía que no sería tan fácil.

  Cada uno tomó su propio camino. Max, por fin, se dirigió a casa, con una mezcla de tranquilidad y nostalgia. Aunque no habían pasado tantas semanas desde que partió rumbo a Solani, sentía como si hubiera dejado atrás una vida entera.

  El recorrido hasta su hogar fue corto. La ciudad estaba animada por la llegada de los estudiantes, y en cada esquina se veían familias reencontrándose, grupos de amigos planeando salidas y comerciantes aprovechando la ocasión para ofrecer sus productos mágicos a buen precio.

  Pero Max solo quería llegar a casa.

  Solo quería abrir la puerta y encontrar la familiaridad de su propio espacio.

  Aunque, por supuesto, nada iba a ser tan sencillo.

  Porque al llegar, pronto descubriría que su abuelo no estaría esperándolo.

  La puerta se abrió apenas Max giró la manija. Un leve aroma a especias y hierbas flotaba en el aire, se?al clara de que Esther había estado cocinando algo durante la tarde. Al entrar, lo primero que notó fue el silencio. Un silencio distinto al que solía envolver la casa cuando todos estaban ocupados… esta vez, era la ausencia del abuelo la que llenaba el ambiente.

  Pero no pasó ni un segundo más antes de que Esther apareciera desde la cocina, con una sonrisa luminosa que contrastaba con la quietud del lugar.

  —?Hermaniiii! —exclamó, corriendo hacia él para abrazarlo con fuerza—. ?Por fin llegas! Pensé que te ibas a retrasar más. Ven, ayúdame con las cosas.

  Max dejó su bolso en el suelo y le tendió las bolsas que traía.

  —?Dónde está el abuelo? Pensé que estaría aquí.

  —Oh, salió desde la ma?ana. Fue a visitar a un viejo conocido —explicó mientras llevaba las bolsas hacia la cocina—. No sé exactamente a quién, pero dijo que era alguien importante. Supongo que volverá ma?ana o pasado.

  Max asintió, aunque no pudo evitar sentir una peque?a punzada de desilusión. Había esperado verlo de inmediato y contarle algunas de las experiencias de Solani. Pero bueno, si se trataba de un viaje importante, tendría que esperar.

  —?Y tú qué tal? —preguntó Esther mientras ordenaba los ingredientes sobre la encimera—. ?Sobreviviste a Solani o ya eres un guerrero legendario?

  Max sonrió y se apoyó contra la puerta.

  —Digamos que... sobrevivo por ahora. Es más duro de lo que pensé, pero también increíble. Aprendo algo nuevo cada día, y siento que realmente estoy avanzando. Aunque... me vendrá bien desconectarme un poco.

  —Pues aquí te vamos a cuidar bien —aseguró ella con una sonrisa tierna—. Nada de entrenamientos ni ejercicios por un par de días. Solo descanso y buena comida.

  —Eso suena perfecto.

  El ambiente en casa resultaba acogedor, familiar. Max se permitió relajarse mientras ayudaba a Esther con los preparativos para la cena. Las risas volvieron a llenar la sala, como si el peso de Solani hubiera quedado temporalmente fuera de esas paredes.

  Y aunque la ausencia del abuelo seguía presente, por ahora no parecía ser motivo de preocupación.

  Había tiempo. Ma?ana o pasado volvería.

  Mientras tanto, había que disfrutar del descanso.

  La ma?ana siguiente despertó tranquila. La luz dorada entraba suavemente por la ventana, y Max se permitió dormir un poco más de lo habitual. Después de semanas intensas en Solani, poder descansar sin la presión constante de horarios estrictos era un verdadero lujo.

  Bajó a desayunar y encontró a Esther revisando unos papeles y anotaciones en la mesa del comedor, con el ce?o ligeramente fruncido.

  —Buenos días —saludó Max mientras se servía un poco de jugo—. ?Todo bien?

  —Más o menos… —respondió ella con un leve suspiro, dejando los papeles a un lado—. El horno sigue dando problemas. Ya no calienta bien y no puedo preparar los postres como quería. He estado aplazando el cambio de los condensadores mágicos, pero creo que ya no podemos esperar más.

  —?Condensadores mágicos? —preguntó Max, girando hacia ella con curiosidad.

  —Sí. El sistema de la cocina funciona con un flujo constante de Yulem, y esos condensadores son los que regulan la energía para evitar sobrecargas o fallos. Pero estos ya están viejos… y si no los cambiamos pronto, ni el horno ni la nevera van a durar demasiado.

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  —Perfecto —respondió Max con una sonrisa—. Vamos al centro comercial entonces. Así de paso salimos un rato.

  Esther le devolvió la sonrisa y asintió.

  —Pensé que tendrías ganas de descansar todo el día, pero si quieres acompa?arme, mejor.

  Un par de horas después, ambos salieron rumbo al gran centro comercial de la ciudad. La zona estaba especialmente animada por esos días; con el descanso de Solani, muchos estudiantes habían vuelto a casa y las calles vibraban con la mezcla de voces, risas y comercios aprovechando la oportunidad para ofrecer promociones mágicas.

  El centro comercial era enorme, una estructura moderna de varios niveles, con paredes de cristal encantado que proyectaban imágenes flotantes de los productos destacados.

  Escaleras móviles llevaban a los visitantes de un piso a otro, mientras plataformas mágicas flotaban suavemente trasladando paquetes y pedidos por todo el recinto.

  Mientras caminaban por los pasillos, Max no podía evitar maravillarse con la variedad de tiendas. Desde tiendas especializadas en componentes mágicos hasta boutiques de ropa encantada y librerías con grimorios antiguos, había de todo un poco.

  Esther lo llevó directamente a una tienda especializada en sistemas de cocina y mantenimiento energético. Tras revisar algunos modelos de condensadores, eligieron un par adecuados para la cocina de casa y encargaron su instalación para el día siguiente.

  —Listo, asunto resuelto —dijo Max mientras salían de la tienda.

  —Perfecto, ahora podré volver a hacer esos pasteles que tanto te gustan —respondió Esther, dándole un leve codazo.

  —Solo por eso valió la pena salir.

  Mientras caminaban hacia la zona de restaurantes del centro comercial, Max notó de reojo una figura familiar. Al girar, se encontró con Yamil, vestido de manera informal, acompa?ado de Kirie. Ambos estaban sentados en una peque?a terraza, compartiendo algo de comer y riendo discretamente.

  —Mira quiénes están por aquí… —dijo Max a Esther, se?alando sutilmente.

  Al acercarse, Yamil los notó primero.

  —?Hey! Si esto no es casualidad... —saludó con una sonrisa amplia—. ?Qué haces por aquí, Max?

  —Comprando algunas cosas para la casa. El horno de Esther necesitaba un poco de amor mágico.

  —?Hola, Esther! —saludó Kirie, levantando la mano con cordialidad.

  —Hola, chicos —respondió Esther amablemente.

  —Vaya, vaya… así que disfrutando del descanso juntos —comentó Max con una sonrisa de medio lado—. No esperaba menos de ustedes.

  Kirie sonrió apenas, mientras Yamil intentaba no reírse demasiado.

  —Bah, solo estábamos aprovechando el descanso... —respondió Yamil, aunque su tono dejaba claro que había más de lo que admitía.

  —Claro, claro… —se burló Max.

  Charlaron unos minutos más, intercambiando bromas y anécdotas rápidas sobre los días recientes en Solani. Finalmente, Max y Esther se despidieron para no retrasarse demasiado.

  —Nos vemos en el regreso —dijo Max antes de irse.

  —?Descansa, hermano! —respondió Yamil.

  Ya de vuelta a casa, el ambiente fue tranquilo. El día había sido sencillo, pero agradable. Max sentía que, por primera vez en semanas, podía permitirse bajar la guardia.

  Y aunque la ausencia del abuelo seguía pesando ligeramente, por ahora, no había motivo para preocuparse.

  Solo quedaba disfrutar de la calma... mientras durara.

  Los dos días siguientes pasaron como un suspiro, envueltos en una calma que Max había olvidado que existía. Sin horarios apretados, sin clases demandantes y sin entrenamientos agotadores, el tiempo parecía fluir de manera diferente.

  Las ma?anas eran lentas. Max solía levantarse tarde, disfrutando de la luz suave que entraba por la ventana, sin el sonido de ningún despertador apremiante. Bajaba a desayunar con Esther, quien ya había recuperado el ánimo al saber que pronto podría volver a usar la cocina a su máxima capacidad.

  —Aprovecha estos días, que no te veo descansando tanto cuando vuelvas a Solani —le decía ella entre risas mientras preparaban juntos el desayuno.

  El primer día lo dedicaron a tareas sencillas. Max ayudó a Esther a revisar los circuitos mágicos de la casa, ajustando algunos nodos de flujo que estaban algo inestables. Aprovechó también para releer sus apuntes de Magia Avanzada, repasando mentalmente las explicaciones de Kelzar, aunque pronto cerraba el cuaderno para no caer en la tentación de ponerse a estudiar en serio.

  Por la tarde, se permitió dar un paseo por el vecindario, observando cómo la ciudad mantenía su movimiento constante. Las tiendas, los peque?os cafés encantados, los tranvías mágicos deslizándose por los canales suspendidos… Todo le recordaba que, aunque su vida había cambiado, su hogar seguía igual, esperando su regreso como si nada hubiera pasado.

  El segundo día transcurrió de manera similar. Esther, ya con los nuevos condensadores mágicos instalados, pasó la ma?ana horneando y recuperando su repertorio de postres, mientras Max se ocupaba de limpiar un poco el patio trasero, ajustando las runas que mantenían la barrera de seguridad del hogar.

  Por la noche, cenaron juntos frente a la ventana del comedor, viendo cómo la ciudad se iluminaba con las luces mágicas que flotaban en el aire como luciérnagas gigantes.

  —Hace falta el abuelo para completar la escena —murmuró Esther, apoyando la cabeza en su mano.

  —Sí… seguro vuelve ma?ana. Y vendrá con alguna historia extra?a bajo el brazo —respondió Max, sonriendo con nostalgia.

  Todo parecía en calma. Demasiado en calma.

  Y aunque Max intentó convencerse de que estaba bien desconectarse por completo, en el fondo sabía que la verdadera tranquilidad nunca duraba tanto.

  Solo quedaba esperar el regreso del abuelo... y ver qué nuevas piezas del rompecabezas traería consigo.

  La tarde del tercer día trajo consigo una suave brisa y el sonido lejano de las campanas mágicas del centro de la ciudad. Max estaba recostado en el sofá, hojeando sin mucha atención un libro sobre canalización avanzada de Yulem, cuando escuchó la cerradura girar y el característico chirrido de la puerta principal.

  —?Ya llegué! —anunció la voz firme y grave del abuelo desde el umbral.

  Max dejó el libro a un lado y se incorporó de inmediato, seguido por Esther, que apareció desde la cocina con una sonrisa radiante.

  —?Por fin! Ya pensábamos que te habías ido de vacaciones con ese viejo conocido tuyo —bromeó Esther mientras se acercaba para darle un abrazo.

  El abuelo rió suavemente, dejando su abrigo sobre una silla.

  —Ojalá hubiera sido solo vacaciones. Pero no, fue una visita necesaria. Viejas deudas, viejas promesas... —respondió con un tono enigmático, que a Max no le pasó desapercibido.

  Mientras se sentaban en la sala y compartían una merienda ligera, Max notó que el abuelo se veía cansado, aunque de buen humor. Relataba algunas anécdotas del viaje, historias vagas sobre lugares que había visitado y personas con las que había hablado, pero sin entrar demasiado en detalles.

  Hasta que, casi al final, mencionó sin pensarlo:

  —Ah, y claro... también vi a [nombre inaudible]. Hacía a?os que no sabía nada de él.

  Pero fue en ese instante que Max sintió como si una aguja ardiente atravesara su cráneo. Un dolor de cabeza súbito, punzante y casi paralizante le obligó a llevarse ambas manos a las sienes, cerrando los ojos con fuerza.

  —?Max? —preguntó Esther, acercándose rápidamente.

  El abuelo también se inclinó hacia él, con una mirada preocupada.

  —Estoy... bien —murmuró Max, respirando hondo, aunque el dolor aún pulsaba tras sus ojos—. Solo... me mareé un poco.

  —?Seguro? —insistió el abuelo.

  Max asintió, aunque sabía que no era un simple mareo. Era como si algo dentro de él hubiera reaccionado de forma automática al escuchar aquel nombre... aunque, curiosamente, no podía recordarlo. Se le había escapado de los oídos al mismo tiempo que la punzada de dolor lo atravesaba.

  —Creo que mejor subiré a descansar un rato —dijo, levantándose con lentitud.

  —Ve, ve tranquilo —respondió Esther, aunque no logró disimular del todo su preocupación.

  —Avísanos si te sientes peor —a?adió el abuelo.

  Max solo asintió y subió a su cuarto. Cerró la puerta tras de sí, apoyándose un momento contra ella. Respiró profundo y trató de calmarse. El dolor se disipaba poco a poco, pero dejaba tras de sí una sensación aún más incómoda: la certeza de que algo importante acababa de rozarlo… y se le había escapado por completo.

  Se dejó caer sobre la cama y cerró los ojos.

  Aquel nombre... fuera quien fuera esa persona, no solo era importante para su abuelo.

  También lo era para él.

  Aunque no supiera por qué.

  Un par de horas después, cuando el atardecer comenzaba a te?ir el cielo de tonos anaranjados y violetas, Max despertó del breve descanso que había tomado. Aunque el dolor de cabeza había desaparecido casi por completo, la inquietud persistía, agazapada en el fondo de su mente. Decidió no darle más vueltas, al menos por esa noche.

  Al bajar al comedor, encontró a Esther y al abuelo sirviendo la cena. El aroma de guisos caseros y pan recién horneado llenaba el ambiente, envolviendo la casa en una calidez que Max había extra?ado más de lo que se había dado cuenta.

  —?Te sientes mejor? —preguntó Esther apenas lo vio aparecer, deteniendo lo que hacía para examinarlo con la mirada.

  —Sí, mucho mejor. Solo necesitaba cerrar los ojos un rato —respondió Max, tomando asiento.

  —Eso o el peso de la buena comida te llamó —bromeó el abuelo, sirviendo una porción generosa en su plato.

  Las primeras palabras fueron suaves, cotidianas. Conversaron sobre la comida, los arreglos que Esther había hecho en la casa y algunas anécdotas sencillas del vecindario. Por un rato, todo pareció normal, como si nada fuera diferente a los días tranquilos antes de partir a Solani.

  —Ma?ana volvemos a la rutina —murmuró Esther en un momento, con un gesto casi nostálgico mientras removía su bebida con la cucharilla—. Se acabó el descanso.

  Max asintió despacio. Parte de él anhelaba regresar, reencontrarse con sus compa?eros y continuar su avance. Pero otra parte deseaba que esos días simples no terminaran tan rápido.

  —Supongo que no podemos quedarnos aquí para siempre —dijo él con una leve sonrisa.

  —Bueno, si por mí fuera, te encierro un mes entero a punta de postres y comida casera —respondió Esther entre risas.

  —Y yo lo apruebo —a?adió el abuelo—, pero algo me dice que Solani no va a esperarte demasiado.

  La conversación fluyó con calma, entre risas, recuerdos y comentarios ligeros. Poco a poco, la atmósfera fue relajándose aún más. Max sentía que, pese a las dudas que lo rondaban, estar allí con su familia lo ayudaba a anclar los pies en la tierra.

  Cuando terminaron de cenar, recogieron entre los tres y dejaron la cocina ordenada para la ma?ana siguiente. Afuera, la noche cubría la ciudad con un manto de estrellas mágicas que titilaban suavemente en el cielo.

  Antes de subir a su cuarto, Max se detuvo un momento junto a Esther.

  —Gracias por estos días. Los necesitaba más de lo que creía.

  Ella sonrió, dándole un leve empujón en el hombro.

  —Siempre tendrás un hogar aquí, tonto. Y un horno funcionando. No lo olvides.

  él asintió y, con una última mirada al comedor iluminado por la luz cálida de las lámparas flotantes, subió a su habitación para preparar todo para el regreso.

  La calma había sido buena.

  Pero el ma?ana ya lo estaba esperando.

  El amanecer llegó más rápido de lo que Max habría querido. No hubo sobresaltos, ni ruidos imprevistos… solo la tenue luz dorada entrando por la ventana y el sonido lejano de los primeros tranvías mágicos iniciando su recorrido matutino.

  Con algo de pereza, Max terminó de empacar lo poco que había traído. Antes de bajar, se detuvo frente al espejo, ajustó su chaqueta y se permitió una última mirada a la habitación que, aunque sencilla, siempre había sido su refugio. Un hogar al que esperaba volver pronto… si el ritmo de Solani lo permitía.

  El desayuno fue breve, pero cálido. Esther había preparado un par de bocadillos para el camino, y el abuelo, siendo él mismo, le deseó buena suerte con un fuerte apretón en el hombro.

  —Haz lo que tengas que hacer —dijo, mirándolo a los ojos con aquella seriedad tan propia de él—. Cuida tu energía y ejecuta movimientos precisos... aunque si todo falla, siempre puedes aplastarlos con fuerza bruta —a?adió con una carcajada fuerte.

  —Lo sé —respondió Max, sonriendo mientras sacudía la cabeza, acostumbrado a los consejos únicos de su abuelo.

  Tras las despedidas, salió a la calle y tomó el transporte de regreso a Solani. El trayecto fue silencioso, con la ciudad desvaneciéndose lentamente tras él mientras avanzaban hacia las tierras protegidas de la academia.

  Al llegar a Solani, la imagen del recinto lo recibió como si nunca se hubiera ido: las enormes murallas mágicas, los altos edificios encantados brillando bajo el sol, las torres flotantes girando lentamente sobre la sede principal… Todo seguía tan majestuoso como siempre, pero ahora, después de la pausa, lo sentía aún más imponente.

  Max descendió del transporte, ajustó su mochila al hombro y respiró hondo.

  Era hora de volver.

  Y, aunque el descanso había sido breve, tenía la sensación de que los días tranquilos estaban a punto de quedar atrás. Muy atrás.

  Con paso firme, cruzó las puertas principales de Solani, listo para lo que viniera.

  Porque, aunque aún no supiera exactamente qué era, algo grande estaba cada vez más cerca.

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