“Donde duerme la leyenda, nace el destino.”
Dos mil a?os habían pasado desde que Biel, el Héroe del Eclipse, entregó su vitalidad para reconstruir no solo el universo, sino el megaverso entero. Lo hizo sin lamentos, sin gloria, con una sonrisa cansada y una promesa ardiente:
—Volveré... y cuando lo haga, tomaré mi espada. Entonces, juntos, viviremos nuevas aventuras.
Y el mundo no olvidó.
Las eras se sucedieron, los imperios cambiaron de rostro, pero las ciudades que Biel había salvado, Lunarys y Marciler, se alzaban ahora como monumentos vivientes. Claiflor había crecido como un árbol cósmico, sus ramas extendiéndose en rutas comerciales, puentes flotantes y alianzas entre continentes. Las torres encantadas de anta?o ahora coexistían con rieles de cristal suspendidos en el aire. Las farolas mágicas, impulsadas por núcleos de energía espiritual, flotaban como luciérnagas suspendidas en las avenidas.
Las calles empedradas aún susurraban a los atentos. Contaban de dragones vencidos, cielos rasgados, y de un joven que desafió al Vacío y regresó entero. En cada escuela, los profesores pronunciaban su nombre como si acariciaran una joya antigua.
Pero por encima de todas esas maravillas, por encima de Lunarys y Claiflor, incluso más allá del renacido Marciler, existía una ciudad que no solo recordaba al héroe… lo esperaba.
Renacelia.
La ciudad del eclipse eterno. La ciudad que vivía mirando una espada clavada en el corazón de su plaza central, reluciente, intacta, inviolable. Nadie podía moverla. Ni los descendientes de reyes, ni los magos del Círculo Solar. Nadie.
Solo él.
Y todos lo sabían. Porque él lo prometió.
A las afueras de Renacelia, donde los campos aún olían a cosecha y los vientos acariciaban las espigas doradas como si tocaran un piano de trigo, un peque?o pueblo resistía al paso del tiempo. No por ignorancia, sino por decisión. Allí, donde los carros flotaban junto a carretas de madera, donde los hologramas se proyectaban sobre manteles bordados, donde la magia no había sido sustituida sino adoptada… algo estaba a punto de despertar.
Una caba?a de piedra y metal bru?ido, rodeada de flores que abrían los pétalos sin luz solar, tembló levemente.
—?Está naciendo! —gritó una voz entre jadeos y suspiros—. ?Ya casi… ya casi!
La madrugada se estremeció como si la misma tierra contuviera el aliento.
Dentro, tres mujeres asistían el parto. Una sostenía un cuenco de agua con esencia de luna; otra apretaba la mano de la madre, quien sudaba copiosamente, su rostro encendido de esfuerzo y amor. La tercera, la comadrona principal, se encontraba entre las piernas de la parturienta, sus dedos envueltos en una tenue luz blanca.
—Empuja, Anira. Vamos… una vez más, cari?o. —su voz era dulce, pero firme como el mármol.
La madre gritó. No de dolor, sino de pura determinación. Como si desde su garganta brotara un rayo que rasgara el tiempo.
Y entonces, lo imposible ocurrió.
Una oleada de energía espiritual barrió la habitación. Las lámparas titilaron como luceros sorprendidos, y por un instante, las paredes se llenaron de ecos —ecos de batallas pasadas, de nombres olvidados, de promesas eternas.
—?Ya viene… ya viene! —gritó la comadrona.
El primer llanto rasgó la madrugada.
No fue un llanto cualquiera.
Era el canto del renacer.
—?Lo tengo! —dijo la comadrona, entre lágrimas—. Es un ni?o…
El bebé, ba?ado en luz amniótica y energía latente, agitó los brazos como si quisiera volar. Su piel tenía el tono dorado de los amaneceres sobre Lunarys, y su cabello, aún húmedo, parecía absorber la luz de las lámparas espirituales. Pero lo más extra?o… lo más impactante… fueron sus ojos.
—?Dioses…! —susurró la asistente que había traído el agua—. Esos ojos…
Apenas abiertos, reflejaban galaxias.
Eran grises, sí, pero no un gris común. En ellos danzaban espirales, ecos de estrellas, fragmentos de memoria. Eran pozos infinitos que gritaban sin voz: "He vuelto."
La madre, con el rostro empapado, estiró los brazos.
—?Está bien…? —preguntó con un hilo de voz.
La comadrona no podía dejar de mirar al ni?o. Tenía miedo de hablar, como si hacerlo pudiera romper el hechizo.
—Está más que bien… —dijo, con una sonrisa temblorosa—. Está lleno de vida… pero hay algo más. Algo que… que no puedo explicar.
El ni?o dejó de llorar.
Abrió los ojos del todo. Y por un segundo, todas en la habitación sintieron lo mismo: una presión antigua, suave pero imponente, como si un rey hubiera entrado a la sala sin necesidad de anunciarse.
Una brisa invisible acarició los cabellos de las mujeres. Las velas se encendieron solas. Las campanas del pueblo, dormidas por siglos, comenzaron a sonar.
Ding... ding... ding...
Una, dos, tres veces.
El viento arrastró los pétalos de las flores del campo, que entraron flotando por la ventana como una procesión sagrada. La noche se deshizo en auroras. Y el tiempo… el tiempo pareció detenerse.
—No es un ni?o común… —susurró la comadrona a la madre, colocando al peque?o en sus brazos—. Es una promesa… una promesa que ha regresado.
La madre acarició la mejilla del bebé. él, como si la reconociera, sonrió.
—Hola, mi amor… —susurró ella—. Bienvenido de nuevo.
En lo alto del cielo, una nube con forma de eclipse parcial cruzó la luna. Y en la ciudad de Renacelia, la espada del héroe brilló por primera vez en milenios.
Una luz tenue. Azul.
Pero para aquellos que la esperaban, fue como ver al sol amanecer en medio de la noche.
En las casas cercanas al centro de Renacelia, viejos sabios despertaron con el corazón latiendo al borde del pecho. Una anciana guardiana, cuya familia había cuidado la espada del eclipse durante 50 generaciones, se sentó en su silla de roble y murmuró:
—Ha regresado…
En la biblioteca del Instituto de Historia Mágica, un libro se abrió solo. Era un tomo sellado con magia temporal, escrito por el mismísimo Veyrith, el dios del Caos.
Su título: El Regreso del Héroe del Eclipse.
La última página, que siempre había estado en blanco, se llenó de una sola frase:
"El ni?o ha nacido."
Y lejos, muy lejos, más allá de las nubes doradas y las torres encantadas, una risa resonó en la eternidad. Era una risa joven, pero con la fuerza de un millar de soles. Una voz nueva para una historia vieja.
Una voz que, pronto… todos volverían a escuchar.
La ma?ana que siguió al nacimiento del ni?o fue como un amanecer distinto en el mundo. El cielo parecía más claro, los pájaros cantaban melodías nuevas y hasta el viento soplaba con una dulzura inusual, como si el planeta entero hubiera recibido una bendición silenciosa.
Dentro de la peque?a caba?a de piedra y metal bru?ido, las lágrimas se habían secado para dar paso a sonrisas. Anira, aún recostada, sostenía al bebé entre sus brazos, mientras Yadel caminaba de un lado a otro con el corazón a punto de estallar de orgullo.
—Es hermoso… —susurró Anira, acariciando con la yema de los dedos la mejilla del ni?o que dormía en su pecho—. Y tan tranquilo. Parece que ya conoce este mundo.
—O quizás… —murmuró Yadel, acercándose con cautela como si temiera despertar un milagro— él lo recuerda.
La puerta de la caba?a se abrió de golpe y entró una bocanada de aire fresco cargada con aromas de pan caliente, flores del campo y… música. Gente del pueblo comenzaba a llegar, con canastos, flores, instrumentos de cuerda y vasos de cristal que rebosaban de hidromiel y jugo espumoso.
—?Es un día de celebración! —gritó una mujer con mo?o en el cabello, repartiendo pastelillos como quien lanza hechizos de alegría.
Los vecinos se congregaron frente a la casa. Sus rostros, algunos arrugados por los a?os, otros recién iniciando la juventud, brillaban con curiosidad y entusiasmo. Un ni?o había nacido, sí… pero no era cualquier ni?o. Había algo en él. Algo que nadie podía explicar, pero todos podían sentir.
Paul, el jefe del pueblo, cruzó la puerta con pasos firmes. Era un hombre ancho de hombros, con barba trenzada y una risa que hacía vibrar los vidrios de las ventanas. Llevaba consigo una jarra de cerveza de roble y una caja con peque?os fuegos de hadas danzantes.
Al ver a su viejo amigo, Yadel se incorporó, como si el cansancio lo hubiera abandonado.
—?Paul! Hermano… no sabes lo feliz que estoy. No tengo palabras… es demasiado…
Paul lo interrumpió con un fuerte abrazo.
—Eso es porque eres padre por primera vez —dijo entre risas, palmoteándole la espalda como si intentara afinarlo—. No te preocupes, es normal. Pronto te faltarán palabras todos los días.
Se acercó a la cuna, donde el ni?o dormía, envuelto en una manta con símbolos bordados a mano por Anira.
—Y dime, ?ya tiene nombre? —preguntó con un brillo juguetón en los ojos.
—Sí… —dijo Yadel, tomando la mano de su esposa—. Se llama… Biel.
La palabra flotó en el aire como un conjuro antiguo. Algunos en la sala se quedaron en silencio, como si acabaran de oír el nombre de un dios. Otros soltaron un murmullo reverente.
Paul asintió con lentitud.
—Biel… Es perfecto. Es un nombre que representa demasiado. El nombre del héroe del eclipse… el que salvó dos ciudades en un solo día… el que reconstruyó el mundo. Biel será una gran persona, así como lo fue el héroe.
Un aplauso espontáneo estalló entre los presentes. Fue como si el mismo corazón del pueblo hubiera latido al unísono. Los músicos comenzaron a tocar. La fiesta no se hizo esperar.
Hubo danzas bajo las luces espirituales, hubo carcajadas junto al fuego, y vasos chocando como campanas de júbilo. La caba?a se llenó de vida. Y en medio de todo, el peque?o Biel seguía durmiendo con una sonrisa diminuta, como si en sue?os recordara algo hermoso.
En Renacelia, a cientos de kilómetros, algo también despertaba.
La espada del héroe, clavada en el centro de la ciudad sobre una losa de mármol lunar, comenzó a brillar. Al principio fue un tenue resplandor azulado, como una chispa tímida. Pero luego se volvió más intensa, más pura. Un aura de eclipse rodeó la hoja, e incluso las runas inscritas comenzaron a moverse.
La gente se congregó, dejando sus labores, sus rutas flotantes y sus tareas mágicas. Algunos se arrodillaron. Otros alzaron los brazos.
—??Lo ven?! —gritó una anciana— ?La espada brilla! ?La promesa se está cumpliendo!
—?El héroe ha regresado! —decían algunos.
—?O quizás ya está entre nosotros! —respondían otros.
Las ideas viajaban como cometas indomables. Las teorías llenaban el aire.
Y mientras tanto, en el Instituto de Historia Mágica, los profesores observaban con asombro cómo uno de los libros sellados por siglos se abría solo. El aire se cargó de electricidad. El tomo cayó sobre su atril dorado y pasó las páginas con movimientos suaves, casi rituales… hasta detenerse.
Allí, en la última página escrita por el mismísimo Veyrith, el dios del caos, estaba la frase:
“El ni?o ha renacido.”
Uno de los profesores, con los ojos bien abiertos, dejó caer su tiza encantada.
—Esto… esto no puede ser una coincidencia.
—Claro que no —respondió otro, con voz trémula—. El libro solo se abre cuando la historia cambia. Y lo ha hecho.
—?Entonces… él ha vuelto?
—Puede ser. El nombre, la espada, el libro… todo encaja.
El silencio fue absoluto. Hasta que uno de los magos susurró:
—El eclipse ha vuelto a comenzar.
Pasaron tres a?os.
El sol de la tarde ba?aba las colinas doradas donde crecía el trigo encantado, cuyas espigas resonaban con un tintineo suave cuando eran rozadas por el viento. En la cima de una de esas colinas, dos ni?os contemplaban el horizonte. Uno de ellos, de cabello revuelto y ojos grandes como lunas grises, tenía la frente apoyada en sus manitas. A su lado, una peque?a de rizos suaves y sonrisa inquieta reía mientras jugaba con una flor luminosa.
—Mamá dice que esa nube parece un pastel —dijo el ni?o.
—?Agua! —respondió su hermanita, feliz por la atención.
—Charloette, no se come la nube… es boba —rio el ni?o.
A lo lejos, Anira y Yadel subían por la colina, tomados de la mano.
—?Biel, Charlotte! —gritó Anira con dulzura— ?Vengan aquí, está refrescando!
—?Ya vamos! —respondió Biel, pero sin moverse. Tenía la mirada perdida en el cielo.
Los padres se sentaron a su lado. Anira envolvió a su hijo en un abrazo que parecía querer protegerlo del mismo universo. Yadel alzó a la peque?a Charlotte, quien intentaba abrazar a un gato de nubes que solo ella podía ver.
—Mamá… —dijo Biel, con voz so?adora— ?Por qué Charloette se llama Charloette?
Anira sonrió con ternura. Acarició los cabellos de su hijo con la delicadeza de quien toca una melodía antigua.
—Porque… en el pasado, hace mucho, mucho tiempo, existió un héroe llamado Biel. Como tú. Y él tenía una hermana… que se llamaba así, Charlotte. Yo y tu papá queríamos que tú y tu hermanita fueran como ellos: unidos, valientes, y siempre cuidándose uno al otro.
Biel ladeó la cabeza. Su expresión era una mezcla de confusión infantil y una sabiduría que parecía no pertenecerle.
—?Ese otro Biel era bueno?
—Sí, muy bueno —respondió Yadel, con una sonrisa orgullosa—. Fue el mejor.
El peque?o miró el horizonte de nuevo. Los colores del atardecer se reflejaban en sus pupilas como si el cielo se estuviera metiendo dentro de él.
—Entonces… yo también voy a ser bueno. Y cuidaré a Charloette siempre… como él.
—Lo sabemos, amor —susurró Anira, abrazándolo más fuerte.
Y el viento, como si aprobara sus palabras, danzó alrededor de ellos, trayendo consigo un eco suave, casi imperceptible, de una voz lejana que alguna vez dijo:
—Volveré… y tomaré mi espada.
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Y el mundo, aunque no lo sabía todavía… ya había comenzado a cambiar.
El viento soplaba con una ligereza juguetona en la cima de la colina. Los rayos del sol acariciaban la tierra como dedos dorados, y las espigas se mecían como si bailaran una canción secreta. Allí, sobre la hierba temblorosa por la brisa, Biel empu?aba una espada de madera con concentración infantil, pero mirada determinada. Cada movimiento era torpe, pero lleno de intención. Cada estocada cortaba el aire como si buscara herir el tiempo mismo.
—?Haaah! ?Uno, dos, tres! —gritaba, imitando a los espadachines de las historias que leía con su padre.
Desde el camino de piedra que subía por la ladera, una vocecita cantarina rompió la quietud.
—?Hermanitoooo! —gritó Charlotte, agitando los brazos mientras subía corriendo—. ?Siempre estás aquí entrenando con la espada!
Biel se giró, jadeando como un cachorrito exhausto. Su rostro, rojo por el esfuerzo, se iluminó al verla.
—?Charloette! —exclamó con una sonrisa de dientes chuecos—. Estoy entrenando porque... porque… ?quiero ir al Instituto de Historia Mágica en Renacelia! Quiero saber toditita la historia del héroe que salvó el mundo… ?del héroe del eclipse!
Charlotte ladeó la cabeza, sus rizos oscilando como campanitas.
—?De verdad? ?Entonces yo también quiero ir! —dijo con entusiasmo—. Si tú vas, ?yo también voy! ?No quiero quedarme solita!
Biel se acercó y le tomó las manitas con solemnidad.
—Hermanita… me parece perfecto. Así aprenderás de la historia de la hermana del héroe… la que se llamaba igualito que tú… ?Charlotte!
Ella parpadeó.
—?De veras había una Charlotte?
—Sí… eso dijo mamá. Y papá también. Y si tú te llamas igual, es porque vas a ser muy buena como ella —afirmó Biel, inflando el pecho con orgullo.
Charlotte asintió seria.
—Aunque tú entrarás antes, ?verdad?
—Sipi… porque tengo cinco y tú tienes cuatro… pero… ?yo te esperaré, hermanita!
—?Lo prometes?
Biel levantó su dedito índice con ceremonia y tocó el de Charlotte.
—?Lo prometo! ?Con dedito de héroe!
Desde aquel día, los hermanos comenzaron a entrenar juntos cada ma?ana. Biel practicaba con su espada de madera, dándole a los árboles, a las rocas e incluso al viento, como si todos fueran enemigos invisibles. Cada estocada era una declaración de su deseo de volverse fuerte. Cada caída era seguida por un levantarse lleno de determinación.
Charlotte, por su parte, se sentaba en la hierba con un libro en el regazo y piedras encantadas a su alrededor. Intentaba canalizar la energía espiritual que su madre le ense?aba a sentir con el corazón. Un día, mientras practicaban en el claro junto al arroyo, sucedió.
—?Aaaaah! —gritó Charlotte, con los ojos brillando.
Una luz verde suave surgió de sus manos. Fluyó como agua tibia por el aire, hasta caer sobre una flor marchita que, ante la mirada asombrada de ambos, volvió a florecer.
—?Magiaaaa! —chilló Biel, soltando la espada de madera—. ?Tienes magiaaaaa!
Charlotte miró sus manos, boquiabierta.
—?Lo hice! ?Lo hice de verdad! ?Puedo curar!
Biel la abrazó de inmediato, riendo.
—?Eres mágica, hermanita! ?Eres como las hadas de los cuentos! ?Ahora puedo hacerme el herido y tú me curas!
—?No seas tonto, Biel! —rio Charlotte—. ?No te hagas da?o de mentiritas!
Pero la alegría pronto sería opacada por la sombra del peligro.
Unos días después, se adentraron al bosque cercano para entrenar lejos del ruido. Biel practicaba giros con su espada mientras Charlotte trataba de mejorar su control mágico. El canto de los pájaros envolvía el lugar con una tranquilidad enga?osa.
Hasta que un crujido lo rompió todo.
Crack.
De entre los árboles, emergió una figura enorme y peluda. Sus ojos brillaban con un hambre salvaje. Un oso.
Biel se interpuso de inmediato entre la bestia y su hermana.
—?Charloette, corre! —gritó, alzando su espada de madera—. ?Yo lo detengo!
Charlotte temblaba, incapaz de moverse.
—?H-hermanito…!
El oso rugió con una violencia que sacudió las ramas. De un salto, se lanzó hacia ellos. Biel corrió con valentía, empu?ando su espada como si fuera de acero.
—?Aaaaaah! ?No te dejaré tocarlaaaaa!
Pero era solo un ni?o. Y la espada, solo un juguete.
El zarpazo del oso lo alcanzó de lleno. Biel voló como una marioneta sin hilos, chocando con fuerza contra el tronco de un árbol. Su cuerpo cayó al suelo, inerte. Un hilo de sangre bajaba por su frente.
Charlotte gritó.
—?NOOOO! ?BIEL!
La ni?a cayó de rodillas, llorando, mientras el oso se acercaba lentamente.
—?Despierta! ?Despierta, por favor!
En la oscuridad de su inconsciencia, Biel respiraba con dificultad. Pero su mente… su mente viajaba.
Un sendero se extendía frente a él. Era un pasillo de luz y sombras, como un puente hecho de pensamientos y recuerdos rotos. El aire allí olía a libros antiguos, a promesas no cumplidas, a batallas lejanas.
—?D-dónde… estoy? —susurró el ni?o, mirando a su alrededor—. ?Qué es este lugar?
Dio un paso. Luego otro. Cada pisada sonaba como un eco en su alma.
—?Tengo que salir! ?Charlotte está en peligro!
Corrió. Corrió como solo un hermano desesperado podía correr. El pasillo se estrechaba, se curvaba, se alargaba. Al final, había una luz. Pero entre él y la salida… había algo más.
Un libro gigantesco. Encadenado. Dormido.
—?Eh…? ?Un libro?
Las cadenas brillaban con símbolos desconocidos. Biel se detuvo frente a él, jadeando.
—?Por qué… por qué me parece conocido?
Sus deditos se alzaron temblando. Tocó una de las cadenas.
?CLANK!
Las cadenas cayeron como si jamás hubieran sido forjadas para resistirle. El libro se sacudió. Luego brilló. Una luz intensa, pura, lo envolvió todo.
Y entonces… del centro del libro emergió una figura.
Una persona.
Biel dio un paso atrás, boquiabierto. La figura era alta, envuelta en un manto hecho de estrellas. Su rostro era joven… pero sus ojos hablaban de siglos.
—?Quién… quién eres? —preguntó Biel, aferrando su pu?ito al pecho.
La figura sonrió.
—Tú ya me conoces… solo que no lo recuerdas.
Biel parpadeó. Sus labios temblaron.
—?Eres… un sue?o?
—No, peque?o guerrero. Soy una promesa. La promesa que tú hiciste hace mucho, mucho tiempo.
El ni?o bajó la mirada. El miedo, el dolor, el deseo de proteger a Charlotte… todo lo llenaba como una tormenta.
—Tengo que salvarla… el oso… ?el oso va a hacerle da?o!
La figura extendió su mano. Un fragmento de luz flotó hacia Biel, como una semilla encendida.
—Entonces… despierta, Biel. Recuerda quién eres.
Y al tocar la luz… el fuego volvió a arder.
La luz lo atravesó. No como un rayo hiriente, sino como una ola cálida, envolvente, profunda. Biel flotaba en el sendero de su mente, envuelto en el resplandor que había brotado del libro encadenado. Sus pensamientos ya no eran los de un ni?o, no del todo. Algo despertaba.
Fragmentos comenzaron a estallar dentro de él como estrellas naciendo: una espada envuelta en llamas negras y celestes, una voz femenina riendo entre ruinas, una promesa en un campo de flores. Luego, una guerra. Un sacrificio. El eclipse.
—E-esos son… ?mis recuerdos?
Sus ojos temblaron. Su cuerpo infantil vibraba en un mar de sensaciones desconocidas y, sin embargo, tan familiares que dolían.
—Fui yo… yo fui él… yo soy… —sus palabras se quebraban con emoción— ?Soy Biel! ?El héroe del eclipse! ?He vuelto!
Las lágrimas resbalaron por sus mejillas redondas. Lloraba como un ni?o, pero no de tristeza. Era una felicidad antigua, como la de un árbol que florece después de dos mil inviernos.
—Después de tanto… renací…
Una figura emergió del resplandor. La silueta se volvió nítida, alta, serena. Vestía una túnica como hecha de constelaciones y su cabello flotaba como niebla cósmica. Sonrió con amabilidad eterna.
—Ahora me recuerdas, joven portador —dijo la figura con voz de trueno suave.
Biel alzó la vista, sus ojos anegados, pero brillantes.
—Te recuerdo… perfectamente. Maestro Monsfil.
Monsfil asintió con un gesto noble.
—Tu alma tardó, pero encontró su camino otra vez. El mundo te ha llamado… y tú has respondido.
—?Pero ?qué… qué hago aquí? Siempre que venía a este lugar era porque estaba dormido… o… —sus ojos se agrandaron— o inconsciente…
Monsfil suspiró como si arrastrara eras en sus pulmones.
—Estás inconsciente, joven portador. Has recibido un duro golpe. Un zarpazo de un oso.
—?Q-qué? ?Un oso? —Biel parpadeó— ?Charlotte!
—Tu hermana corre peligro. No hay tiempo.
—?Mi hermana menor? ?Te refieres a Charlotte? —su voz tembló— No… no me digas que… ?también renació?
Monsfil posó una mano sobre su hombro.
—Así es. Pero a diferencia de ti, sus recuerdos están sellados… al menos, por ahora.
—?Sellados?
—Los suyos volverán gradualmente. Fragmentos, ecos. Su alma necesita tiempo para abrirse. Pero tú, Biel… tú has recordado todo.
—Ya veo… —Biel apretó los pu?os con fuerza— Estoy feliz. Charlotte… también ha regresado. No estoy solo…
Monsfil asintió con una sonrisa tenue.
—No puedo darte mucho poder aún. Tu cuerpo es joven. Apenas tienes seis a?os. Cargar con toda tu fuerza… te rompería.
—Tienes razón. Ahora lo recuerdo todo… Yadel y Anira… ellos son mis padres en esta vida. Tienen un parecido con mis padres verdaderos… es increíble. Me alegro… de haber nacido en este lugar.
Monsfil dio un paso atrás, su figura empezando a desvanecerse.
—Recuerda esto, joven portador. Toda alma necesita tiempo para comprenderse. Pero la tuya… siempre supo esperar.
Biel parpadeó… y entonces lo vio.
A su lado había otro ni?o. De su misma edad. Mismo rostro. Mismo cuerpo. Pero algo en sus ojos era distinto: eran más puros, más inocentes, como si la luz del pasado aún no los hubiera tocado.
—?Q-quién eres? —preguntó el ni?o, confundido.
Biel sonrió.
—Yo soy tú. Y tú eres yo.
El peque?o frunció el ce?o. Pero no parecía tener miedo.
—?Qué… qué quieres decir?
—Tenemos que unirnos. Tu fuerza, tu inocencia, mi memoria, mi voluntad… juntas salvarán a nuestra hermana.
Los ojos del peque?o se agrandaron.
—?Charlotte? ?Mi hermanita? ?Le está pasando algo malo?
—Sí. Pero si tú y yo nos unimos… podremos protegerla. Como prometimos.
El ni?o lo miró… y algo en su interior hizo clic. Como si una canción que conocía desde siempre volviera a sonar.
—Entonces… ?vamos! ?Quiero ayudarla!
Ambos se tomaron de las manos. La luz estalló. Un remolino de energía los envolvió, fusionando recuerdos, emociones, edades. Y de entre la niebla de su mente, Biel emergió nuevamente… completo.
—Gracias, maestro —susurró al desvanecerse Monsfil—. Nos volveremos a ver.
—Sí, joven portador. El viaje apenas comienza…
Los ojos de Biel se abrieron de golpe.
Un destello de energía recorrió su cuerpo. La herida en su frente se cerró como si el tiempo hubiera sido reescrito. Se puso de pie con un brinco que no parecía humano. Respiró hondo, sintiendo cómo su alma vibraba con poder.
La espada de madera a su lado tembló.
Biel la tomó… y algo dentro de él se activó. Una peque?a chispa mágica brotó de su pecho y recorrió su brazo. La espada de madera se iluminó como si fuera de cristal encantado, vibrando con un resplandor celeste.
—Charlotte… ?ahí voy!
Corrió.
Sus pies apenas tocaban el suelo. Era como si el viento mismo lo empujara. Los árboles se abrían ante su paso. Su corazón latía como un tambor de guerra.
Allí, en el claro, el oso se alzaba, rugiendo frente a Charlotte, que yacía en el suelo, llorando.
—?HERMANITAAAAAA! —gritó Biel, con voz desgarradora.
Charlotte alzó la vista. Sus ojos se llenaron de asombro.
—?H-hermanito…?
El oso rugió, bajando la garra.
?SHHHIN!
Un destello. Un corte. Un silencio absoluto.
La cabeza del oso cayó al suelo. Su cuerpo colapsó lentamente, como si el tiempo lo hubiera detenido.
Charlotte gritó. Pero no de miedo. De alivio. De amor.
Biel tiró la espada y corrió hacia ella. Se arrodilló y la abrazó con todas sus fuerzas.
—?Lo logré! ?Te salvé! ?Como prometí! —lloraba sin vergüenza.
Charlotte, aun temblando, se aferró a él.
—?Hermanito… pensaba que… pensaba que…!
—?Shhh! ?Estoy aquí! ?Estoy contigo! ?Siempre estaré contigo!
Ella lloró. él también. Las lágrimas se mezclaban como dos ríos que volvían a encontrarse. El sol, al caer entre las copas de los árboles, se volvió dorado y tibio, como si también llorara por ese reencuentro.
Biel acarició su cabello, con una sonrisa brillante.
—Volviste, Charlotte… también volviste…
Y mientras el bosque guardaba silencio, algo se despertaba en el corazón del mundo. Porque el héroe… el verdadero héroe… había regresado.
Biel caminaba con pasos lentos, cargando en sus ojos la memoria de mil batallas y en su pecho el eco cálido de una promesa cumplida. Charlotte, aún temblorosa por lo ocurrido en el bosque, apretaba su manita contra la de su hermano, como si su contacto pudiera espantar a todos los monstruos del mundo. Y para ella, él podía hacerlo.
El atardecer pintaba el cielo con pinceladas de fuego y miel. A su alrededor, el mundo parecía otro. Ni?os corrían entre árboles frutales, riendo con la libertad de quienes nunca han conocido el miedo. Comerciantes saludaban desde los puestos con sonrisas llenas de vida, mientras madres colgaban ropa al sol, conversando sobre cosas peque?as que para ellas eran el centro del universo.
Biel lo miraba todo en silencio.
Era tan diferente a lo que recordaba. Tan pacífico. Tan… merecido.
—Ahora sí… —susurró con un hilo de voz, apretando un poco más la mano de Charlotte—. Ahora sí puedo vivir como quise hacerlo.
Charlotte lo miró de reojo.
—?Dijiste algo, hermanito?
—Nada, solo… estoy contento —le respondió con una sonrisa suave.
Al llegar a casa, la puerta se abrió antes de que pudieran tocarla. Anira, con su delantal lleno de harina y magia impregnada en sus dedos, salió corriendo al verlos.
—?Biel! ?Charlotte! ?Gracias a los cielos! —dijo, y envolvió a ambos en un abrazo que los elevó un poco del suelo.
Pero Biel, al sentir los brazos de su madre rodearlo, no pudo contenerlo. Las lágrimas brotaron como manantiales liberados tras a?os de sequía. Su pecho se sacudía con cada sollozo, mientras enterraba el rostro en el hombro de ella.
—?Querido Biel? ?Qué te sucede? ?Por qué lloras así? —preguntó Anira, acariciándole el cabello con ternura.
Biel cerró los ojos con fuerza. Vio en ella el rostro de otra mujer. Una del pasado. Una que le cantaba cuando tenía miedo, que luchó a su lado hasta el último día. Era… la misma mirada. El mismo amor.
—No es nada, mamá… —dijo con voz entrecortada—. Ya estoy bien…
Minutos más tarde, Yadel entró por la puerta con el ce?o fruncido.
—?Anira! —llamó, colgando su capa en el perchero—. En el camino desde las colinas encontré algo… extra?o. Un oso. Un cadáver. Decapitado de un solo corte… tan limpio que apenas sangraba. Era como si un maestro espadachín hubiera intervenido.
Charlotte bajó la mirada al suelo, nerviosa.
Biel contuvo el aliento. Apretó los labios.
Anira se volvió hacia ellos con una mezcla de sorpresa y preocupación.
—?Ustedes no estaban por esa zona?
Ambos ni?os se miraron en silencio.
—Sí, mamá… —respondió Biel finalmente—. Pero no vimos nada. Prometemos que estábamos lejos.
Anira cruzó los brazos.
—No pueden volver allí. Es peligroso. Son ni?os aún, Biel… Charlotte… tienen cinco y seis a?os. No más colinas sin un adulto. ?Entendido?
—Sí, mamá… ya no iremos solos —dijo Biel, con una expresión de culpa y aceptación.
Charlotte asintió de inmediato, abrazando el brazo de su madre.
Pasaron los meses. El sol y la luna jugaron a perseguirse en el cielo, y en ese tiempo, la vida en el pueblo —ahora casi una peque?a ciudad— siguió cambiando. Nuevas casas brotaban como flores encantadas, los caminos fueron pavimentados con piedra de runas y lámparas flotantes decoraban las esquinas.
Y en medio de todo eso, Biel crecía.
Ya tenía nueve a?os, y cada día entrenaba como si el futuro dependiera de ello. Porque lo hacía.
Su padre, Yadel, se había convertido en uno de los caballeros protectores del pueblo, encargado de patrullar y defender la zona de bandidos y amenazas menores. Pero en sus días libres, se los dedicaba a su hijo.
—?Vamos, Biel! ?Una vez más!
?Clang! ?Clang!
Las espadas chocaban como truenos sobre la hierba del patio. El sudor caía como lluvia, y la respiración se volvía vapor bajo el cielo invernal. Pero Biel… sonreía.
Saltaba, giraba, esquivaba con una velocidad que no parecía propia de un ni?o. Sus movimientos no eran solo entrenados. Eran recuerdos corporales. Ecos de una vida anterior que lo guiaban como un instinto ancestral.
En cada duelo, Biel ganaba.
Yadel retrocedió, jadeante, dejando caer su espada de madera al suelo.
—?Por los dioses, hijo! —rio, limpiándose el sudor—. Cuando tenías cinco a?os siempre te vencía. Pero ahora… ahora es imposible. ?Cuándo te hiciste tan bueno?
Biel rio también, rascándose la nuca.
—He entrenado mucho, papá. Quiero entrar al Instituto de Historia Mágica. ?Tengo que dar lo mejor!
—Entrenar está bien, hijo… pero lo tuyo va más allá. No solo eres ágil. Hay algo en ti… algo que no he visto jamás.
Se sentaron en el suelo, tomando agua. Yadel observó a Biel con ojos serenos.
—Tu magia… tu energía… es única. En este mundo no existe algo así. Es como… como si vinieras de otro tiempo.
Biel bajó la mirada. Su corazón latía con fuerza.
—?Tú crees… que eso sea malo?
—No —respondió Yadel—. Creo que es extraordinario. Quizás eres el elegido para hacer algo grande.
Biel apretó el pu?o.
—Entonces… tengo que estar listo.
Mientras tanto, en casa, Anira entrenaba con Charlotte. La peque?a ya controlaba la magia de curación con soltura. Su madre la guiaba con paciencia, ense?ándole a sentir el flujo de energía como si fueran hilos de seda entre los dedos.
—Muy bien, Charlotte… ahora concentra el calor de tu corazón en tus manos.
—Así, mamá… ?así?
Un aura verde iluminó sus palmas. Un peque?o ratón herido en una cesta volvió a moverse. Charlotte aplaudió, feliz.
—?Lo hice!
Anira sonrió, orgullosa.
—Eres brillante, amor. Tienes el don.
Biel entrenaba cada tarde con su padre. Cada golpe perfeccionaba no solo su técnica, sino el control de su magia. La energía del Rey Demonio de la Destrucción Eterna, Monsfil, se manifestaba poco a poco en su interior. Era un fuego tranquilo, paciente, inmenso.
Lo sentía vibrar en sus huesos. Lo escuchaba susurrar en sus sue?os. Era suyo… y lo conocía. Aunque el mundo no supiera nada sobre él.
Porque durante dos mil a?os, nadie había conocido la verdadera magia del héroe del eclipse.
Ni siquiera los libros hablaban de ella.
—Aún no es momento —susurraba Biel, al caer la noche, mirando al cielo—. Aún no puedo revelar quién soy… pero pronto. Pronto lo sabrán.
Y mientras las estrellas titilaban sobre Renacelia, el ni?o que había salvado al mundo seguía entrenando, más fuerte cada día, listo para lo que vendría.
Los días se escurrieron como arena entre los dedos de los dioses. Las estaciones se fundieron en una danza apacible, y la calma del pueblo —ahora ciudad peque?a y vibrante— era el escenario perfecto para un nuevo comienzo.
Seis meses pasaron volando. Como si el tiempo mismo se inclinara ante la voluntad de un ni?o que entrenaba con el alma encendida por recuerdos antiguos y sue?os nuevos.
Y así, Biel cumplió diez a?os.
La fiesta que prepararon sus padres fue como un festival encantado. Faroles flotaban en el aire como luciérnagas mágicas. Una larga mesa repleta de dulces encantados y pastelillos levitantes adornaba el patio. Músicos del pueblo tocaban melodías que hacían danzar hasta a las piedras.
Charlotte corrió hacia su hermano con una corona de flores mágicas que parpadeaban entre rosado y azul.
—?Feliz cumpleaaaaa?os, hermanitoooo! —gritó, abrazándolo por la espalda.
Biel rio, atrapado en el abrazo y en la emoción del momento.
—?Gracias, Charlotte! ?Tú hiciste esta corona?
—?Síp! ?Y tiene polvo de estrellas!
Biel la miró con cari?o y se colocó la corona con solemnidad.
—?Ahora sí pareces un verdadero héroe! —dijo Charlotte con los ojos brillantes.
—Ya lo soy, ?no? —respondió Biel, gui?ándole un ojo.
Anira observaba a sus hijos desde la cocina encantada, donde las ollas se movían solas entre aromas deliciosos. Se limpió las manos en el delantal y abrazó a Yadel con una ternura que solo dan los a?os compartidos.
—Nuestro hijo… —susurró—. Está creciendo muy rápido.
—Y muy fuerte —a?adió Yadel, cruzando los brazos con orgullo—. Siento que pronto… lo verán todos.
Un mes más tarde, el día se?alado llegó. El examen de admisión al Instituto de Historia Mágica de Renacelia.
El cielo estaba despejado, como si bendijera la travesía que estaba por comenzar. Biel, vestido con ropa sencilla de viaje, su peque?a mochila al hombro, una espada de entrenamiento colgada a la espalda y su emblema familiar bordado en el pecho, salió al patio donde sus padres y Charlotte lo esperaban.
—?Llevas todo, amor? —preguntó Anira mientras ajustaba su bufanda.
—Sí, mamá. Ropa, comida, libros… y mi suerte —dijo, tocando su pecho con una sonrisa traviesa.
Yadel se agachó para quedar a su altura. Le entregó una peque?a daga ceremonial.
—Esta daga pertenecía a mi padre… y al padre de él. No es mágica, pero… está hecha para proteger, no para atacar. Quiero que la lleves contigo.
Biel la recibió con ambas manos, respetuoso.
—Gracias, papá. Prometo cuidarla… y regresar con ella.
Charlotte corrió hacia él y lo abrazó con fuerza.
—?Prometiste esperarme, ?eh?! Cuando yo cumpla diez también entraré, así que… ?nada de olvidarme!
Biel se inclinó y unió su dedo índice con el de ella.
—Lo prometo otra vez, Charlotte. Te esperaré en el Instituto. Vamos a estar juntos… como siempre.
—?Para siempre! —gritó ella con una sonrisa luminosa.
Los ojos de Anira se humedecieron. Acarició el cabello de su hijo con dulzura.
—Estamos tan orgullosos de ti, Biel… Pase lo que pase, ya has hecho más de lo que cualquier ni?o ha logrado jamás.
Biel la abrazó fuerte, temblando apenas por la emoción.
—Gracias por… por darme esta vida. Por quererme como soy.
Yadel puso una mano firme sobre su hombro.
—Ve. Encuentra tu camino. El mundo allá afuera necesita luz… y tú eres una de ellas.
El viaje hacia Renacelia fue mágico desde el primer paso. Un carruaje impulsado por núcleos flotantes lo llevó a través de vastos campos dorados, bosques encantados, y colinas donde los árboles parecían susurrar canciones antiguas al viento.
Pasó por Lunarys, la ciudad que conservaba los recuerdos del pasado, donde las torres estaban cubiertas de enredaderas encantadas que brillaban al atardecer. Cruzó Marciler, la ciudad que había crecido sobre la historia misma, con estatuas de héroes y puentes flotantes que narraban leyendas con cada pisada.
Pero nada se comparaba a la emoción que sintió cuando el carruaje descendió la última curva del camino… y la vio.
Renacelia.
La ciudad del héroe.
Emergía entre las nubes como una joya labrada por el tiempo. Era una mezcla de arquitectura majestuosa y naturaleza viva: árboles mágicos que formaban arcos sobre las calles, estructuras flotantes unidas por senderos de energía, y casas encantadas cuyos muros contaban historias al tocarse.
Los muros de la ciudad parecían estar hechos de piedra viva que latía suavemente bajo la luz del sol. Las fuentes centrales lanzaban chorros de agua luminosa que formaban figuras del pasado —un dragón, una espada, una silueta solitaria caminando hacia la luz.
Biel descendió del carruaje, con los ojos abiertos como lunas y el corazón palpitando con fuerza.
—Así que… esta es Renacelia… —susurró, más para sí mismo que para nadie.
Sus pies tocaron el suelo de la ciudad, y por un instante, sintió que la tierra misma respondía.
Como si un eco invisible le dijera:
"Bienvenido de nuevo."
Y mientras el sol descendía en el horizonte, ti?endo los tejados con tonos ámbar y violeta, Biel respiró profundo. No había muros en su pecho. No había miedo en su alma.
Solo una certeza.
—Estoy aquí. Esta vez… viviré todo como debe ser.
Y entonces, con pasos seguros y mirada ardiente, Biel se adentró en la ciudad donde todo volvería a comenzar.