Un cielo endurecido por el sol, donde el calor se adhiere a la piel como un castigo, una maldición qué quema, Don Arcelio habitaba una casa enclavada entre más qué la tierra y la nada: rajados muros de barro y un techo de vigas que crujían con cada soplo de viento. Alrededor, la tierra se extendía, te?ida de un ocre desolador. El aire, cargado de polvo y silencio, vuelto en un muro infranqueable. Silencio donde a veces escuchaba su propio nombre como un eco lejano escrito en las ventiscas, quizás solo era el zumbido incesante de una conciencia hambrienta.
Los días transcurrían entre vigilias y delirios, de frustrantes búsquedas por raíces que asomaran tímidas en la arena y la promesa de un milagro perdido. Con el fervor de un caballero que alza su lanza, Don Arcelio se internaba en aquel desierto, convencido de que más allá de las dunas hallaría un oasis o al menos un pu?ado de hierbas con las que enga?ar al hambre. Sin embargo, el sol devoraba la esperanza y convertía cada bocanada de aire en un pu?al ardiente. A veces, confundía los espejismos con gigantes amenazantes y las sombras alargadas con luces que lo llamaban. Corría tras ellos con el corazón en llamas, pero al alcanzarlos, la ilusión se disolvía y le dejaba la sed encajada en la garganta.
Las jornadas se convertían en un cruel ciclo: despertar con la promesa de encontrar sustento, vagar entre arenas que abrasaban los pies, y regresar con las manos vacías a esa íngrima casa. El manojo de raíces que lograba arrancar de la tierra se volvía cada vez más amargo y escaso. Cuando por fin se secaron por completo, Don Arcelio comprendió que su fuerza se extinguiría con ellas. La fatiga le doblaba, pero aún se asía a la esperanza, la esperanza que había sido su único refugio, sus manos partidas se aferraban al último resquicio de esperanza. Sin embargo, esa esperanza se volvía cada vez más frágil, como una braza que intenta avivarse en una tormenta.
Una tarde, el calor parecía un hálito qué le ardía toda la piel. Don Arcelio se arrastró hasta el pozo, arrastrando los pies, ya tan cansado que los pensamientos se le esfumaban como agua entre los dedos. El pozo—que anta?o había sido su orgullo—era apenas un hueco polvoriento con apenas una charca de lodo y piedras en su fondo. La cuerda colgaba rígida, recordándole la futilidad de sus empe?os. La mirada fija en el pozo parecía perderse en un sin fin de vacios, como si la tierra misma le estuviera desgarrando de sus resquebrajos de espíritu. Fue allí, en la arrinconada penumbra de su hogar, cuando sintió que la gravedad misma de la vida lo había abandonado. Como un náufrago sin barco, se dejó caer sobre la sombra escasa de su porche, sintiendo cómo el aire le comprimía el pecho.
El hambre, el sol, el polvo, todo se le amontonaba en su interior, empujando cada uno de sus pensamientos hacia mas cerca del borde. Cuando la luz se desvaneció por completo, el tiempo parecía detenerse en ese espacio entre la vigilia y el sue?o. Casi podía escuchar el latido de su propio corazón, un eco lejano en un mar de silencio. A veces, los murmullos de su mente se entremezclaban con los recuerdos de su hija, aquellos días en los que caminaba en la pureza del viento. Recuerdos qué se le volvían tan lejanos, tan irreales, como si la vida misma hubiera fuese únicamente un reflejo de sus propios sue?os.
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Los susurros se hicieron imágenes. En el ocaso, cuando el cielo se te?ía de un rojo ardiente, distinguió una figura formándose al filo del horizonte. Tenía la forma grácil de su hija, la que una vez iluminó las sombras y que el destino, cruel e implacable, le arrebató en un murmuro sin despedida. La figura se esfumaba y materializaba, bailaba y luego se cansaba, como una sombra que jugaba al escondite escapando y encontrando una mente cansada. Pensó, al principio que era solo un espejismo, una cruel burla del sol que lo había atormentado hasta los huesos. Pero cuando le encontró la mirada, descubrió en ella el amor que creía perdido, la misma luz que un día habitó los ojos de su hija. En ese instante, supo que no era un enga?o del desierto, sino un eco latente de lo que una vez fue, en el suelo, cubierto de arena, desde los pies hasta el cuello.
El corazón de Don Arcelio volvió a latir con un vigor que creía perdido; con torpeza invento ponerse de pie, la mente le enmara?aba pensamiento de entre alegría y pánico. La vio sonreír, llamándolo con la suavidad de un recuerdo inextinguible. El aire se volvía abrumador a su alrededor, y la visión pareció acercarse, envolviéndole con la calidez de algo perdido, de algo tangible. En su interior, la sed, el hambre y la pena se fundieron en un anhelo tan intenso que sintió su propia alma desgarrarse. Fue entonces cuando entendió que la muerte no era un verdugo, sino un umbral silencioso, la única senda que le ofrecía el sosiego que la vida, en su crueldad, le había negado.
—Ven conmigo, padre —susurró ella, con un timbre sereno que cortó el desierto como un canto divino.
Avanzó con la cadencia de alguien qué ya no teme, un paso, y luego otro. La arena de sus botas se le colaba en las llagas de los pies, pero cada paso más le aliviaba el alma. Las punzadas de la sed se disolvieron en el aire, y el dolor, que tanto tiempo lo había seguido como una sombra, cedió ante la ternura infinita del reencuentro. Ya no quedaba resistencia, ni voluntad de lucha, solo el deseo de perderse en la silueta que le extendía los brazos. Intentó correr, cada zancada se sentía más ligera, cada tropiezo le importaba menos levantarse, como si el peso de toda una vida de sufrimiento y soledad se desenvolviera con cada grano de arena que dejaba atrás. El sol se hundió por completo en el horizonte, y Don Arcelio se entregó a la noche y al llamado de su hija, fundiéndose con el desierto, como si nunca hubiera sido más que un suspiro en la nada qué ahora guarda los susurros de lo que nunca fue.