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El ocaso de un Rey joven.

  A?o 1004, Monasterio de Santa Cruz de Coimbra

  Era un día oscuro del recién llegado oto?o del a?o 1004, la reina, coronada en las Cortes portuguesas hacía apenas unos dos a?os, aguardaba noticias de su marido sentada en el claustro del Monasterio de Santa Cruz de Coimbra, el favorito de su marido, y el escogido por él mismo para superar su convaleciencia debido a la tuberculosis que hacía ya un mes había contraído.

  Su enfermedad se había complicado con el pasar de los días, y los médicos parecían no encontrar la solución para el rey de Portugal, Enrique II. Un rey que había sido coronado con la esperanza de traer prosperidad tras veinte a?os de miseria y pobreza de la mano de su padre, Fernando I, que había muerto entre los vítores del pueblo, el cual había vivido oprimido y con ingetes tributos que pagar a su monarca.

  La reina, Ma Eugenia Balboa, inmersa en sus pensamientos, empezaba a pensar en que sería de ella tras la inminente muerte de su marido. No había podido concebir un heredero, y el sentimiento de culpa se adue?aba de ella a medida que el reinado de su marido agotaba sus últimas horas en su final agónico. ?Cómo podía ser, que ella, una mujer hecha y derecha no hubiese sido capaz de darle a su marido el hijo que tanta falta le hace a todo monarca que espera continuar con su estirpe? Ya no había solución, pensó la reina.

  El sonido de unos pasos la sacó de sus cavilaciones, alguien traía noticias, pensó entusiasmada, para instantaneamente ser invadida por una gran angustia ante la posible naturaleza de las noticias que iban a darsele.

  Una vez la misteriosa figura cruó una de las esquinas del claustro hacia el pasillo en el que la reina se encontraba, pudo distinguir la figura de álvaro de Braganza, el más importante noble de todo el reino. Caminaba con desconfianza, algo inusual para su habitual chulería. Parecía querer evitar la mirada penetrante de la reina, que buscaba cualquier indicio de sentimientos que el noble trataba de evitar a toda costa.

  - Se?ora.- le saludó el noble quitándose el sombrero y haciendo una reverencia.- me temo que le traigo malas noticias.- dijo él conde mirando al suelo.

  Inevitablemente, la reina rompió a llorar y dijo entre sollozos:

  - ?A muerto ya?

  - No, todavía, no, pero puede ser cuestión de un par de horas. Su majestad el rey de Portugal se encuentra dictando su testamento y recibiendo la sagrada bendición. él mismo ha solicitado despedirse de usted, se?ora.

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  -?Seré capaz de verle sin perder la compostura?- preguntó la reina a sí misma sin parar de llorar.

  - Se?ora, para el rey es muy importante que usted se despida de él, ustde ha sido un apoyo muy importante durante su reinado, y necesita y quiere despedirse de su más fiel consejera.- dijo el noble convenciendo a la reina.

  - Está bien, llévame ante él.- le ordenó la reina al conde.- Sí, se?ora.

  La reina seguía álvaro de Braganza por los interminables pasillos tratando de hacerse a la idea del estado en el que iba a encontrar a su marido. Hacía tres días que no le veía, y podía haberse deteriorado mucho.

  Tras unos interminables cinco minutos de travesía entre los gélidos pasillos del monasteri de Santa Cruz, la reina y el conde llegaron a la puerta del dormitorio Real. El conde entró primero y la presentó:

  - Se?ores, su majestad, la reina MaEugenia Balboa de Portugal.

  La reina entró en la estancia y una bocanada de aire putrefacto le chocó en la cara. El hedor era insoportable, y el aire estaba espeso, muy cargado de enfermedad. El rey, con los ojos cerrados, abría y cerraba los labios en los que parecía el dictado de su testamento. A su derecha, un secretario redactaba los puntos que el rey le ordenaba.

  A la izquierda del rey, Pedro de Noro?a, obispo de Lisboa y máxima autoridad eclesiástica del reino recitaba interminables oraciones y bendiciones con la mano extendida sobre el monarca para hacer que su llegada al encuentro con nuestro se?or fuera más llevadera.

  La reina pudo distinguir también a Diego de Silva y Meneses, otro noble de grandes riquezas que apenas se había percatado de la llegada de la reina. Miraba al rey fijamente y parecía elaborar un plan en su cabeza para conducir al reinio por el buen camino, o eso pensó su majestad.

  Por último, en una esquina apartado, se encontraba Martín Vázquez de Acu?a, ricohombre sin condados ni se?oríos ni nada por el estilo. Representate del pueblo llano en las cortes. Representaba el cari?o que el pueblo portugués le había cogido al rey, y por tanto, su obligación era estar allí.

  - Acércate...- dijo el rey a la reina con un hilo de voz que apenas percibió la reina..- Acércate...- volvió a decir el rey, esta vez fue oído por su esposa que se acercó con gran rapidez.

  - Mi querida esposa.- dijo el rey en un suspiro mirando a la que había sido su mujer durante todo su corto reinado.- que pena que todo se acabe así...- susurró el rey con los ojos fijos en su su esposa viendo como salían las lágrimas de los ojos de la reina, una a una, con ritmo lento pero constante.- Mi reinado de la mano de mi vida llegan a su fin...

  -Ya lo sé querido, pero debes seguir adelante.- trató de consolarle su mujer.

  -No te angusties por mí querida...- susurró el rey.- tú serás la reina de Portugal hasta que Nuestro Se?or te reclame a su lado y al mío.

  La reina no sabía que hacer ni decir, el rey parecía que intentaba articular palabra pero apenas era capaz de hacerlo. Entonces intervino el obispo de Lisboa, Pedro de Noro?a.

  - Se?ora, no quisiera ser yo quien interrumpiese tan delicado momento, pero su majestad debe terminar su testamento y el tiempo apremia a medida que su salud se deteriora más y más.

  La reina entendió perfectamente que el clérigo le invitaba a abandonar la estancia. Como una despedida total y definitiva, la reina le dió un beso a su marido al cual no volvería a ver con vida.

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