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El visitante inesperado.

  Nahuel despertó aturdido. No fue una pesadilla lo que lo sacó del sue?o, sino un pesar profundo en el pecho. Era como si una fuerza invisible intentara clavarle un cuchillo, dejando una presión contundente cerca de su corazón.

  Se incorporó de golpe, asustado, llevándose una mano al pecho en un intento instintivo de calmar el dolor. Su respiración era entrecortada, y la preocupación comenzó a invadirlo. Sin embargo, algo más llamó su atención. La habitación estaba ba?ada en un brillo azul que no recordaba haber visto antes.

  Parpadeó, confundido, y giró la cabeza hacia la ventana. A través del vidrio, a lo lejos, vio una columna de luz azul ascendiendo desde el suelo hasta perderse en el cielo. Era imponente, casi irreal. Al final de aquella columna luminosa, un símbolo parecía proyectarse en el aire. Apenas lo distinguió antes de que se partiera en dos: un dise?o intrincado, similar a un calendario azteca.

  “?Qué está pasando?”, murmuró, mientras la extra?eza recorría todo su cuerpo como un escalofrío persistente. Su mirada permanecía fija, perpleja, en aquella luz hipnotizante que se alzaba en la distancia.

  El dolor en su pecho desapareció tan repentinamente como había llegado, pero Nahuel apenas lo notó. Toda su atención estaba puesta en la columna azul, que parecía llamarlo de una forma inexplicable, como si algo dentro de él respondiera a esa energía. Era imposible apartar los ojos.

  De pronto, un ruido seco lo sacó de su trance. Provenía de su escritorio. Miró con el corazón acelerado y vio cómo el relicario comenzaba a temblar. Era apenas un movimiento al principio, pero pronto se agitó con más intensidad, hasta que, como si tuviera voluntad propia, empezó a elevarse lentamente. Nahuel se quedó petrificado mientras el objeto flotaba en el aire, desafiando toda lógica, hasta que descendió suavemente sobre la palma de su mano extendida.

  “?Qué demonios…?”, pensó, su mente inundada por la confusión. Miró el relicario con cautela, inseguro de lo que podía pasar a continuación. Había algo inquietante en esa pieza, algo que no podía explicar.

  “No es lo más raro que has visto hoy”, pensó con un toque de sarcasmo, como si la ironía pudiera amortiguar el miedo que crecía dentro de él.

  El relicario comenzó a brillar con una intensidad casi cegadora. La luz, concentrándose, parecía emerger de su propia superficie, como si estuviera trazando algo en su interior. Las líneas formaron un círculo intrincado con patrones geométricos precisos que convergían en un símbolo central, similar a un escudo o un ojo. Peque?os triángulos invertidos decoraban los bordes interiores del círculo, complementando la complejidad del dise?o.

  El resplandor dorado que emanaba del relicario tenía algo hipnótico, casi hermoso, y por un momento Nahuel no pudo apartar los ojos. Pero esa breve fascinación no disipó su desconcierto.

  No había explicación alguna para lo que estaba ocurriendo. Estaba asustado, el día ya había sido demasiado pesado, y aunque el enojo aún burbujeaba en su interior, comenzaba a desvanecerse bajo el peso de los eventos tan extra?os que lo rodeaban.

  Pasaron unos minutos desde que el relicario se marcó con aquella extra?a figura. El aire frío llenaba la habitación, y Nahuel, todavía con el relicario en mano, se dejó caer sobre su cama. Lo miró con detenimiento, como si así pudiera descifrar lo que acababa de ocurrir.

  Sin apartar los ojos de él, estiró el brazo hacia el escritorio, tanteando hasta dar con su teléfono. Encendió la pantalla y tomó una foto del objeto, deseando encontrar algo que explicara su origen.

  “Runa Griega de protección,” leyó en voz baja, con incredulidad, al ver los resultados de la búsqueda. Las imágenes eran idénticas al símbolo inscrito en el relicario.

  “?Runas griegas?”, murmuró, intrigado, mientras deslizaba el dedo por la pantalla, buscando más información.

  El sonido de los carros nocturnos se filtraba a través de las paredes, llenando el ambiente con un ruido constante que parecía envolverlo todo. Pero esa calma se rompió abruptamente cuando escuchó un golpe en la puerta de su casa.

  —?Hijo? ?Eres tú? —La voz de su madre resonó desde su habitación, cargada de una inquietante familiaridad.

  —No… mamá —respondió Nahuel, intentando controlar el temblor en su voz.

  —?Puedes ir a ver quién es? —sugirió ella, justo cuando el sonido de la puerta de su dormitorio abriéndose llenó el silencio.

  El miedo lo paralizaba, un pensamiento martillaba insistentemente en su mente: "Suena como mi mamá… ?pero y si no lo es?"

  Luchando contra su desconfianza, se apresuró a vestirse, tomando el primer pantalón que encontró. Había estado durmiendo en ropa interior, y la urgencia del momento no le permitió detenerse a pensar. Terminó de subirse el pantalón y, con manos temblorosas, guardó el relicario en uno de sus bolsillos.

  Sus pasos eran lentos, como si el miedo le pesara más que el cuerpo. Avanzó hacia la puerta de su dormitorio mientras el desorden de ropa tirada cubría el suelo gris que crujía ligeramente bajo sus pies.

  Llegó a la puerta, un panel de madera color café claro con una manija metálica que reflejaba la tenue luz del cuarto. Al tomarla, sintió el frío del metal atravesar sus dedos, intensificando el leve temblor que recorría su cuerpo. Por un instante, dudó, pero finalmente giró la manija con cuidado, procurando no hacer ruido.

  Abrió la puerta lentamente y asomó la cabeza. Un alivio inmediato lo envolvió al ver que, efectivamente, era su madre quien estaba de pie en el pasillo. No era una de esas criaturas horribles que lo habían perseguido en sus visiones.

  —?Qué te pasa, hijo? —preguntó ella, con el ce?o ligeramente fruncido, intrigada por su comportamiento.

  —?Estás bien?

  —Sí, Má… solo… —Se detuvo, titubeando mientras decidía si contarle o no todo lo que había presenciado. Los recuerdos aún lo atormentaban, pero finalmente sacudió la cabeza.

  —No, nada —respondió, esforzándose por ocultar la agitación en su voz y la huella del miedo que aún lo perseguía.

  —?Quién puede ser a esta hora? —preguntó su madre, lanzando una rápida mirada hacia las escaleras, como si esperara que el silencio le diera una respuesta.

  Hizo una pausa antes de hablar de nuevo, observando a Nahuel con atención.

  —Vamos a revisar juntos —a?adió, dibujando una sonrisa cálida, como un intento de calmar la tensión que aún notaba en su hijo. —Vale, má —respondió, su voz apagada, como si el cansancio se reflejara en cada palabra. “Pensé que esta vez sí se preocuparía…” pensó, mientras su rostro dejaba entrever la decepción pasajera.

  Ambos descendieron la escalera, rodeada por una cálida luz amarilla que contrastaba con el frío que se filtraba por los rincones de la casa. Los escalones, en forma de caracol, estaban enmarcados por paredes blancas que amplificaban cada sonido, desde el eco de sus pisadas hasta el golpeteo rítmico en la puerta.

  El aire era frío, mordiendo la piel de Nahuel, quien aún estaba sin camisa. Temblando, se desvió con disimulo para tomar una escoba que estaba recargada en un rincón.

  Su madre lo esperaba frente a la puerta metálica de color gris, donde una sombra se perfilaba inquietante. Un nuevo golpe resonó, más insistente, extendiéndose como un eco inquietante por toda la casa.

  —?Quién es? —preguntó su madre, con un leve temblor en la voz.

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  Nahuel, ahora con la escoba en la mano, se acercó despacio, manteniendo la mirada fija en la puerta.

  —?Pueden abrir ya? —Una voz grave atravesó el umbral, sonando áspera y autoritaria.

  —Sé que están ahí —a?adió el extra?o, con un tono que oscilaba entre la impaciencia y el reproche.

  Algo en aquella voz hizo que Nahuel se detuviera. Era extra?amente familiar. Aunque el miedo seguía latente, su cuerpo comenzó a relajarse levemente. Aún con la escoba en mano, avanzó con pasos más decididos, aunque no del todo despreocupados. Su mano temblorosa alcanzó el pomo, girándolo con cautela, y la puerta se abrió lentamente.

  El rostro que apareció frente a él confirmó sus sospechas: era Dolos. La expresión de Nahuel traicionó sus pensamientos. “Es él”, se dijo, pero una punzada de inquietud persistió en su pecho. Sabía que la figura delante de él, por más conocida que fuera, no podía considerarse completamente confiable.

  Sin pedir permiso, Dolos cruzó el umbral, empujando ligeramente a Nahuel. El joven apenas tuvo tiempo de reaccionar; su cuerpo no llegó a tensarse para impedirle el paso. "Sería inútil", pensó con resignación, aceptando la superioridad física del intruso.

  —Tardan mucho en abrir, ?eh? —dijo Dolos, su voz cargada de impaciencia y un leve dejo de irritación.

  Miró a su alrededor con calma, recorriendo la casa con la mirada.

  —Por cierto, bonita casa. Pensé que sería… —se detuvo unos segundos, como si buscara la palabra adecuada, antes de hacer un gesto ambiguo con la mano— más peque?a.

  —?Quién te crees que eres? —exclamó la madre de Nahuel, alzando la voz mientras lo observaba con una mezcla de enfado y sorpresa. Su reacción inicial quedó opacada momentáneamente por lo imponente que resultaba aquel hombre; su altura y su porte atractivo no pasaban desapercibidos.

  —?Quién te dio permiso de entrar? —a?adió, su tono más firme, aunque algo vacilante.

  —Soy Dolos, se?ora, —respondió él, clavando su mirada en ella y recorriéndola de arriba abajo sin ningún disimulo.

  Cruzó los brazos frente al pecho con un aire desafiante, inclinando ligeramente la cabeza hacia un lado.

  —No se le habla así a un invitado —replicó, con una seriedad que rozaba la provocación.

  Luego, volvió su atención hacia Nahuel, dirigiéndole una mirada severa que hizo que el joven bajara la vista.

  —Tu hijo debió haberte hablado de mí.

  —No eres invitado—, la voz de su madre retumbó aún más furiosa, resonando en toda la casa.

  Algo en la se?ora, una expresión o quizá un gesto, provocó una extra?a nostalgia en Dolos. Se acercó lentamente, casi en trance, como si el aire alrededor hubiera cambiado de forma sutil pero irremediable. Su sonrisa, enigmática, se amplió mientras sus ojos se posaban en el rostro de la mujer, mostrando una felicidad sombría, un recuerdo perdido en el tiempo.

  —?Eres hija de Maslum? —, preguntó, casi susurrando, como si acariciara su rostro con las palabras.

  El ambiente cambió al instante. El aire frío que se colaba por la casa parecía intensificarse, y Nahuel, aunque ya sabía que Dolos conocía a su abuelo, sintió una punzada de angustia al escuchar ese nombre. El recuerdo de Maslum lo envolvía, tanto por la relación con él como por el dolor que había dejado atrás.

  Con un esfuerzo, Nahuel cerró la puerta, intentando contener el temblor que lo invadía. El silencio se adue?ó de la casa, solo interrumpido por el golpeteo del viento en las ventanas. Su mente, llena de preguntas y dudas, luchaba por encontrar las palabras.

  Miró a su madre, cuyo rostro reflejaba una mezcla de incomodidad y dolor. Finalmente, dejó escapar un susurro, la voz cargada de la nostalgia que no podía esconder.

  —?Quién era en verdad mi abuelo?

  —No quiero que hablen de ese hombre—. La voz de su madre, rota por la angustia, resonó en la habitación. El enojo seguía marcando su tono, pero los ojos llenos de lágrimas, que ya surcaban sus mejillas, mostraban una tristeza palpable.

  Primero gritó, su voz llena de ira, como si intentara borrar la presencia de Dolos de la casa con palabras. Pero luego, el enojo comenzó a quebrarse, como una marea que retrocede, dejando atrás las ruinas de su dolor. Las lágrimas brotaron antes de que pudiera detenerlas, y su cuerpo pareció encogerse bajo el peso de los recuerdos.

  Recordaba cómo aquella noche la había marcado para siempre, cómo su mundo se derrumbó en un instante. Las imágenes regresaban con claridad: las cenizas, el llanto desgarrador de su madre por el hombre que amaba. Ella había sido la primera en recibir la noticia: su padre se había quitado la vida.

  A?os después, la herida seguía abierta. La pérdida la había perseguido como una sombra, afectando cada aspecto de su vida. Ahora, como madre soltera, había depositado en él la esperanza de una figura paterna para su hijo. Pero ese vínculo se quebró, dejando un vacío que jamás pudo llenar.

  Revivió el dolor de aquellas noches interminables, cuando durante un a?o entero encontraba a su hijo llorando en su habitación, incapaz de consolarlo. Fue entonces cuando tomó la decisión de no volver a hablar del tema, como si el silencio pudiera protegerlos de las cicatrices que aún los definían.

  —Arruinó mi vida, es un egoísta y un…—. Su voz quebró, y, con un gesto instintivo, se tapó la boca con la mano.

  El lamento de su madre retumbó en las paredes, dejando una sensación de vacío que impregnó la casa, y Nahuel no pudo evitar sentir cómo las emociones se apoderaban de él. Un leve llanto empezó a formarse en sus ojos, mientras el peso de las palabras de su madre le oprimía el pecho.

  El nombre de su abuelo lo golpeó como una ráfaga helada. Los recuerdos se agolparon en su mente: las noches en las que lo abrazaba para consolarlo, las historias que lo hacían sentirse especial. Pero ese mismo nombre también traía consigo un peso oscuro que jamás había logrado comprender del todo.

  Dolos, aunque aparentemente tranquilo, parecía incómodo. Su mirada recorría el espacio, buscando alguna salida a la tensión creciente en el aire, pero pronto desistió. Con un leve suspiro, decidió sentarse en el sillón cerca de la ventana, buscando algo de consuelo en la posición.

  —Siéntense—. Su voz, más suave ahora, trató de transmitir calma. Hizo un gesto con la mano, como invitándolos a relajarse en medio de la tormenta emocional.

  Dolos se removía en el sillón, como si el mueble mismo lo rechazara. Intentó acomodarse varias veces, cruzando las piernas, apoyándose en el respaldo y luego enderezándose de nuevo, pero ninguna posición parecía serle suficiente. Finalmente, con un suspiro de aparente resignación, se tumbó, dejando las piernas estiradas y ocupando más espacio del necesario. Su postura, aunque relajada a simple vista, no lograba disimular la inquietud que parecía recorrerle el cuerpo.

  La madre, con las lágrimas surcando su mejilla, no lograba comprender qué hacía ese hombre en su casa. Su mirada reflejaba una mezcla de enojo y tristeza, emociones que siempre trataba de ocultar. Mientras observaba a Dolos acomodarse en el sillón, algo en su interior se rompió. Ya no pudo contener más la rabia que se acumulaba. Casi gritando, soltó:

  —?Qué?

  Dolos, con evidente dificultad para adaptar su tono a algo más empático, respondió sin inmutarse:

  —Les quiero hablar de Maslum.

  El rostro de la madre se tensó, y su voz, cargada de autoridad, salió casi como un susurro lleno de firmeza.

  —Te dije que no hablaremos de eso.

  A pesar de sus palabras, una pizca de curiosidad nostálgica, como una sombra de su pasado, apareció en su mirada. Se acercó a la entrada de la casa, abriendo la puerta sin vacilar, como si la frialdad del aire pudiera cerrar también cualquier puerta emocional. El viento cortante azotó la piel de Nahuel, que permanecía inmóvil, casi congelado en su lugar.

  —Fin de la discusión—. Su tono era severo, y con un gesto firme de su mano, invitó a Dolos a salir, sellando su decisión con la mirada.

  Dolos se levantó lentamente, como si el peso de sus propias palabras lo hubiera hundido en una carga que no podía soportar. Reflejaba un remordimiento palpable, y sus ojos se alzaron al techo de la casa, como si buscara refugiarse de la tormenta de sentimientos que lo embargaba. Quería evitar que las lágrimas se filtraran, pero no pudo evitar murmurar, con un tono cargado de pena, recordando a su viejo amigo.

  —él probablemente… esté vivo.

  Las palabras de Dolos golpearon el aire con una extra?a mezcla de esperanza y desesperación. La madre de Nahuel sintió cómo su molestia crecía, desbordada por la tristeza que se entrelazaba con la indignación. Ese hombre desconocido, parado en su sala, parecía burlarse de su dolor. La rabia se apoderó de ella, su voz saliendo con fuerza, buscando poner fin a la conversación.

  —No juegues con eso —dijo, su tono cargado de emociones que se debatían entre el enojo y la incredulidad.

  Nahuel, que hasta ese momento había permanecido en silencio, sintió un escalofrío recorrer su espalda. Las palabras de Dolos lo desconcertaban, pero un recuerdo fugaz cruzó por su mente. Axel, su amigo, ya había dicho esas mismas palabras heladas. Un nudo se formó en su pecho mientras su curiosidad, por fin, se imponía a la frustración.

  —?Es eso verdad? —preguntó, su voz vacilante, pero marcada por la intriga.

  Dolos lo miró fijamente, sus ojos comenzando a humedecerse. El dolor que reflejaban era inconfundible, y una lágrima recorrió su mejilla, traicionando la compostura que había intentado mantener.

  —Sí —respondió, su voz quebrada, pero llena de una verdad que resonó con el peso de a?os de secretos.

  —?No debes creer en serio en eso, hijo! —La voz de su madre atravesó el alma de Nahuel, cada palabra cargada de desesperación.

  La duda siguió acechando a Nahuel, pero la extra?a sucesión de eventos de esa misma noche sembraba una semilla de incertidumbre en su mente. La luz que ascendía al cielo, las criaturas que había visto, las habilidades sobrehumanas de Dolos... todo eso le sugería que tal vez, solo tal vez, nada de lo que había creído hasta ahora tenía sentido. “?Por qué mentiría?”, pensó, el miedo y la incredulidad comenzando a ceder paso a una incómoda aceptación.

  El cansancio se reflejaba en su rostro, pero más que eso, lo que lo invadía era la frustración. Quería respuestas, y las necesitaba con desesperación. Se sentó en el sillón de la sala, sintiendo como el peso de la noche recaía sobre él. Sus piernas temblaban por el esfuerzo, y decidió descansar un momento, aunque su mente no lo dejaba en paz. La pregunta persistía, atrapada en su cabeza.

  Cuando al fin logró calmarse, miró a Dolos con una intensidad que dejaba claro que ya no podía seguir ignorando lo que él había dicho.

  —?Qué le pasó entonces a mi abuelo? —preguntó, su voz cargada de tensión, pero también de una determinación renovada.

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