Ashworth, Inglaterra. 18 de mayo de 1816. La noche del debut de Lord Alex Romanov se cernía sobre la tranquila ciudad peque?a de Ashworth como un manto de terciopelo negro, salpicado de estrellas que parecían diminutas joyas incrustadas en el firmamento. Rodeada de extensos bosques y salpicada de peque?os pueblos en sus alrededores, Ashworth se preparaba para una de sus noches más importantes. En esta noche trascendental, marcada en los calendarios de la alta sociedad, los carruajes, cuyos espectros iluminados, serpenteaban por las calles empedradas, ascendiendo la colina hacia la majestuosa mansión Romanov. Cada vehículo que serpenteaba por las empedradas calles de Ashworth transportaba consigo la promesa de un evento inolvidable: el baile de debut del joven vizconde, Lord Alex Romanov.
En el interior, el salón principal resplandecía con la luz de candelabros de cristal, que proyectaban destellos sobre los vestidos de seda y los trajes de terciopelo. La música de un vals inundaba el aire, invitando a los presentes a entregarse a la danza y al coqueteo. Entre la multitud, destacaba la figura de Alex Romanov, el joven vizconde, cuya belleza angelical y porte aristocrático atraían todas las miradas.
Con sus cabellos rojos cual llamas danzantes y sus ojos verdes como esmeraldas, Alex parecía un ser de otro mundo, una criatura de ensue?o en medio de la pompa y el bullicio. Su piel, tan blanca como la nieve recién caída, contrastaba con el carmesí de sus labios, dibujando una sonrisa enigmática que ocultaba un secreto profundo.
A sus veinte a?os, Alex Romanov era el epítome del caballero perfecto: dulce, amable y empático. Sin embargo, tras esa fachada de perfección, se ocultaba un alma atormentada, un corazón que latía al ritmo de un deseo inconfesable. La mirada de Alex, perdida entre la multitud, buscaba algo que no encontraba, un anhelo que lo separaba del resto del mundo.
Mientras observaba a las damas y caballeros entregarse al frenesí del baile, Alex sintió un vacío en su interior, una sensación de extra?eza que lo separaba del resto del mundo. "Qué ironía", pensó, con una punzada de melancolía, "estar rodeado de tanta gente y sentirse tan irrevocablemente solo". Sus ojos, buscando refugio en la oscuridad de las ventanas, se posaron en la silueta de los bosques que rodeaban la mansión.
Allí, entre la espesura de los árboles centenarios y las ruinas de antiguos castillos, se extendía un dominio de sombras y enigmas, un lugar donde lo inusual y lo misterioso encontraban su morada. Un mundo que pronto reclamaría su atención.
El murmullo de la alta sociedad, como una brisa cargada de secretos, envolvía a Alex. Las risas cristalinas de las damas, el eco de las conversaciones sobre matrimonios y herencias, resonaban en el salón, pero para Alex, todo era un eco lejano, una melodía que no lograba tocar su alma. "?Será esta mi única perspectiva?" se preguntó, con una sombra de temor cruzando su rostro. "?Una vida de bailes vacíos y matrimonios convenientes, sin jamás experimentar esa conexión que todos parecen anhelar?"
Lady Whistledown, con su pluma afilada, seguramente estaría tomando nota de cada detalle, de cada mirada furtiva y cada baile prometedor. Pero incluso ella, con su perspicacia habitual, no podría descifrar el enigma que se ocultaba tras la sonrisa del joven vizconde Alex Romanov. Nadie, en aquel salón engalanado, sospechaba que el joven vizconde, tan codiciado por las damas, albergaba un deseo que la sociedad consideraría una tontería.
Mientras tanto, en un rincón apartado del salón, Lady Dorothea, una viuda de ojos penetrantes y lengua viperina, observaba a Alex con curiosidad. Algo en su mirada distante despertaba sus sospechas. “Hay algo en ese joven que no encaja,” pensó, entrecerrando los ojos con astucia.
La música del vals llegó a su fin, y un nuevo baile comenzó. Alex, con una sonrisa forzada, invitó a Lady Annelise a la pista. La joven, con el rostro sonrojado y los ojos brillantes, aceptó la invitación con entusiasmo. Alex la guio entre los demás bailarines, pero su mente estaba en otra parte, perdida en un laberinto de pensamientos y deseos inconfesables. "Madre insistirá en que debo elegir una esposa pronto," pensó Alex, con un suspiro interno. "?Cómo podré ofrecerle a una dama lo que mi corazón simplemente no siente? Temo condenarla a una vida de insatisfacción, tanto como temo la mía propia."
La noche avanzaba, y la fiesta alcanzaba su punto álgido. Los invitados, embriagados de champán y emoción, se entregaban al flirteo y al baile. Pero para Alex, la noche apenas comenzaba. Una noche que lo llevaría a descubrir los secretos que se ocultaban en las sombras de Ashworth, y a enfrentarse a los terrores que acechaban en su propio corazón.
La orquesta, con un crescendo de violines y flautas, anunció el inicio del vals. Alex, con la gracia natural que lo caracterizaba, se inclinó ante Lady Annelise, ofreciéndole su mano. —Lady Annelise—, dijo con una sonrisa amable, su voz con un tono suave y melodioso, —sería un honor tenerla como mi compa?era en este baile—. La joven, con un rubor que encendía sus mejillas, depositó su mano en la de él, sintiendo un ligero escalofrío al contacto con la piel fresca y suave del vizconde.
Alex la guio con una seguridad innata, sus movimientos fluidos y precisos, como si el baile fuera algo tan natural como respirar. Sus ojos verdes, centelleantes bajo la luz de los candelabros, se posaron en los de Lady Annelise, transmitiendo una calidez genuina que la hizo sentir especial. "Es una joven encantadora," pensó Alex mientras giraban, "y tan llena de vida. Ojalá pudiera sentir por ella la admiración y el afecto que la sociedad espera."
Con cada giro, Alex la acercaba más a su cuerpo, la fragancia sutil de sándalo y especias que emanaba de su piel envolviéndola en una sensación agradable. Sus dedos, largos y delicados, sostenían su espalda con una suavidad que la hacía sentir protegida. —La orquesta ha elegido una pieza exquisita esta noche, ?no cree, Lady Annelise?—, comentó Alex, manteniendo una conversación cortés y elegante.
Lady Annelise asintió con entusiasmo. —Oh, sí, Lord Romanov. Es mi vals favorito. ?Y usted baila de maravilla!—
Alex sonrió con modestia. —Es usted muy amable, Lady Annelise. Es un placer bailar con una dama tan agraciada—. Internamente, sin embargo, su mente vagaba. "?Cuánto tiempo más podré mantener esta fachada?" se preguntó con angustia. "?Madre no dejará de insistir hasta que encuentre una esposa adecuada? ?Cómo explicarle que mi corazón no se siente atraído por nadie? ?Cómo confesarle este vacío que me consume?"
A medida que el vals avanzaba, la pista de baile se llenaba de parejas, pero para las damas que observaban a Alex, él parecía brillar con luz propia. Su elegancia natural, su porte distinguido y su amabilidad genuina lo convertían en el centro de atención, sin que él pareciera darse cuenta.
Cada toque, cada mirada, cada sonrisa de Alex, aunque carecían de intención seductora, tenían un efecto cautivador en las damas. Su delicadeza las hacía sentir especiales, su elegancia las hacía suspirar, y su amabilidad las hacía anhelar su atención.
Incluso Lady Dorothea, desde su rincón apartado, no pudo evitar sentir una punzada de admiración al ver la naturalidad con la que el vizconde se desenvolvía en el baile. "Es un joven encantador," pensó, sin poder evitar una leve sonrisa.
This tale has been unlawfully lifted from Royal Road. If you spot it on Amazon, please report it.
Alex, ajeno al efecto que causaba, simplemente disfrutaba del baile, concentrado en la música y en la conversación con Lady Annelise. Para él, la noche era una oportunidad para disfrutar de la compa?ía de los demás, sin darse cuenta de que su encanto natural estaba robando corazones sin esfuerzo.
Mientras la melodía del vals se desvanecía y los aplausos llenaban el salón, Alex acompa?ó a Lady Annelise de vuelta a su madre. —Ha sido un placer bailar con usted, Lady Annelise—, dijo con una inclinación cortés.
—El placer ha sido mío, Lord Romanov—, respondió ella con una sonrisa radiante.
Discretamente, Alex se excusó y se dirigió hacia un grupo de caballeros reunidos cerca de la chimenea, donde el aire estaba cargado de un murmullo de voces graves. Al acercarse, pudo distinguir algunas palabras sueltas que flotaban en el aire como sombras.
—…dicen que llegó hace unos meses…
—…un hombre peculiar, sin duda…
—…se rumorea que trabaja en algo… insólito… en las afueras del pueblo…
Alex, cuyo espíritu habitualmente se mantenía distante de los triviales chismorreos locales, sintió una punzada de una curiosidad inusual ante estas insinuaciones veladas. Con una sonrisa amable, se unió al grupo. —Caballeros, ?me perdonan la intrusión? Estaba pasando y he oído que hablaban de un recién llegado al pueblo. ?Podrían iluminarme sobre este misterioso personaje?
Lord Harrington, un hombre corpulento de rostro rubicundo, se giró hacia Lord Alex. —Ah, Lord Romanov. Sí, nos referíamos a un tal se?or Víktor. Un hombre… de alguna índole científica, según parece.
—?Un hombre de ciencia?— preguntó Lord Alex, con un ligero eco de asombro en su voz. La frase resonaba con la promesa de lo arcano, un territorio inexplorado que comenzaba a despertar algo latente en su interior. “Víktor… un nombre poco común. ?Quién será este hombre que ha generado tanto revuelo?”
—Eso se comenta, Lord Alex— a?adió Sir Charles, un hombre delgado y de aspecto inquieto—. Se ha instalado en una propiedad apartada cerca del bosque, conocida como el “Castillo Oscuro”. Pocos lo han visto, salvo algunos campesinos que susurran sobre luces espectrales danzando en sus ventanas durante la noche y la resonancia de sonidos… indescriptibles.
—?Indescriptibles?— repitió Lord Romanov, su curiosidad te?ida ahora de una sombra de intriga.
—Así es, Lord Alex— continuó Lord Harrington, con un tono que insinuaba secretos oscuros—. Se habla de experimentos que desafían la comprensión. Cosas que quizás sea mejor no desvelar.
Una corriente de incertidumbre recorrió el semblante de Sir Charles. —Incluso se murmura que ha estado… perturbando el descanso de los difuntos en el camposanto local.
Ante estas palabras, un escalofrío, más allá del frío de la noche, se deslizó por la espina dorsal de Alex. La idea de violar la paz de los sepulcros era repulsiva, pero también poseía una cualidad extra?amente… cautivadora. —?Y nadie ha indagado más sobre estos rumores sombríos?
—Algunos han osado intentarlo, Lord Romanov— respondió Lord Harrington con un gesto de resignación—. Pero el se?or Víktor parece envolverse en un aura de misterio impenetrable. Y su morada se encuentra en un aislamiento casi sepulcral. Además, la mayoría prefiere no remover lo desconocido a menos que haya pruebas tangibles de alguna transgresión.
Alex permaneció en silencio por un instante, sus ojos verdes brillando con una intensidad introspectiva, como si estuviera contemplando un enigma recién descubierto. La imagen de este hombre llamado Víktor, trabajando en las sombras a las afueras del pueblo, envuelto en un halo de secretos y rumores macabros, evocaba en él una sensación inédita. No era temor lo que sentía, sino una mezcla de una profunda curiosidad y una fascinación casi… hipnótica por lo oculto. *“Un científico… ?qué clase de investigaciones podría llevar a cabo en un lugar tan aislado y generar tales habladurías? ?Quién es realmente este tal Víktor que reside en el Castillo Oscuro?”*
—Intrigante— murmuró Lord Alex, con la mente ya divagando por senderos inexplorados—. Tal vez sea prudente desentra?ar los velos que rodean a este se?or Víktor.
Los caballeros se intercambiaron miradas cargadas de incertidumbre, algunos con escepticismo palpable, otros con un atisbo de temor en sus ojos. Lady Dorothea, que había estado observando la escena desde una distancia estratégica, entrecerró los ojos, su expresión reflejando una astuta perspicacia. El joven vizconde Romanov, hasta ahora un enigma en sí mismo, parecía haber encontrado por fin un misterio que resonaba con su propia alma reservada. Y ella, con su intuición infalible, percibió que este se?or Víktor sería una pieza clave en el laberinto del destino de Lord Alex.
Mientras la curiosidad comenzaba a agitar el alma de Lord Alex, una semilla de inquietud plantada en el fértil terreno de su hastío aristocrático, la mente del narrador, cual espíritu errante, debe ahora abandonar la luminosa superficialidad del salón de baile. Pues, mientras la sociedad se deleita en la danza y el flirteo, en las sombras que se extienden más allá de los límites de Ashworth, otro drama, de una naturaleza mucho más sombría y trascendental, se desarrolla en la soledad del Castillo Oscuro. Allí, donde la naturaleza misma parece retroceder ante la presencia de secretos impíos, y donde la luz de la razón lucha por penetrar la oscuridad de la ambición desmedida, se alzaba un laboratorio de factura grotesca. Un santuario profano, sí, pero también el crisol donde la ciencia, despojada de toda consideración moral, se entregaba a una danza macabra con la locura, un espectáculo cuyo horror y cuyas consecuencias aún permanecían velados para el joven vizconde, aunque el destino, con sus hilos invisibles, ya comenzaba a acercarlo a este epicentro de sombras y misterio.
Dentro de este recinto sombrío, la luz vacilante de unas pocas lámparas de aceite proyectaba sombras alargadas y deformes que conferían al lugar una atmósfera aún más opresiva. La pálida luz lunar, filtrándose a través de los cristales empa?ados de los altos ventanales ojivales, iluminaba con una claridad espectral la labor sacrílega que allí se llevaba a cabo. El Dr. Víktor, cuyo rostro demacrado y pálido como el de un cadáver apenas mostraba vestigio de la juventud que alguna vez poseyó, se movía con una agitación casi convulsiva. Sus ojos, hundidos en profundas órbitas, brillaban con una intensidad febril, reflejando la tormenta de pensamientos desquiciados que agitaban su mente.
El laboratorio era un testimonio palpable de una mente que había trascendido los límites de la razón, un caos organizado de instrumentos quirúrgicos relucientes y afilados, dispuestos sobre pa?os ensangrentados como si fueran herramientas de un ritual oscuro. Frascos de vidrio de formas y tama?os diversos albergaban en su interior fragmentos de una anatomía desmembrada, suspendidos en líquidos de tonalidades inquietantes, cada uno un eslabón en la cadena de su ambición desmedida. El aire, pesado y fétido, se cargaba con la exhalación de la muerte y la promesa de una vida antinatural.
Sobre una mesa de madera maciza, marcada por incisiones profundas y manchas imborrables, yacía un cuerpo humano incompleto, abierto con una violencia casi blasfema. La piel, separada del músculo con una crudeza escalofriante, colgaba como un sudario profanado, revelando la intrincada y delicada estructura que subyace a la apariencia externa. El Dr. Víktor, con una concentración que rayaba en el trance, sostenía un bisturí de hoja fina, su punta danzando sobre la superficie de un nervio expuesto.
—Pronto… muy pronto…— susurró con una voz apenas audible, más un murmullo para sí mismo que una expresión dirigida a un oyente—. Desafiaré los confines de la existencia. La muerte… la muerte misma no será ya un obstáculo insuperable.
Sus dedos largos y huesudos, manchados de un carmín oscuro y pegajoso, se movieron con una precisión fría y deliberada, separando fibras musculares y tendones con una familiaridad aterradora. —La naturaleza se aferra con tenacidad a sus secretos—, continuó, con una sonrisa delgada y tensa que no alcanzaba sus ojos—. Pero yo… yo arrebataré esos secretos de su seno. Demostraré que el poder de otorgar vida ya no es patrimonio exclusivo de fuerzas divinas.
En un rincón sombreado, apilados con una indiferencia escalofriante, se encontraban otros restos humanos, aguardando su ensamblaje en la grotesca forma que habitaba la imaginación febril del Dr. Víktor. Un corazón, aún latiendo débilmente en un recipiente lleno de un líquido misterioso, parecía palpitar con una vida robada. Un par de ojos, vidriosos y sin expresión, miraban fijamente hacia la oscuridad, como si aún contemplaran los horrores de su último momento.
Pero la mirada del observador inevitablemente se sentiría atraída hacia el centro del laboratorio, donde una camilla de hierro toscamente construida soportaba una forma voluminosa, completamente cubierta por una sábana blanca. Sin embargo, la pureza de la tela estaba mancillada por extensas manchas de un color marrón rojizo oscuro, que se extendían como un mapa de la muerte. La sábana se elevaba y descendía ligeramente en algunos puntos, insinuando la presencia de algo grande y de constitución heterogénea debajo. Era aquí, bajo este sudario improvisado, donde residía la culminación de los esfuerzos obsesivos del Dr. Víktor, su creación en proceso, un ser ensamblado a partir de fragmentos de la existencia, esperando el momento en que la chispa vital lo despertara de su letargo.
El Dr. Víktor se apartó de la mesa de disección, su mirada fija en la camilla cubierta. —Mi triunfo…— exhaló, con una mezcla de orgullo y una locura apenas contenida—. Pronto te alzarás. Pronto contemplaremos juntos un mundo donde las sombras de la tumba ya no nos amenazan. ?Yo habré conquistado a la muerte!
Mientras las últimas palabras del doctor resonaban en el silencio del laboratorio, Lady Dorothea, aún en el salón de baile, dejó escapar un suspiro apenas perceptible mientras observaba a Lord Alex desde su discreto rincón. Una chispa de aguda inteligencia brilló en sus ojos al contemplar la mezcla de melancolía y curiosidad que emanaba del joven vizconde. “El destino”, pensó con una sonrisa casi imperceptible, “a menudo teje sus hilos de las maneras más inesperadas”.