Orlov había recibido los informes parciales:
De los sesenta mil marines que conformaban la oleada inicial, quince mil ya estaban muertos.
Una hora y cuarenta y tres minutos de operación.
Y apenas eran las ocho de la ma?ana.
Ahora, con la playa asegurada, solo quedaba limpiar las trincheras.
Avanzaba en silencio, cuando al doblar una esquina divisó una posición de ametralladora imperial.
Se agachó tras una cobertura improvisada, sacó una granada de su cinturón y la activó.
Esperó el primer tic...
...y al segundo la lanzó, describiendo un arco perfecto.
Cinco segundos después, la explosión sacudió el sector.
La posición enemiga lanzó chispas y humo, debilitada por la detonación.
—?Zank, avanza! —ordenó Orlov.
Zank saltó sobre la trinchera, rifle al hombro.
Un imperial trató de huir.
Por un instante, Zank dudó...
Luego apretó el gatillo.
El disparo atravesó al enemigo de lado a lado.
Zank jaló el cerrojo de su arma para recargar.
En ese instante, un disparo láser impactó su casco de protección, destrozándolo.
Zank cayó de espaldas, aturdido, pero logró quitarse el casco inservible.
Ahora su rostro estaba expuesto.
—?Despejado, se?or! —gritó Zank, jadeando.
Orlov asintió y ordenó avanzar.
El grupo siguió, limpiando metro a metro las trincheras.
En otra curva, dos imperiales emergieron corriendo hacia ellos.
Uno de ellos, un miembro de la raza Tyrunis, golpeó brutalmente a Orlov, estrellándolo contra la pared de la trinchera.
Un marine cercano alzó su rifle y disparó, derribando al primer Tyrunis.
El segundo, en un arranque de furia, atrapó a un marine por el cuello y lo estranguló.
Orlov, tambaleándose, levantó su rifle y descargó una ráfaga completa sobre él, partiéndolo en dos.
Jadeando, Orlov cayó de rodillas en el barro de la trinchera.
Se quedó sentado ahí, respirando pesadamente, el rifle apoyado en su muslo.
Su visor estaba agrietado, su uniforme manchado de sangre, barro y polvo.
Zank se acercó corriendo, deteniéndose al ver la escena.
Durante un breve segundo, ambos se miraron.
Había agotamiento en sus ojos, pero también algo más oscuro: una aceptación silenciosa de que esto no era el final... solo otro paso más en el infierno.
Cuando Orlov logró incorporarse de nuevo, una voz estalló en su comunicador:
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—Pájaros a tierra. Contacto confirmado. Soliciten blancos.
Orlov tomó el comunicador cubierto de barro y respondió con voz rasposa:
—Objetivos en 76-60-01. Trincheras y nidos de ametralladora.
—Copiado. Pájaros bajando. —contestaron.
Instantes después, diez cazas humanos pasaron en formación cerrada.
Sus ametralladoras retumbaron como truenos.
Una franja de muerte y destrucción barrió las trincheras imperiales, despejando el camino para el avance de las tropas humanas.
—?Nuestros aviones! —gritó un marine en las trincheras, con la voz quebrada entre la emoción y la rabia—. ?Al fin, maldita sea!
La moral renació como un incendio.
Los soldados, impulsados por la visión de sus cazas, apretaron el paso y redoblaron la ofensiva.
Kruska, desde su posición más retrasada, vio la masacre sin poder intervenir.
Las órdenes eran claras:
Retirada.
Las defensas eran inaceptables.
No valía la pena sacrificar más vidas imperiales en aquella playa de muerte.
Pero la retirada era incompleta:
tres mil imperiales habían sido condenados a quedarse atrás para cubrir la retirada.
Morirían por la luz de las Matriarcas... o serían enterrados bajo la nieve roja.
Kruska, con el alma helada, fue uno de los pocos afortunados en abordar un transporte de evacuación.
Mientras se alejaba, no pudo evitar mirar una última vez hacia la costa devastada.
No sentía honor.
Solo alivio de no morir allí.
Las trincheras principales ya estaban aseguradas, pero aún estallaban focos de resistencia en campo abierto.
Un grupo de ciento setenta humanos avanzaba por un terreno quebrado cuando fue frenado por una nueva línea de defensa imperial.
Intercambiaron disparos feroces: humanos cayendo, imperiales abatidos.
Un soldado humano, cargando un lanzacohetes de plasma, se deslizó hasta una cobertura.
Buscó línea de tiro.
Cuando encontró el ángulo, disparó.
La carga impactó de lleno en el centro de la línea enemiga, desmembrando a tres imperiales en una nube de sangre.
La cortina de fuego enemigo vaciló.
Los marines aprovecharon al instante, avanzando en oleadas, y finalmente tomaron la posición, eliminando a los treinta defensores.
Entonces, algo inesperado ocurrió.
Dos imperiales —uno Torkyrian y otro Kzarioth— emergieron de entre las ruinas, con las manos alzadas, gritando en su lengua natal:
—?Z?n-Mar! ?Aqeo Val?n! ?Kael Kar?n!
Dos marines humanos, cubiertos de lodo y sangre, se acercaron, rifles en mano.
—??Qué!?... ?No te entiendo! —gritó uno, confundido.
Los imperiales no bajaban las manos.
Seguían gritando su frase desesperada.
—?Z?n-Mar! ?Aqeo Val?n! ?Kael Kar?n!
Los humanos se miraron brevemente, tensos.
Uno de ellos hizo se?ales:
—?Tírate al suelo!... ?Al suelo, rápido!
Los imperiales, entendiendo gracias a los traductores de sus armaduras, obedecieron de inmediato, arrodillándose con las manos sobre la cabeza.
Orlov, que había llegado a la escena junto a Amélie y su unidad, observó en silencio.
Por un momento, la tentación de acabar con ellos estuvo presente...
Pero su deber, su humanidad endurecida pero aún viva, habló más fuerte.
—?Tómenlos prisioneros! —ordenó, en voz firme—. ?Atadlos y enviadlos a retaguardia!
Los marines obedecieron sin dudar.
La República no era el Imperio.
Y eso debía mantenerse, aun en el infierno.
Orlov se dejó caer junto a Amélie, en un rincón de la trinchera ahora tomada.
La nieve sucia, la sangre congelada, el olor a ozono y carne quemada eran lo único que dominaba el aire.
Sus cuerpos dolían, sus almas pesaban más que sus mochilas de combate.
La misión había sido completada.
La playa era suya.
A un precio devastador.
Amélie lo miró de reojo, viendo sus ojos cansados, hundidos tras la visera agrietada.
—?Has dormido bien? —preguntó, más por romper el silencio que por verdadera curiosidad.
Orlov esbozó una sonrisa amarga.
—No... no desde las escaramuzas de hace tres meses —contestó, sacando un chicle arrugado de su cinturón.
—Tal vez, terminando esta misión, puedas dormir un poco —murmuró Amélie, estirando la mano.
—Me terminé los míos... ?me das uno?
Orlov no respondió.
Simplemente le extendió la envoltura, donde quedaban dos chicles arrugados, mientras masticaba lentamente el suyo.
Ambos se quedaron sentados, en silencio, mientras el humo de la batalla aún flotaba sobre el paisaje destrozado.
Frente a ellos, la playa de Morevsk se extendía como una enorme herida abierta:
cráteres ennegrecidos, trincheras colapsadas, nieve manchada de rojo y barro.
Habían ganado.
Pero nada olía a victoria.
Solo al viento helado...
y al eco de los muertos.
Tres horas habían pasado desde la caída de Morevsk.
La cabeza de playa ya estaba asegurada.
Más de cuatrocientos sesenta mil setecientos refuerzos —entre cuerpos de marines y legiones del ejército— habían desembarcado, junto a quince mil blindados y más de cinco mil obuses listos para la campa?a terrestre.
El rugido de motores, el retumbar de pasos de infantería y el clamor de oficiales organizando columnas llenaban el aire.
La nieve estaba revuelta en barro negro, salpicado de restos de batalla y humo de artillería.
La República tenía su marco de acción.
Ahora, comenzaba la verdadera guerra.
Friedrich, recién llegado a la cabeza de playa, había elegido como base de operaciones un antiguo búnker imperial, semidestruido pero aún funcional.
Desde allí, organizaba las siguientes fases de la ofensiva.
Miró el panorama durante un largo instante antes de hablar:
—Fue una masacre —murmuró, su voz cargada de pesar.
—Sí, se?or —respondió su asesor, bajando la cabeza respetuosamente—. Pero debemos concentrarnos en las operaciones venideras.
Friedrich asintió lentamente.
Luego se giró hacia un comandante cercano:
—Mis marines deberán recibir medallas y descanso —ordenó con voz firme—. Denles raciones dobles.
Informen que, todo aquel que siga de pie tras esta operación, recibirá la Gladius Honoris y la Meritum Honoris, Officii et Sacrificii.
No es por su éxito...
Es porque no dejaron de avanzar, aún cuando todo parecía perdido.
—?Sí, se?or! —respondió el comandante, inclinándose antes de partir.
Friedrich exhaló pesadamente, como si la atmósfera misma fuera demasiado pesada de soportar.
Entonces, giró hacia su grupo de asesores y generales reunidos alrededor de mapas improvisados sobre viejos barriles:
—Ahora sí —dijo, su voz endureciéndose—. A continuar con las operaciones.
El infierno solo acaba de comenzar.