La puerta metálica de la sala de interrogatorios se deslizó con un leve zumbido, y por ella entró Rail’Tai con paso firme y entusiasta. Su postura irradiaba confianza, y en su rostro se dibujaba una sonrisa que desentonaba con la tensión de la habitación.
Los prisioneros terranos estaban sentados en una hilera de sillas de metal, con las mu?ecas esposadas a la mesa frente a ellos. Las luces frías del techo parpadeaban de vez en cuando, lanzando destellos irregulares sobre los muros de acero oscuro. El aire olía a metal y sudor, una combinación típica de los búnkeres militares subterráneos del imperio.
Rail’Tai se detuvo frente al comandante terrano, inclinándose ligeramente hacia él con una expresión de curiosidad mal disimulada. Sus ojos brillaban con un matiz amarillo intenso, casi felino. Aunque su figura era similar a la de un humano, sus orejas puntiagudas y su piel de un tono dorado marcaban la diferencia.
— Malditos terranos, me gustaría que estuviéramos en la tripulación de un tanque juntos — dijo con un deje de diversión en su voz.
El capitán Alexei Voronin la observó con el ce?o fruncido, su expresión mostrando una mezcla de desdén y sarcasmo.
— ?Compa?era? Me llamo Alexei Voronin, compa?era — respondió, enfatizando la última palabra con una ironía palpable.
Rail’Tai rió suavemente, pasándose una mano por el cabello, recogiéndolo con un gesto elegante antes de cruzarse de brazos.
— Calma, calma, compa?ero. No hay necesidad de agresividad conmigo — dijo, su tono adquiriendo un matiz casi seductor mientras mantenía su sonrisa inquebrantable — Solo quería conocerte mejor. Después de todo, pronto serás parte de nuestra gran casta imperial. ?Por qué no me hablas un poco de tu raza? Estoy segura de que podemos aprender mucho de ustedes.
Alexei sostuvo su mirada sin pesta?ear, su expresión endureciéndose como el acero de los blindados que solía comandar.
— Me niego a hablar con un alienígena que invadió el planeta de mi raza y pretende forzarnos a unirnos a su imperio — respondió con voz firme y cargada de desafío.
El silencio que siguió estuvo cargado de tensión. Rail’Tai lo observó con un brillo peculiar en los ojos, como si disfrutara del reto. Se inclinó un poco más sobre la mesa, dejando que su sombra cayera sobre el rostro de Alexei.
— ?En serio estarás con esa actitud? No le hablaré a los altos mandos de estar en un tanque cuando tu raza deje de ser primitiva, compa?ero — dijo con una risa que pronto se convirtió en una carcajada alta y clara, resonando en la sala metálica — Es mejor que me digas, compa?ero. Necesito información para que tu raza deje de ser primitiva. Pero antes de eso... háblame de ti.
Alexei suspiró, ladeando la cabeza con fastidio.
— ?Quieres saber de mí? Eh... — se acomodó en su silla, inflando el pecho con un gesto de orgullo — Está bien, pero después no quiero que te aburras.
Los demás tripulantes del tanque terrano, sentados a su lado, compartieron una mirada rápida antes de taparse los oídos con resignación.
— Nací el 23 de agosto del a?o 2117 — comenzó, su voz resonando con un tono casi monótono — Pasé la mayor parte de mi vida en el planeta Zarya, en los límites de lo que alguna vez fue la antigua nación de la URSS, que actualmente pertenece al Principado de Rusia.
Rail’Tai inclinó la cabeza con curiosidad, pero Alexei continuó sin darle oportunidad de interrumpir.
— A los cincuenta a?os decidí ingresar a la academia de comandantes de vehículos blindados de la URSS. De ahí fui enviado al planeta capital, Moscú, para continuar mis estudios. A mis seteta a?os, en el a?o de 2187, comenzaron las tensiones entre los malditos traidores de los Estados Unidos Planetarios. Terminé mi educación y decidí irme al Principado de México para completar mi formación en artillería y munición. Cuando estalló la guerra en el a?o 2237, serví en las fuerzas regulares del Principado de México. La guerra fue larga... duró cuarenta a?os.
El silencio en la sala se hizo más denso. Solo se oía el leve zumbido de la iluminación y el ocasional chasquido de los sistemas de ventilación. Rail’Tai, sin embargo, no apartaba la mirada de Alexei, escuchando atentamente cada palabra.
— En el a?o 2277, la guerra terminó con la destrucción del mundo capital de los Estados Unidos Planetarios. Y esa, alienígena, es mi vida. Ahora dime, ?estás feliz? — terminó con una sonrisa de satisfacción, reclinándose en su silla con expresión triunfal.
Rail’Tai parpadeó un par de veces, procesando la cantidad de información que acababa de recibir.
— Wow... demasiada información... — murmuró, frotándose las sienes con una mano antes de sonreír de manera incómoda — Creo que volveré después de... unos minutos.
Sin esperar respuesta, se dio la vuelta con rapidez y salió de la sala, sus botas resonando en el suelo metálico mientras la puerta se cerraba detrás de ella.
Los tripulantes del tanque terrano se destaparon los oídos y miraron a su comandante con una mezcla de incredulidad y diversión.
— Le diste una cátedra de historia, comandante — murmuró uno de ellos con una sonrisa burlona.
Alexei solo se encogió de hombros, disfrutando el peque?o triunfo.
Kruska se quedó pasmado al escuchar sobre una guerra planetaria, la destrucción de un planeta entero. ?Cómo podrían haber hecho algo así? ?Qué arma habían inventado para semejante devastación? La magnitud del conflicto le resultaba incomprensible. La cantidad de a?os transcurridos desde ese acontecimiento le pareció absurda, pero no tuvo tiempo de procesarlo todo, pues la carguera le dijo que la acompa?ara a la enfermería.
Cuando Kruska regresó a la sala de interrogatorio, ahora solo, no tardó en hacer una sola pregunta a los humanos, una que surgió de forma impulsiva, sin previo aviso ni preparación.
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— ?Cuánto tiempo ha pasado desde aquella guerra planetaria? — La pregunta resonó en la sala, directa, cargada de exigencia y desesperación. Su voz se alzó como una ráfaga cortante que no dejó espacio para evasivas.
Los prisioneros se miraron entre sí, claramente sorprendidos por la abrupta pregunta. Fue el encargado de sistemas quien rompió el silencio, con las manos atadas y el rostro tenso, como si las palabras que estaba a punto de pronunciar le costaran cada fibra de su ser.
— Apenas han pasado cinco a?os desde que terminó la guerra. Nos estábamos recuperando del conflicto cuando ustedes llegaron —dijo, su voz resonando con una mezcla de frustración y amargura. Sus ojos brillaban con una intensidad peligrosa, como si las palabras fuesen solo el comienzo de una furia que estaba a punto de estallar. Miró a los demás prisioneros, buscando se?ales de que revelar esa información podría ser peligroso, pero continuó, incapaz de callar—: Si estuviéramos operando a plena capacidad, no solo los habríamos expulsado, sino que los habríamos destruido. Desde el soldado más insignificante hasta la nave más poderosa de ustedes, alienígenas.
Las palabras fueron acompa?adas de un apretón de manos, sus dedos apretándose con tal fuerza que los nudillos se tornaron blancos. La rabia era palpable en su rostro, una furia contenida por tanto tiempo que ahora salía a la superficie como un grito silencioso. Kruska observó con atención, notando cada gesto, cada tic nervioso en el prisionero. No era solo la ira lo que había detrás de esas palabras, sino una determinación férrea.
La tensión en la sala se hizo densa, como si el aire mismo se hubiera vuelto más espeso. Kruska procesó la respuesta, comenzando a entender la magnitud de la guerra y la potencial fuerza de los terranos. ?Cómo podían estar tan cerca de la destrucción total y aún así mantenerse firmes?
Cuando la interrogadora regresó, su actitud había cambiado por completo. La sonrisa y la jovialidad que la habían caracterizado desaparecieron, dejando paso a una expresión fría y calculadora. Sus ojos, antes cálidos, ahora eran afilados y penetrantes, como cuchillos listos para cortar cualquier intento de evasión. Caminó hacia los prisioneros con pasos firmes, como si cada uno de sus movimientos estuviera calculado para imponer autoridad.
— Por última vez lo diré — Su voz cortó el aire, firme, sin rastro de simpatía—. Denme la información que necesito: ?Cómo operan sus vehículos? ?Tienen más planetas cercanos? ?Cómo es la estructura de su gobierno? ?Cuántos soldados disponen?
Cada pregunta fue disparada como una bala, cada palabra pesada con la amenaza de lo que podría seguir. No había espacio para respuestas vagas. La interrogadora se mantenía erguida, su postura autoritaria llenaba la habitación de una presión opresiva, como si la gravedad misma se hubiera multiplicado.
Los prisioneros intercambiaron miradas, sabían que cualquier respuesta podría ser peligrosa. Algunos apretaron los dientes, otros desviaron la mirada, pero ninguno parecía dispuesto a hablar. El capitán Alexei Voronin, sin embargo, alzó la cabeza con desafío, su voz cargada de una arrogancia que no pudo ser disimulada.
— ?Y si te dijera que no? — La sonrisa seca que se dibujó en sus labios denotaba desprecio—. ?Qué harías entonces, alienígena? ?Torturarnos? Buena suerte con eso. Los terranos no se rompen tan fácilmente.
La interrogadora lo observó en silencio por unos segundos, sin cambiar su expresión. No se inmutó. Finalmente, se dio la vuelta y salió de la sala, dejando tras de sí una atmósfera de inquietud y tensión. Algo en su actitud sugería que este juego aún no había terminado.
El Imperio Interestelar tenía prohibido el uso de métodos de tortura física, pero las reglas no mencionaban nada acerca del da?o psicológico. Esa misma noche, los prisioneros terranos fueron despertados cada hora por un estruendoso ruido: una alarma ensordecedora que retumbaba en sus celdas como el golpe de un martillo, incapaz de dejarlos descansar. La falta de sue?o comenzó a hacer estragos rápidamente en sus cuerpos y mentes, y el agotamiento se hizo cada vez más palpable.
Al quinto día, los tripulantes del tanque ya no podían ocultar el agotamiento que los consumía. Sus rostros estaban marcados por profundas ojeras, sus cuerpos temblaban por la falta de alimento, y sus mentes parecían desmoronarse, sumidas en un caos de pensamientos dispersos. A pesar de todo, se mantenían en silencio, como si cada palabra fuera una amenaza de algo peor.
Alexei observaba a sus hombres con una mezcla de orgullo y preocupación. Los cuerpos, demacrados por días de hambre, se mantenían de pie gracias a la voluntad más que a la fuerza. La privación no era solo física; la mentalidad de supervivencia se desmoronaba a medida que los días pasaban, cada alarma resonando como un recordatorio de su impotencia. Los murmullos entre los hombres se hacían cada vez más apagados, mientras sus ojos reflejaban lo que solo el hambre y el cansancio podían hacer: un vacío que no podría llenarse con nada.
La luz amarillenta de las lámparas de la sala de mando imperial proyectaba sombras largas y frías sobre las paredes metálicas. Kruska se mantenía de pie junto a los pantallas, los dedos cruzados sobre su pecho, observando los informes que le llegaban en silencio. Su expresión mostraba una mezcla de tensión y preocupación, aunque el líder de los soldados del Imperio estaba acostumbrado a tomar decisiones difíciles. Había algo inquietante en la mirada desafiante del capitán humano. ?Qué tan lejos estaban dispuestos a llegar estos terranos? ?Serían capaces de resistir hasta el último aliento? ?Qué tan lejos estaban dispuestos a ir para ser derrotados?
El capitán Alexei Voronin se recostó contra la pared de la celda improvisada, su espalda contra el frío metal, encorvado por el peso de la derrota y el hambre. Sus hombros, que alguna vez habían estado rectos con orgullo, ahora caían pesadamente. Su rostro, generalmente imbuido de determinación y fuerza, estaba marcado por la fatiga y el agotamiento. Miró a sus hombres, que estaban sentados o de pie, con los rostros marcados por días de sufrimiento, pero con algo en sus ojos que aún reflejaba la resistencia de aquellos que no se rendirían fácilmente. Era claro que, aunque el cuerpo había cedido, el espíritu seguía luchando.
— No los culparé si deciden hablar —murmuró, su voz quebrándose levemente, mientras su mirada se desvanecía hacia el suelo. — Han demostrado más valor y resistencia de lo que cualquiera podría esperar. Si caen, lo harán con honor.
Un sollozo bajo, casi imperceptible, surgió de uno de los hombres, el más joven, cuyo rostro había perdido toda su juventud bajo la presión del sufrimiento. Algunos asintieron, otros simplemente miraron al capitán en silencio, como si comprendieran las palabras que no se decían. Nadie se atrevió a hablar, pero todos compartían el peso de esas palabras. La privación ya no era solo una cuestión de alimento, sino de esperanza. Cinco días sin comida y con apenas momentos fugaces de sue?o… incluso para los terranos, esa situación era una de las pruebas más duras a las que habían sido sometidos.
La puerta se abrió de golpe. La figura de la interrogadora, la carguera Rail’Ta, apareció en el umbral. Su presencia era inconfundible, pero esta vez había algo diferente en su porte. El uniforme formal que llevaba, más ajustado que de costumbre, acentuaba sus curvas, pero en sus ojos ya no había arrogancia ni impasibilidad. Esta vez, los ojos de Rail’Ta destellaban una mezcla de culpa y compasión. Un contraste con la frialdad que había mostrado en anteriores encuentros.
— Mis disculpas… —comenzó, su voz más suave de lo habitual, apenas audible sobre el sonido constante de la maquinaria imperial. — Esto no es personal. A veces… simplemente necesitamos resultados, y nuestra ética nos prohíbe la fuerza bruta. Pero… —hizo una pausa, su mirada perdida por un momento, antes de morderse el labio. — Les juro que no disfruté de esto.
El silencio de los prisioneros era total. Nadie respondió de inmediato, aunque las miradas de desconfianza seguían pesando en el aire. Voronin, aún jadeante, apenas consciente de la realidad que lo rodeaba, levantó una mano temblorosa, su rostro reflejando la desesperación.
— Hab…laremos —susurró con la voz rota. — Pero por favor… comida. Agua. No más juegos.
Rail’Ta asintió con rapidez, sabiendo que la resistencia de los prisioneros era la clave para evitar que su ejército se desmoronara. Emitió órdenes de inmediato, su voz resonando en el comunicador. En minutos, bandejas con comida ligera y agua fueron llevadas a la celda. Los prisioneros, en un gesto casi primitivo, se abalanzaron sobre la comida, devorándola con una mezcla de gratitud y desconfianza. Cada bocado parecía ser una reafirmación de su humanidad, aunque el cansancio seguía acechando en cada gesto.
Al ser trasladados a una celda más cómoda, el interrogatorio continuó. Las preguntas fueron simples al principio: ?Cómo se estructura su gobierno? ?Cuántos planetas controlan? ?Qué armas poseen? Voronin, con la mente nublada por la privación, respondió con cautela, consciente de que cada palabra podría tener consecuencias. Su voz, que normalmente sería firme, ahora sonaba distante, casi ajena a él mismo.
Pero fue la última pregunta la que cambió la atmósfera. Una tensión palpable surgió entre los presentes.
— ?Cuántos mundos quieren ser independientes? —preguntó Rail’Ta, fijando su mirada en el capitán.
Voronin la miró fijamente, sus ojos ahora un poco más claros, como si la pregunta le hubiera devuelto parte de su consciencia. El aire en la sala parecía volverse denso, como si el tiempo mismo hubiera decidido suspenderse para esperar su respuesta.
— Veinte de diez millones novecientos treinta y dos mil cuatrocientos. —respondió Voronin, sus palabras ahora llenas de una firmeza renovada. — Esa es la realidad. Somos terranos. No siempre estamos de acuerdo, pero cuando enfrentamos una amenaza externa… somos uno solo.
El silencio invadió la sala, profundo, pesado. Rail’Ta parpadeó, sorprendida, sin poder evitar un leve resquicio de asombro en su rostro.
— ?Veinte? ?Eso es todo? ?De casi once millones? —murmuró, como si no pudiera comprender la magnitud de lo que había oído.
Voronin mantuvo su mirada fija en ella, sus ojos ardiendo con la intensidad de la verdad que acababa de revelar. Veinte mundos era una peque?a fracción de la humanidad, pero su unión en la adversidad mostraba algo que incluso los imperialistas no podían ignorar: una fuerza imparable cuando se trataba de sobrevivir.
El ambiente era tenso, casi tangible. Rail’Ta procesaba la información lentamente, cada palabra de Voronin pareciendo resquebrajar su juicio sobre la humanidad terrana. Por primera vez, algo cambió en su mirada, un destello de respeto, quizás incluso una peque?a chispa de duda sobre las decisiones que habían tomado. El capitán humano, con sus palabras, había desafiado no solo a ella, sino también al imperio al que servía.
Con la nueva información en manos de Rail'Ta, se apresuró a transmitirla a sus superiores. La respuesta llegó en forma de una decisión que hizo temblar las paredes de la sala de mando. Los humanos se habían retirado a otra zona del planeta y, antes de que la nueva flota imperial pudiera llegar, habían logrado establecer contacto con un sector humano separatista que les ofreció acceso a veinte planetas. No era mucho, pero, en su contexto actual, parecía un avance significativo. O eso pensaron.