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Sangre, Barro y Nieve

  Tras el fallido intento de asalto en el centro, los flancos derecho e izquierdo continuaron con el avance.

  Fueron repelidos con menor violencia que el frente central… pero repelidos, al fin y al cabo.

  Hasta el momento, el total de bajas combinadas ascendía a más de dos mil.

  El centro había sido un matadero: casi la mitad de los tres mil marines enviados habían caído.

  Abbas estaba en la carpa de mando.

  El olor a tela húmeda, barro y sangre parecía adherido a las paredes.

  Una noticia buena:

  parte de los refuerzos llegarían en tres días, gracias al envío de quinientos camiones Tarántula.

  Pero también… una noticia nefasta.

  Los refuerzos imperiales ya no eran sesenta mil.

  Nuevas estimaciones visuales hablaban de más de ciento cincuenta mil Imperialis en movimiento.

  En Polyusovsk, apenas había casi cincuenta mil marines —la mitad del IX Cuerpo—, acompa?ados por otros ochenta mil de refuerzo.

  Y estaban solos.

  —Carajo… —dijo Abbas, pasándose la mano por el rostro.

  —?Qué haremos ahora, se?or? —preguntó uno de los comandantes.

  Abbas respiró hondo.

  —Nos posicionamos a quinientos metros del puente —ordenó, mirando el mapa como si esperara que se redibujara solo—.

  Quiero líneas de trincheras en todo el frente. Ya.

  Sabía que no era la mejor opción.

  Pero no había otra… si querían sobrevivir tres días más.

  Quinientos camiones significaban veinte mil hombres más.

  Si sus fuerzas iniciales resistían, y se mantenían al menos la mitad en condiciones de pelear, Abbas tendría entre cincuenta y sesenta mil soldados operativos junto a los refuerzos.

  No era suficiente.

  No para enfrentar a casi doscientos mil imperiales que se avecinaban con los refuerzos.

  Las trincheras ya estaban siendo cavadas.

  A pesar del cansancio, los soldados trabajaban sin pausa, intentando hacerlas al menos algo acogedoras.

  Usaban troncos caídos del bosque bombardeado, tablones improvisados, trozos de Petramármol para fortalecer zonas clave.

  Incluso se habían construido peque?os búnkeres de madera reforzada cerca del centro de mando.

  La nieve empezó a caer.

  El blanco cubría lentamente la tierra removida.

  Las trincheras se te?ían de gris y blanco, como huesos expuestos bajo la tierra abierta.

  Habían pasado siete horas sin asalto imperial.

  Las posiciones estaban casi completas.

  Las ametralladoras estaban en sus nidos, alimentadas con suficientes cintas de munición como para matar a cuarenta mil enemigos.

  El primer día había terminado.

  Y con él… comenzaba la cuenta regresiva hacia la llegada del desastre.

  Trasher y Poul estaban atrincherados en un búnker semienterrado.

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  La vista era peculiar: el puente vacío… el pueblo también.

  — Maldición… — murmuró Poul —. ?Por qué trincheras?

  — Ni yo sé — respondió Trasher, acariciando la carcasa metálica de su Maxim como si fuera un viejo amigo.

  En ese momento, Trasher aumentó la visión de su careta.

  Un parpadeo de movimiento en el horizonte captó su atención.

  — Movimientos al frente... — dijo con la voz tensa, pero sin perder la calma.

  Entonces, lo escucharon.

  Un zumbido. Grave. Anómalo.

  Un segundo después, la explosión.

  No fue una simple detonación.

  Fue como si el mundo respirara hacia adentro — el aire se comprimió, todo fue absorbido —

  y luego expulsado violentamente en una onda expansiva brutal.

  — ?ARTILLERíA! — se escuchó gritar a través de la trinchera.

  Uno de los proyectiles cayó cerca de un búnker.

  Su núcleo magnético atrajo fragmentos, barro, nieve y piedra...

  y luego los arrojó por el aire como metralla improvisada hecha de Petramármol.

  La cortina de fuego duró diez minutos.

  Una tormenta seca, caótica... pero por ahora, sin muertos.

  Cuando el zumbido se desvaneció, Trasher y Poul se levantaron con los oídos aún zumbando.

  Y entonces los vieron.

  Miles de ellos.

  Al menos diez mil imperiales corrían por el campo, trepando entre cráteres, cruzando la nieve a toda velocidad.

  Sus siluetas se desdibujaron en la niebla, como una marea viva que se deslizaba con odio y fe ciega.

  Cuando se escuchó el grito del comandante.

  —?Nos atacan! —

  todas las posiciones abrieron fuego al unísono.

  Ráfagas de plasma y disparos cinéticos rugieron desde las trincheras y búnkeres, golpeando a los imperiales que corrían como una ola viva sobre el campo helado.

  Cientos empezaron a caer, cortados por la potencia del fuego defensivo.

  Desde su búnker, Trasher y Poul hacían tronar la Maxim.

  La cinta de munición se deslizaba a toda velocidad, devorada entre ráfagas largas y precisas.

  Poul ya tenía una nueva caja abierta, con otra cinta lista entre sus manos.

  — ?Cinta nueva! — gritó.

  — ?Dámela ya! — gru?ó Trasher sin apartar la vista del visor de su careta.

  Pero los imperiales no se detenían.

  La oleada seguía. Minuto tras minuto.

  Miles seguían corriendo a través del caos, pisando los cuerpos de sus camaradas caídos.

  Las ametralladoras vibraban.

  Los cargadores se vaciaban.

  En el resto de la trinchera, el fuego defensivo era una sinfonía atronadora.

  Disparos de plasma desde las MG-1 y Plas-Enfield retumbaban en las posiciones humanas,

  dejando un reguero de cadáveres imperiales sobre el terreno nevado.

  Los primeros veinte minutos habían sido una masacre,

  pero los imperiales finalmente habían encontrado cobertura parcial.

  Ahora resultaban más difíciles de abatir...

  aunque tampoco podían avanzar.

  Desde la trinchera, comenzaron a escucharse los primeros gritos.

  Los disparos láser del imperio empezaban a impactar:

  cuatro marines habían caído.

  Sus gritos se mezclaban con los silbidos cortantes del plasma cruzando el aire.

  Desde más atrás, los morteros humanos entraron en acción.

  Los Brandt y sus operadores disparaban sin descanso,

  y pronto, las explosiones comenzaron a transformar la tierra de nadie en un infierno de fuego y lodo.

  Un proyectil cayó justo donde cuatro imperiales intentaban ocultos mientras disparaban.

  La detonación los lanzó por el aire.

  Uno perdió una pierna.

  Otro, ambos brazos.

  Los otros dos yacían con los rostros desfigurados, sus armaduras reventadas.

  El biohueso que los cubría sangraba y temblaba, intentando regenerarse...pero no podía.

  Las oleadas de imperiales estaba acabando,ya estaban llegando a la trinchera.

  Los imperiales que corrían hacia ella eran abatidos por disparos de plasma al pecho o las piernas.

  Caían gritando… y eran rematados con bayonetas sin una palabra.

  Cuatro lograron acercarse.

  Dispararon en movimiento, diez de los láseres dio en la careta de un marine.

  La quemadura le carbonizó los ojos, cocinó el cerebro, y dejó una mancha negra sobre su careta penetrada partido.

  Los cuatro enemigos cayeron dentro de la trinchera.

  Apenas tocaron el suelo, fueron recibidos por una ráfaga cerrada.

  Los proyectiles les abrieron agujeros de cinco centímetros en el torso y las piernas.

  Las esquirlas salieron disparadas en todas direcciones, sembrando más dolor y desmembrando sus piernas.

  Sus armas cayeron.

  Y en menos de un segundo, las bayonetas ya los atravesaban.

  El asalto imperial había durado treinta minutos.

  Cinco mil enemigos muertos.

  Doscientos cincuenta marines caídos.

  Pero la trinchera seguía en pie.

  Friedrich revisaba los informes en su escritorio.

  La situación en Polyusovsk seguía deteriorándose.

  Más de setenta mil imperiales ya se encontraban en la zona y ahora aumentaban hasta doscientos mil y sus marines apenas superaban a los cuarenta mil.

  Ni un solo asalto bastaría.

  Sabía que necesitaría blindados... o cazas...

  Pero sin control orbital, cualquier ofensiva aérea estaba comprometida.

  Mientras pensaba en su siguiente movimiento, su asesor irrumpió en la sala.

  —?Se?or! —exclamó agitado—. Noticias importantes.

  Friedrich se levantó de inmediato y entró al centro de mando.

  Tomó el comunicador radio-holográfico y ajustó su gorra con un gesto automático.

  —Sixta B a Fuerte Fuera, ?me copian? —preguntó con voz tensa.

  —Fuerte Fuera a Sixta B. Te copiamos. Menos de sesenta minutos. Refuerzos confirmados: cinco legiones del Ejército Republicano Popular y quinientos mil unidades de apoyo terrestre.

  Por primera vez en días, Friedrich se permitió cerrar los ojos y respirar.

  Era la salvación.

  Un rayo de esperanza...

  en un cielo que hasta entonces, solo había traído nieve, sangre y muerte.

  En las líneas de trincheras de Polyusovsk, la noticia se esparció como fuego sobre pólvora.

  —?Llegaron los nuestros! —gritó un soldado, alzando su pu?o con júbilo.

  —?La República al fin responderá con todo!

  ?Esos malnacidos imperiales van a saber lo que es el miedo!

  Los vítores aumentaban, coreando “?Larga vida a la República!” mientras los hombres salían de sus trincheras para mirar al cielo.

  Una nave descendía desde la atmósfera, su silueta colosal ocultando parte del sol.

  Cada segundo que se acercaba, su presencia se sentía más... pesada.

  Más... ajena.

  —?Es nuestra! ?Mira el tama?o! ?Van a bombardearlos desde el norte!

  —??Vamos, República, hazlos ceniza!!

  Pero la nave no se dirigía hacia las posiciones humanas.

  No.

  Iba al norte.

  Hacia territorio imperial.

  En Morevsk, Friedrich leía el informe con el rostro helado.

  La pantalla holográfica parpadeaba frente a él, mostrando registros borrosos de escaneo orbital.

  —Se?or... —dijo su asesor con voz tensa, apenas conteniendo el nerviosismo—. No es nuestra.

  No es humana. Es imperial.

  Friedrich giró lentamente la cabeza.

  —?Qué traen?

  El asesor tragó saliva.

  —Por el tama?o... creemos que son refuerzos. Cálculo preliminar: entre cinco y ocho millones de soldados.

  Un silencio espeso se apoderó del centro de mando. Friedrich apretó los dientes.

  —Entonces esto no fue una campa?a de resistencia...

  Esto fue una trampa para sangrarnos primero... y luego aplastarnos.

  Todos asumían que se trataba de refuerzos convencionales. Soldados. Castas de guerra.

  Pero estaban equivocados.

  La nave no traía soldados.

  Traía algo que aún no tenía nombre entre los vivos de la República.

  Las bioformas...

  Habían llegado.

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