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Operatio Ventus Tondendas

  Cuando llegó el mediodía, los marines ya habían recogido todo.

  Se formaron en columnas, en completo silencio, y al recibir la orden, la marcha comenzó.

  Una nevada lenta caía del cielo gris.

  Los copos bajaban con suavidad, como si respetaran el paso cansado de los hombres.

  El aire frío soplaba en ráfagas suaves,

  como susurros de un presagio lejano,

  como un recordatorio de lo hermoso que podría ser ese mundo...sin imperiales.

  Sin guerra.

  En la fila, Trasher cargaba la Maxim sobre un hombro.

  Poul caminaba a su lado, llevando el trípode y su rifle de plasma cruzado en la espalda.

  Caminaron durante un rato en silencio.

  Hasta que Poul murmuró, su aliento formándose en nubes blancas:

  —Cómo quisiera que la guerra acabara ya...

  Trasher soltó una risa seca, sin alegría.

  —Sí. Yo igual...

  Los pasos resonaban sobre la nieve virgen, bajo un cielo gris que parecía no tener fin.

  Un alto se dio a dos kilómetros de Polyusovsk.

  Un bosque servía como cobertura y se había improvisado un centro de mando entre los árboles.

  Algunas defensas rudimentarias habían sido instaladas.

  El capitán gritó al grupo, su voz rasgando el aire helado:

  —?Escuchen soldados! Tenemos órdenes no sólo de capturar el puente de Polyusovsk...?sino de sacar la mierda imperial para que sus blindados no pasen!

  Un soldado levantó la voz desde el fondo de la columna:

  —Se?or... ?Sabe cuándo llegarán las divisiones Panzer y el resto de la legión?

  El comandante suspiró, sacando un cigarro de su chaqueta. Lo encendió con calma.

  —Tengo malas noticias para ustedes, marines —dijo con tono seco—.

  El resto de la legión llegará en cinco días...

  y los blindados en diez.

  Los marines no dijeron nada.

  Algunos bajaron la mirada.

  Otros simplemente miraron al frente con resignación.

  El comandante exhaló humo antes de a?adir:

  —O nos quedamos, tomamos la posición, y nos ven como héroes...

  o los imperiales dan resistencia, y nos quedamos estancados... en el culo del mundo.

  —Somos cincuenta mil marines. Estamos solos ahora.

  Y sí, sé que será un infierno... pero para eso nos formaron.

  Y eso ya lo hemos vivido juntos —dijo Abbas mientras miraba a sus hombres, la brasa de su cigarro iluminando su rostro cansado.

  Aunque conocían la gravedad de la situación,

  todos sintieron una peque?a chispa de orgullo en el pecho.

  La estrategia estaba decidida.

  Dos mil hombres avanzarían por el flanco izquierdo, mil quinientos por el derecho,

  y tres mil atacarían el centro.

  Se estimaba que unos treinta mil imperiales defendían el puente.

  Pero no había confirmación.

  Solo suposiciones... y miedo contenido.

  La tarde caía.

  Los hombres se alistaban para iniciar el asalto nocturno cuando el comunicador crepitó.

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  —Alpha a Zeltir. ?Me copias?

  El capitán se acercó. Algo en su interior ya sabía que no era una llamada rutinaria.

  —Zeltir a Alpha.

  Transmite la situación completa.

  —Sesenta mil refuerzos imperiales avanzan hacia Polyusovsk.

  Estimamos su llegada en cuatro días —respondió la voz.

  —Centurionis Magnus Abbas necesita tomar el puente en menos de tres días.

  Abbas, al escuchar su nombre, respondió con voz dura:

  —No creo lograrlo en ese tiempo.

  Mis marines están exhaustos.

  Hemos combatido durante horas antes de llegar aquí.

  —Entonces estarán solos hasta que llegue el resto de la Legio —dijo la voz al otro lado.

  —Haré lo posible para adelantar su llegada.

  —Copiado —dijo Abbas, dejando el comunicador en su caja.

  Se alejó unos pasos. Los comandantes lo observaban.

  —No hay suficientes hombres para aguantar sesenta mil más —dijo uno en voz baja.

  —Tendremos que retirarnos si los refuerzos no llegan. Y eso nos haría perder todo el terreno ganado —agregó otro.

  Abbas no respondió.

  Estaba perdido en sus pensamientos.

  Ideas pesimistas y planes de última hora lo acosaban al mismo tiempo.

  Su mandíbula se tensó.

  Sus ojos se cerraron apenas un segundo.

  Y en voz casi imperceptible, murmuró:

  —No hay suficientes hombres…

  En Morevsk, Friedrich revisaba los informes de bajas y la situación general del frente.

  Había sido el primero en recibir el informe de avance enemigo de Polyusovsk y había dado la orden de transmitirlo inmediatamente.

  Pensó en enviar escuadrones de bombarderos para despejar la zona, pero los últimos reportes confirmaban lo peor: más de cuarenta mil imperiales, respaldados por cientos de ca?ones y piezas de artillería.

  Había apresurado los refuerzos de la Legión IX.

  Con suerte, llegarían diez horas antes del estimado inicial.

  Pero llegarían agotados.

  Friedrich cerró el informe de golpe, irritado.

  —?Por qué mierda los camiones están siendo acaparados? —gru?ó con el ce?o fruncido.

  —Están siendo usados para transportar prisioneros y refugiados, se?or —respondió su asesor, con tono medido.

  Friedrich respiró profundo, furioso, y luego golpeó la mesa con el pu?o.

  —?Entonces que los malditos prisioneros vayan a pie!

  Manda los camiones hacia el resto de la Legión IX.

  ?Si no llegan a tiempo, perdemos todo!

  —Sí, se?or. Transmitiré la orden ahora mismo.

  La orden se ejecutó.

  Los prisioneros imperiales, desnudos y aún bajo vigilancia, fueron obligados a marchar hacia Morevsk.

  A cada uno se le entregó ropa de emergencia y raciones básicas: no por clemencia, sino por necesidad logística.

  No servían de nada si morían en el camino.

  Los refugiados, por su parte, continuaban siendo transportados en los camiones prioritarios.

  Friedrich miró por la ventana del centro de mando, el cigarro en su mano temblaba ligeramente.

  En su mente sabía que era necesario ser cruel con el enemigo para ganar.

  Cerca de Polyusovsk, los marines avanzaban con cautela.

  En el frente central, tres mil hombres se desplazaban entre ruinas y árboles, sin saber cuántos imperiales los esperarían.

  Habían recorrido 1.2 kilómetros cuando, en un instante de calma forzada, los disparos comenzaron.

  Las ametralladoras láser imperiales rugieron como bestias, vomitando ráfagas tan densas que parecían incendiar el aire.

  Los marines se cubrieron como pudieron. Algunos cayeron en el acto, alcanzados por haces que perforaban sus armaduras como papel.

  Pero respondieron.

  El eco de sus rifles de plasma se alzó con furia, y una ametralladora pesada de plasma rugió desde la retaguardia, abatiendo fila tras fila de enemigos.

  Los imperiales gritaban.

  Unos pedían ayuda en sus lenguas guturales.

  Otros simplemente se arrastraban entre los charcos de nieve y sangre, sus armaduras chispeando.

  Los marines recibieron la orden: calen bayonetas y avancen.

  Y lo hicieron.

  Al llegar a las posiciones imperiales, el combate cuerpo a cuerpo se volvió inevitable.

  Un imperial saltó sobre un humano.

  Con dos brazos le apretaba el cuello y la cara.

  Con los otros dos, estrujaba su cintura, intentando quebrarlo como a un insecto.

  Otro marine cercano embistió con su bayoneta y la hundió en la costilla del alienígena.

  El imperial cayó, gimiendo.

  Los dos humanos se miraron por un instante.

  Una mano tendida. Una respiración.

  El marine caído se puso de pie y recuperó su rifle.

  El imperial agonizante aún se movía.

  Un disparo de plasma en el rostro terminó con él.

  La escaramuza había terminado.

  Cuarenta y ocho marines muertos.

  Más de cuatrocientos imperiales abatidos o habían escapado.

  El silencio cayó como una losa.

  Solo quedaban gritos, gemidos, susurros rotos:

  —?Ayuda! ?Estoy herido!

  —?Mamá!... ?MAMá!

  Los imperiales, menos articulados en sus gemidos, solo soltaban chillidos de dolor.

  Los marines, sin decir palabra, comenzaron a rematarlos con sus bayonetas, uno por uno.

  Trasher y Poul levantaban su ametralladora, aún humeante, y comenzaron a asistir a los heridos que aún podían moverse.

  Los médicos de combate trabajaban en el barro ensangrentado.

  Uno de ellos realizaba una cirugía de urgencia, arrodillado sobre un soldado herido.

  —?AHHH! —gritaba el herido, el rostro ba?ado en lágrimas y sangre—. ?Por Dios, me duele!

  —Calma —dijo el médico, sin apartar la vista—. Ya va a pasar… Ya no va a doler más.

  —?No quiero morir!... Mi esposa… y mi hija… me esperan…

  —No vas a morir —susurró el médico—. Vas a verlas otra vez…

  El médico trataba de cerrar la herida, pero los movimientos involuntarios del soldado lo complicaba todo.

  —?Trasher, ayúdame! —gritó el médico—. ?Agarra sus piernas!

  Trasher se arrodilló y sujetó con fuerza las piernas del herido.

  Eso le dio al médico el espacio suficiente para detener la hemorragia.

  Empezó a suturar, rápido, preciso, con manos temblorosas.

  El herido gritaba sin parar.

  Su voz llenaba el aire como una sirena de dolor desesperado.

  —No aguantará aquí, Trasher —dijo el médico con el rostro empapado en sudor—.

  Tenemos que llevarlo al hospital… que descanse.

  —?Qué hacemos? —preguntó Trasher, apretando los dientes.

  —?Camilla! —gritó el médico, mirando en todas direcciones—.

  ?Camilla, maldita sea!

  —?Camilla! —repitió Trasher con desesperación.

  Dos marines llegaron corriendo. Colocaron la camilla y levantaron al herido, que aún gemía y murmuraba incoherencias.

  Se lo llevaron a toda prisa.

  —Bien hecho, Galleta —dijo Trasher, volviéndose al médico.

  —Maldición… —resopló Galleta, pasándose las manos ensangrentadas por la cara mientras su careta colgaba de su casco.

  —?Por qué mierda sus armas dejan heridas tan horribles?

  —No lo sé… y no quiero comprobarlo —contestó Trasher.

  —Se supone que el láser cauteriza… pero sus malditas armas dejan las heridas abiertas.

  Difíciles de cerrar… y se infectan en minutos —escupió Galleta, lleno de rabia.

  —?Poul! —gritó Trasher—. ?Trae la Maxim y el trípode!

  —?Voy! —respondió Poul, corriendo.

  —Deja de pensar en eso y colócate la careta. Vámonos. —le dijo Trasher a Galleta, volviendo al frente.

  Entonces, un zumbido extra?o resonó en el aire.

  Trasher alzó la vista y su careta aumentó la vista viendo mejor algo en el cielo.

  Una esfera negra descendía veloz desde el cielo.

  —?ARTILLERíA! —gritó, lanzándose al suelo.

  En ese instante, una serie de explosiones sacudió la línea.

  Docenas de marines volaron por los aires.

  Los gritos, el fuego, el olor a carne quemada…

  todo ocurrió en segundos.

  Pero algo era distinto esta vez.

  El aire olía dulce.

  Demasiado dulce.

  Poul, con el trípode en las manos, giró la cabeza y vio a un compa?ero con su careta desabrochada caer de rodillas.

  El marine se llevaba las manos al cuello.

  Sus labios morados.

  Sus ojos inyectados en sangre.

  —?GAS! —gritó Poul, con el rostro descompuesto—.

  ?Pónganse la máscara! ?Ahora!

  Todos los marines restantes desabrocharon sus caretas, dejándolas colgar de los laterales de sus cascos.

  Con manos temblorosas, sacaban apresuradamente sus máscaras de gas de los portadores en sus cinturones.

  Algunos lo hacían con eficiencia militar.

  Otros… con dedos torpes por el miedo.

  Pasaron diez minutos.

  El bombardeo cesó.

  El bosque que les rodeaba había sido arrasado.

  Una sola carga de artillería había deforestado toda la zona.

  La nieve había desaparecido.

  Y la que quedaba… estaba te?ida de marrón, mezclada con tierra y sangre.

  El aire olía a hierro, a plástico quemado, a carne rota.

  Habían caído más de mil trescientos marines.

  Casi la mitad de toda la fuerza del asalto central.

  En el centro de mando, Abbas recibió el informe.

  Su rostro no mostró emoción.

  —Repliegue inmediato —ordenó—.

  No permitiré que mis hombres sean tratados como carne de ca?ón en el frente.

  Los flancos aún no habían reportado contacto.

  No sabían si los imperiales estaban aún dormidos… o esperando.

  Pero en el centro...

  el horror ya había comenzado.

  Y lo había hecho de la peor manera posible.

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