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I: El Cazador

  El desierto olía a hierro quemado, aceite rancio y muerte vieja, como si la tierra aún recordara las guerras que la convirtió en un osario de arena y chatarra. El horizonte vibraba bajo el calor tóxico, deformando las ruinas como espejismos quebrados. El aire era un cuchillo oxidado: seco, filoso, cargado de polvo metálico que raspaba la piel y se colaba en los pulmones como cristales molidos. Sobre este páramo de decadencia, el sol pendía como un tumor rojo, sofocado tras capas de nubes cenizas que no dejaban pasar calor, solo una luz opaca, febril, que convertía todo en sombras.

  En medio de ese infierno olvidado por el mundo, el mercado clandestino sobrevivía como una infección conquistada. No era un lugar, era un parásito. Lonjas de lona chamuscada formaban un laberinto enmara?ado, sujetas a estructuras improvisadas con huesos de metal y piezas de naves caídas. Las mesas estaban cubiertas de implantes oxidados, piezas cibernéticas defectuosas y miembros amputados con etiquetas de precio. El sonido dominante era el crujido de cadenas oxidadas: las de los mutantes enjaulados, que gemían y gru?ían, mitad humanos, mitad errores genéticos. Sus ojos brillaban con el reflejo verdoso del Fluido Osteolítico, almacenado en frascos reforzados que burbujeaban como si estuvieran vivos. El suelo estaba húmedo, contaminado por derrames antiguos: charcos de fluido que quemaban lentamente la arena, dejando cicatrices brillantes, negras con un tinte esmeralda, como si la tierra supurara veneno.

  Kren emergió como una sombra colosal en ese caos. Medía más de dos metros, y sus pasos eran golpes secos sobre la grava, resonando como martillazos en el silencio opresivo. No caminaba, impía. Su cuerpo era una amalgama grotesca de carne endurecida y placas metálicas irregulares, negras, dentadas, como si su esqueleto hubiera comenzado a crecer hacia fuera, rompiendo la piel en cuchillas oxidadas nacidas del trauma. Las placas sobresalían de sus hombros, de sus antebrazos, de su columna, afiladas y retorcidas, como si su propio cuerpo lo rechazara. Su presencia era tan antinatural que el mercado pareció encogerse con su llegada. Los ni?os carro?eros, con rostros sucios y ojos demasiado grandes, corrieron a esconderse detrás de barriles oxidados, sus respiraciones entrecortadas traicionando su miedo. Los adultos, curtidos por a?os de supervivencia, bajaron la mirada, sus manos apretando herramientas o armas improvisadas. Nadie le habló. Nadie quería ser el primero en hacerlo.

  Su capucha, hecha de retazos de lona de guerra y piel curtida, dejaba su rostro en sombras, pero no ocultaba el Núcleo: un disco biomecánico incrustado en su pecho, rodeado de carne irritada y venas oscuras que palpitaban como si estuvieran vivas. El Núcleo emitía un zumbido tenue, casi orgánico, que parecía sincronizarse con los latidos de un corazón invisible. Cada paso resonaba con el roce de sus placas, un sonido metálico y áspero, como cuchillas frotándose entre sí. Kren no era un hombre. Era un resultado. Un Proyecto. Un mercenario nacido del programa KREN, la última iniciativa militar antes del colapso de los gobiernos. Una mezcla imposible de tecnología biomecánica y obsesión por la supremacía. Kren era lo que quedó de aquello: un arma sin due?o, sin propósito fijo, salvo el contrato siguiente.

  Se detuvo frente a un puesto mugriento, construido con el chasis de un vehículo militar volcado. El aire olía a sudor agrio, sangre seca y cables fundidos. El contratante era un hombre delgado, con un implante ocular rojo que parpadeaba como si registrara datos incluso mientras dormía. Sus manos estaban cubiertas de guantes quirúrgicos usados, manchados de un líquido oscuro que goteaba lentamente sobre la mesa. Su voz sonaba como papel lijado, áspera y sin vida.

  —Tres Osteones menores —dijo, entregando una tableta rota, cubierta de manchas oscuras que parecían sangre seca—. Infectados. 50 kilos cada uno. En las ruinas al oeste. Están destrozando un alijo de Fluido. Quiero que los traigas antes del amanecer. 600 créditos y dos viales estabilizados.

  Kren no respondió de inmediato. Sus dedos, endurecidos por la fusión de hueso y metal, rozaron el Núcleo en su pecho. El zumbido era más débil hoy, una advertencia que conocía bien. Si el Núcleo biomecánico se apagaba, el Ostealium, la sustancia negra que recorría sus venas, empezaría a comerse su cuerpo desde dentro, disolviendo carne y hueso hasta que no quedara nada. Una voz surgió entonces, no desde afuera, sino desde su cráneo. Susurrante. Antinatural. Como un eco que se enrosca alrededor del pensamiento. <>

  Apretó los dientes, cerrando los ojos un instante. El Trastorno de Identidad Disociativo no era un mal funcionamiento. Era un síntoma del Ostealium. Cada absorción de Fluido lo acercaba más al abismo, a convertirse en otra cosa, a no ser nadie. Sus recuerdos eran fragmentos rotos: laboratorios estériles, agujas que quemaban, gritos que no estaba seguro de haber emitido. Sacudió la cabeza, obligando a la voz a retroceder.

  —Hecho —gru?ó, su voz como grava arrastrada por el viento.

  El contratante sonrió, mostrando dientes afilados, de cromo, que brillaban bajo la luz mortecina de un farol improvisado. Era una sonrisa sin alma, la de alguien que había visto demasiado y sentido muy poco.

  —No falles, cazador —dijo, inclinándose ligeramente hacia adelante, su implante ocular zumbando—. Los Osteones no piensan. Solo cazan. Y el Fluido los vuelve salvajes.

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  Kren se dio media vuelta sin responder. El polvo se alzó en remolinos a su paso, como si la tierra también se apartara de él. El mercado era un tumor palpitante en un mundo muerto, pero lo dejó atrás, caminando hacia las ruinas al oeste. El sol rojo se hundía, ti?endo el horizonte de sangre. Sus botas aplastaban restos de metal y huesos blanqueados, el crujido resonando en el silencio. El aire sabía a polvo y ceniza, un regusto amargo que se pegaba a la lengua. No tenía hogar. Solo contratos. Solo cacerías.

  El camino al oeste era un sendero de desolación. Restos de drones partidos y tanques volcados se alzaban como lápidas, sus carcasas corroídas por el tiempo y el Fluido. El viento silbaba entre las grietas, un lamento que sonaba a máquinas moribundas. Kren ajustó su capucha, el roce áspero de la lona contra su piel recordándole que aún tenía carne. Por ahora. El Núcleo zumbaba, pero cada pulso era más lento, como un corazón que se rinde. Necesitaba esos viales estabilizados. Necesitaba cazar.

  Las ruinas surgieron como el cadáver de una bestia colosal. Vigas de acero torcidas, concreto agrietado, tanques de Fluido reventados goteando un líquido negro-verdoso que chisporroteaba al tocar el suelo. El olor era dulzón, podrido, como sangre fermentada. Kren se detuvo, sus sentidos amplificados captando un movimiento entre las sombras. Un gru?ido bajo, metálico, vibró en el aire. Los Osteones estaban cerca.

  Eran tres. Criaturas biomecánicas deformes, de carne hinchada y placas corroídas, como si el Fluido hubiera torcido sus cuerpos en parodias de vida. Cada uno pesaba unos 50 kilos, con espinas expuestas y tentáculos de cables que se retorcían como serpientes. Sus ojos bulbosos, inyectados de Fluido, brillaban con un verde venenoso, y sus movimientos eran espasmódicos, impredecibles.

  Kren no esperó. Corrió, el suelo temblando bajo sus botas. Sus placas se afilaron por instinto, respondiendo al peligro antes que su mente. El primer Osteón chilló, lanzando un tentáculo que cortó el aire como un látigo. Kren se deslizó bajo él, su cuerpo moviéndose con una precisión biomecánica, y golpeó con un pu?o reforzado. El impacto partió carne y metal, el Fluido salpicando como sangre ardiente. Olía a bilis y cobre fundido, quemándole la piel expuesta. El Osteón se tambaleó, sus tentáculos azotando. Uno rasgó el brazo de Kren, arrancando una placa. El dolor fue un trueno detrás de sus ojos, pero lo transformó en furia.

  <> susurró la voz en su cabeza, más fuerte ahora, como un tambor que resonaba en su cráneo.

  Hundió las manos en la herida abierta, el Fluido subiendo por sus brazos como lava. Quemaba, disolviendo piel, fundiendo nervios. Cerró los ojos, dejando que su cuerpo lo absorbiera. Sus placas crecieron, dentadas, cortando la carne que aún le quedaba. El Núcleo parpadeó, estabilizándose. El Osteón colapsó, un charco de carne disuelta. Pesaba más ahora, 152 kilos. ~25% Osteón.

  Los otros dos atacaron juntos. Kren bloqueó un tentáculo con el antebrazo, el impacto resonando en sus huesos. El segundo Osteón saltó, sus garras rasgando su capucha. Sangre tibia goteó por su mejilla, el sabor metálico mezclándose con el polvo en su boca. Agarró al segundo por el cuello, aplastando placas y carne con un crujido húmedo, y lo estrelló contra el tercero. El Fluido estalló, quemando el suelo, su vapor picando en la lengua. Absorbió más, el ardor ahora un rugido en su sangre. 154 kilos. ~26% Osteón.

  El silencio volvió, roto solo por el goteo del Fluido y su respiración rasposa. Los Osteones eran montones de carne y metal fundido. Kren se arrodilló, exhausto, el Núcleo zumbando débilmente. La voz susurró, más suave ahora: <>

  Se miró en un charco de Fluido. Un rostro borroso, irreconocible, con ojos que no parecían suyos. La carne de su mejilla estaba desgarrada, dejando al descubierto placas metálicas que brillaban débilmente bajo la luz mortecina. No sabía quién era. Recogió los restos —placas rotas, viales humeantes— y regresó al mercado, cada paso un esfuerzo contra el peso de su propio cuerpo.

  La noche mordía con aire helado, el frío cortando su piel expuesta como un millar de agujas. El mercado estaba más quieto ahora, las lonas ondeando como fantasmas bajo el viento. Las luces improvisadas parpadeaban, proyectando sombras que parecían moverse por cuenta propia. Kren se acercó al puesto del contratante, cuyos ojos brillaron con un destello codicioso al ver los restos de los Osteones. Revisó la carga con dedos temblorosos, el implante ocular zumbando mientras escaneaba las placas y los viales.

  —Impresionante —dijo, su voz te?ida de un respeto renuente. Pasó una bolsa de créditos y dos viales estabilizados, el cristal brillando con un resplandor verde-azulado bajo la luz del farol roto—. Pero hay algo más grande. Un encargo del Crisol de Fusión.

  Kren se tensó, su mano apretando los viales hasta que el cristal crujió. El Crisol. Memorias borrosas lo asaltaron: tubos de vidrio llenos de líquido espeso, voces sin rostro que hablaban en susurros clínicos, gritos que se apagaban bajo el peso del líquido. El dolor de agujas que no solo perforaban la piel, sino el alma. La voz en su cabeza susurró, más insistente: <>

  —?Qué quieren? —preguntó, su voz un gru?ido que hizo retroceder al contratante un paso.

  —Un cazador para algo que no nombran —respondió, su sonrisa nerviosa mostrando dientes de cromo que reflejaban la luz como espejos rotos—. Bien pagano. Y dicen que... hay una especie de desconexión. Liberación.

  Kren cerró la mano sobre los viales. El cristal le cortó la piel, un hilo de sangre mezclándose con el fluido seco en su palma. Miró hacia el horizonte, donde una torre negra, quebrada, se alzaba contra un cielo púrpura como una aguja clavada en un cadáver. El Crisol de Fusión. Un nombre que era más que un lugar; era un eco de su creación, de su tormento.

  —Allí —dijo el contratante, se?alando la torre con un dedo tembloroso—. Pero ten cuidado. El Crisol no contrata hombres. Solo armas.

  El Núcleo palpitó una vez más, débil, como un latido que se desvanece. Kren no respondió. Dio un paso hacia el desierto, el mercado desvaneciéndose tras él como un mal sue?o. Cada paso lo llevaba más cerca del fin. O, tal vez, de sí mismo.

  ?Qué había en el Crisol?

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