La decisión de embarcarme en un viaje inesperado no fue sencilla. Fue mi amigo Javier quien me habló de aquel país, con un brillo extra?o en los ojos y un tono de voz entre excitado y nervioso. Me dijo que había algo especial en Bangladés, algo que no podía explicarme con palabras. Me advirtió que el viaje cambiaría mi vida para siempre. Pensé que exageraba, pero su insistencia fue tal que terminé por escucharlo.
Conseguir las vacaciones fue una pesadilla. Mi jefe nunca me había dado ni un solo día libre más allá de lo legal, pero ese día… algo en él cambió. Me miró con una sonrisa apática, como si ya supiera que me iría, y firmó los papeles sin decir palabra. Mi familia, aunque confundida, me apoyó. Mis amigos me despidieron con abrazos y cerveza, entre bromas y promesas de vernos pronto.
Soy Leo… y estaba listo para lo que creía que sería una aventura inolvidable.
Al aterrizar en Bangladés, la humedad me abrazó como un sudario. Afuera del aeropuerto tomé un taxi viejo, con la carrocería rayada y el interior impregnado a tabaco y sudor.
—Taxista (mirándome por el espejo retrovisor, con una mueca de desprecio): Así que quieres ir a un lugar donde sirvan nuestra comida, ?eh, turista?
—Leo (con voz temblorosa): Sí… por favor. Quiero probar la comida tradicional.
—Taxista (bufando): Qué sorpresa. Otro estúpido tragón extranjero con ganas de morirse por una diarrea. Muy bien. Abróchate el cinturón. No quiero que me culpen por la muerte de otro idiota.
—Leo (confundido): ?Otro? ?Cómo que "otro"?
—Taxista (riendo ásperamente): Jajaja... relajate, turista. Solo fue hace dos meses. Se ahogó con una espina o algo así. O eso dijeron. Qué sensibles son usteddes. Entienden una buena broma.
—Leo (intentando mantener la calma): Se?or, eso no fue gracioso.
—Taxista (gritando con sorna): ?Qué dijiste, mierda blanca?
—Leo (rápido, nervioso): Nada, nada. ?Falta mucho?
—Taxista (frenando en seco): Ya llegamos. Bájate. Pero el primero.
—Leo (saliva tragando): ?Cuánto es?
—Taxista (mirándome con una sonrisa podrida): Doscientos euros.
—Leo (boquiabierto): ?qué!?
—Taxista (apoyántose en el asiento con tono amenazante): ?Quieres que le suba más? Mira que aquí no hay muchos lugares donde puedes estar a salvo blanquito.
Le entregué el dinero con las manos temblorosas. Su risa resonó como una maldición mientras arregaba el taxi.
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El "restaurante" era una choza medio en ruinas. El cartel estaba colgando de un clavo oxidado y las ventanas estaban rotas. A pesar del hambre, estuve a punto de irme... pero entré.
Dentro, el aire olía a aceite rancio y desinfectante barato. Los clientes eran sombras encorvadas: antiguos de rostro seco, algunos dormidos o inconscientes en la barra. Me acerqué al mostrador.
—Barman (con un delantal mugriento y mirada desde?osa): ?Qué quieres?
—Leo (mirándolo con duda): Solo… un vaso de agua.
—Barman (bufándose): ?Agua? ?Crees que este lugar es una iglesia, estúpido?
Le di un billete y esperé. Entonces, la vi.
Una mujer surgió de la cocina. Su presencia cortó el aire como un cuchillo caliente sobre mantequilla. Tenía el cabello rizado y rojizo, pecas esparcidas como pintura sobre su rostro cobrizo, ojos café claro que brillaban como ámbar, y una sonrisa que era a la vez promesa y amenaza. Caminaba como si el mundo le perteneciera.
Nazima era sensual, encantadora e hipnotizante. Su aura parecía hecha de deseo y peligro. Cada paso que daba parecía coreografiado, cada palabra una trampa dulce y venenosa.
—Nazima (mirándome, con una sonrisa suave y voz seductora): Hola. Soy Nazima. Lamento el comportamiento del Sajid. No todos aquí odian a los turistas.
—Leo (riendo con nerviosismo): Ya lo noté.
—Nazima (cruzando los brazos, ladeando la cabeza): Dijiste que solo querías agua… ?cambiaste de idea al verme?
—Leo (sin pensarlo): Sí. No pensé que un lugar así tendría… una chef como tú.
—Nazima (riendo con voz baja, casi un ronroneo): ?Eso es un cumplido o estás tratando de impresionarme?
—Leo (acercándome un poco): ?No pueden ser ambas?
—Nazima (mirándome intensamente, con un tono más bajo): Mmm… valiente, extranjero. Me gusta. Ven. No comerás aquí. Te mostraré cómo es la verdadera especialidad del chef.
Tomó mi mano. Sus dedos eran fríos, firmes. El barman gru?ó desde el fondo.
—Barman (gru?endo): ?Nazima! ?Tienes turno ma?ana!
—Nazima (sin mirarlo): Cierra tú. Yo ya terminé.
—Leo (sorprendido): ?Eres la due?a del restaurante?
—Nazima (acercándose a mi oído): Soy muchas cosas…
Nos fuimos en su auto. Manejaba como si no hubiera reglas, riendo, tocando mi muslo de vez en cuando. Llegamos a un sitio que parecía una fiesta clandestina en el bosque. Música tribal, luces intermitentes, gente bailando con rostros cubiertos.
Nazima me tomó de la mano. Bailamos. Me besó. Su lengua sabía a hierro y menta. Algo bajó por mi garganta… algo espeso y frío. Quise detenerme, pero era tarde. La visión se me nubló.
Caí.
Antes de desmayarme, vi sus ojos otra vez. No eran humanos.
Desperté atado a una silla, junto a cinco chicos más. Estábamos en un campo, rodeados de antorchas y figuras desnudas que danzaban alrededor de un pentagrama ardiente. Sus rostros eran demoníacos: deformes, alargados, con bocas que no cerraban. Todos estaban cubiertos de barro, sangre seca y collares hechos con huesos.
Nazima, completamente desnuda y pintada con símbolos antiguos, caminó al centro. Sus ojos brillaban con un resplandor antinatural. Se arrodilló frente al pentagrama y alzó los brazos.
—Nazima (gritando con furia extática): ?WOTAN! ?SE?OR DE LOS DEMONIOS! ?DEVóRA ESTAS OFRENDAS Y SACIA TU HAMBRE!
Los cuerpos de los fieles se contorsionaron. Algunos lloraban de éxtasis. Otros gemían con lenguas que no eran humanas. Uno de los chicos fue arrojado al centro. Un rugido emergió del suelo. Algo se agitó bajo el pentagrama.
Tenía una punta de lanza aborigen atada a la pierna. Me lancé al suelo, fingiendo convulsiones. Uno de los guardianes me golpeó brutalmente, pero ya tenía la punta en la mano.
Corté. Silencio. Otro chico al centro. Más rugidos. Un brazo, negro y viscoso, emergió del círculo.
Corté más fuerte. Me liberé. Golpeé al guardia con la madera. Corrí. Nunca miré atrás.
Los chicos gritaban mi nombre. Suplicaban ayuda.
Pero no podía… no podía salvarlos. Solo podía huir.
La persecución fue aterradora. Corría entre ramas que me ara?aban. Escuchaba gru?idos detrás de mí. Pasos. Risas. Voces en lenguas antiguas. Algo me rozó la espalda… pero logré llegar a la carretera.
Me escondí en la maleza por horas. Llorando. Orando.
Al amanecer, caminé hasta la ciudad más cercana: Narsingdi. La gente me evitaba. Me miraban con horror. Me vi en un espejo: mi cuerpo estaba cubierto de sangre seca y símbolos paganos grabados con algún líquido oscuro.
Corrí a la policía. Les conté todo.
—Policía 1 (riendo): ?Culto? ?Demonios? Este tipo está loco.
—Policía 2 (burlándose): Quizás fumó algo muy local.
Pero cuando dije el nombre… Wotan… se callaron. Se miraron. Se pusieron pálidos.
Susurraron algo entre ellos.
—Policía 1 (mirándome con seriedad): Espéranos aquí.
Me llevaron, de mala gana, hasta la embajada. Antes de dejarme, uno se acercó.
—Policía 2 (en voz baja): No hables más de esto. Nunca. Si sue?as con él… no respondas. Si la escuchas… no sigas su voz. Ella siempre encuentra al que la trajo.
Volví a casa. Mis amigos y familia me recibieron con fiesta. Risas. Abrazos. Me sentí seguro. Me permití respirar.
Esa noche, frente a mi puerta, respiré hondo. Entré…
Y los vi.
Todos atados. Velas negras. Un pentagrama.
Una voz susurró detrás de mí:
—Nazima (su voz sensual y monstruosa): Hola, Dā’ī.
El pentagrama latía. El suelo tembló. Una figura surgió: carne negra, ojos por todas partes, garras. Rugía sin boca. Respiraba odio.
Y yo… entendí todo.
No era el final. Era el comienzo.
—El Demonio (voz profunda y múltiple): Bienvenido de nuevo... Daaqa.