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Voz Blanca.

  Morevsk. Las playas de lo que ahora llamaban Nova Russia seguían tan frías como siempre.

  La nieve y la arena se mezclaban en un gris pálido, como si la guerra hubiera manchado incluso el color del suelo.

  Friedrich caminaba en silencio. Noah lo seguía a unos pasos.

  — ?Sabías que Tullius quería casarme con su hija? — dijo de repente, deteniéndose a mirar el horizonte te?ido de rojo por el atardecer.

  — Qué irónico, viniendo de alguien que lo odia… — replicó Noah con una sonrisa breve. — ?Usted ha tenido esposa?

  — No. — respondió Friedrich, sin pensarlo.

  — ?Ha pensado en tener una? Ya sabe… esposa, hijos, una familia...

  La frase lo tocó donde más dolía.

  Chalisa. Su padre. Todo lo que perdió. Todo lo que nunca tuvo.

  — Tal vez… — dijo al fin, con voz más baja. — Si dejara de ser soldado algún día.

  Muchas mujeres se acercaban por mi nombre. Por mi fama.

  Buscaban posicionarse en círculos sociales de ciertos planetas.

  — Eso suena... muy imperial. — comentó Noah con cierto desdén.

  — Sí… demasiado. — asintió Friedrich, con los ojos aún fijos en el mar. —

  Y eso… eso odio.

  — ?Magister Belli Friedrich Aurelius! — gritó un soldado desde el centro de mando.

  Noah corrió de inmediato.

  Friedrich no. Caminaba despacio, con la espalda siempre ergida. Como si sus pies, por fin, se hubieran cansado de avanzar.

  Noah, al escuchar la noticia, volteó hacia él. Corrió a su encuentro.

  — ?Se?or! — dijo con el corazón latiendo rápido, los ojos brillantes. — ?La guerra!

  Friedrich lo miró sin cambiar el ritmo.

  — ?La guerra qué?

  — ?Acabó, se?or! — dijo Noah, con una sonrisa amplia. — ?Los imperiales firmaron la paz! ?Llegarán por nosotros ma?ana!

  Friedrich guardó silencio. Levantó lentamente una mano y la apoyó en el hombro de Noah.

  — Te irás a casa, Noah… — dijo con voz suave. — Felicidades.

  Y entonces miró al horizonte.

  Casa… que palabra tan extra?a para el.

  Ambos estaban en el centro de mando. Comían en silencio.

  Pan, queso, y algunas frutas dispuestas sobre una mesa metálica. Nada especial, pero suficiente.

  Friedrich tomó un trozo de pan, cortó una rebanada de queso con su cuchillo de campa?a y los unió con calma, llevándoselos a la boca sin decir palabra.

  Noah le ofreció una copa con líquido dorado. Friedrich la aceptó y miró su contenido, girándolo apenas.

  —?Qué es?

  —Jugo de manzana azul —respondió Noah.

  Friedrich lo probó.

  —Sabe bien.

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  —Sí… —dijo Noah, observándolo. Luego, hizo una pausa—. Se?or… ?puedo hacer una pregunta?

  —Dos —respondió Friedrich, con una leve sonrisa que duró solo un instante—. Adelante.

  —?Por qué se cambió el color de cabello?

  Friedrich lo pensó apenas un segundo.

  —No sé… —dijo. Luego, bajó la mirada hacia la mesa—. No me convencía el que tenía.

  Se puso de pie. Tomó su arma de la silla cercana, la revisó brevemente y la guardó en la funda del cinturón.

  —Voy a dar un paseo por el campamento —dijo con voz baja.

  Noah asintió. No dijo nada más.

  Friedrich salió, dejando tras de sí el eco de pasos firmes en el suelo de metal.

  Había salido sin su casco. Solo llevaba la gorra de oficial, bien ajustada sobre su cabeza.

  Su uniforme, impecable como siempre, mostraba un contraste perfecto entre el rojo y el negro. El saco negro con acolchados carmesí marcaba su silueta recta y cuidada. El pantalón, ajustado pero cómodo, permitía que caminara con elegancia. Las botas negras, hasta la rodilla, completaba la figura con firmeza y seguridad.

  Encendió un cigarro sin prisa. Dio una calada lenta. Luego, tomó uno de los vehículos de transporte ligero estacionados en el campamento. Condujo él mismo. No pidió escolta.

  Cada kilómetro que avanzaba parecía pesarle más en los hombros. El silencio dentro del vehículo era absoluto. Nadie lo acompa?aba, salvo sus pensamientos.

  Y sin darse cuenta… una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla. Solo una. Suficiente.

  Había recorrido más de doscientos kilómetros desde Morevsk. Al fin llegó a las orillas de Polyusovsk, donde la tundra helada parecía tragarse el horizonte.

  Detuvo el vehículo, bajó en silencio, cerró la puerta con cuidado.

  Se ajustó la gorra con un leve gesto y comenzó a caminar entre el viento y la nieve.

  Solo.

  Cada paso que daba… no sabía por qué lo daba.

  No sabía por qué había salido.

  No sabía por qué estaba ahí.

  No sabía nada.

  La nieve empezaba a caer, lenta, silenciosa, como si el cielo intentara cubrir el mundo con un manto de olvido. El paisaje era perfecto.

  Demasiado perfecto para la muerte.

  Friedrich alzó la vista al cielo gris.

  —Perdóneme, Se?or mío… —susurró.

  Sacó su arma de la funda.

  Revisó la corredera. Confirmó que el cargador estuviera cargado.

  Lo insertó con suavidad.

  Llevó el ca?ón a su sien.

  —Espero tener un juicio justo ante su presencia, Dios mío…

  Pero una voz lo detuvo.

  Una voz lo atravesó.

  No en los oídos.

  No en la mente.

  En el alma.

  —?Así es como deseas que acabe tu vida, Friedrich Aurelius Wulfing?

  él se congeló. El viento calló.

  Solo la nieve persistía, cayendo sobre sus hombros.

  —?Qué…? —murmuró, pasmado, con la voz temblando como si hablara por primera vez en a?os.

  La voz no respondió de inmediato. Solo respiró a través del silencio.

  —A?os de gloria, de servicio, de lucha… ?tirados a la basura por un instante de duda?

  Friedrich cerró los ojos.

  El arma temblaba en su mano.

  —No puedes perdonarte, Wulfing.

  Hubo una pausa.

  —Pero yo te perdono.

  Lo hice hace mucho tiempo.

  —??Qué eres!? — gritó Friedrich, girando en todas direcciones, el arma temblando entre sus manos. —??Dónde estás!?

  Silencio.

  Y luego, la voz, serena… omnisciente.

  —Aurelius.

  Restitutor Orbis.

  Victor Caput Inimicum.

  Y portador de más títulos de los que en la piedra se pueden grabar.

  Friedrich apretó los dientes.

  —?Muéstrate, carajo! —rugió, alterado—. ??Cómo sabes todo eso!?

  La voz no se inmutó.

  —Lo sé todo de ti, hijo mío.

  No puedes negarme tu dolor, tus dudas, tus pesares... ni tu fe.

  Friedrich no respondió.

  Se quedó en silencio.

  Escuchando.

  Pero su rostro seguía incrédulo. No sabía si aquello era su mente, o… algo más.

  ?Dios, tal vez?

  La voz continuó, con una calma inmensa.

  —Un hombre roto por las circunstancias.

  Amado por millones, temido por cientos.

  Aquel que camina sobre cristales de obsidiana. Que con cada paso se desgarra las plantas de los pies…

  Y aún así, no se rinde.

  —En tu espíritu veo cansancio, resignación… un anhelo profundo de paz eterna.

  Pero tus ojos dicen otra cosa.

  —Rebosan vida.

  Vida suplicante.

  Vida que clama perdón.

  Que busca una paz, no eterna… sino verdadera.

  Un propósito.

  Un significado.

  —?Dónde estabas? —dijo Friedrich.

  Solo una pregunta.

  Una que llevaba a?os dentro de él.

  Sin atreverse a pronunciarla.

  Hasta ahora.

  La voz respondió sin juicio, sin prisa.

  —No importa dónde estaba…

  ?Dónde estás tú?

  Friedrich no respondió.

  Otra vez, el silencio.

  Bajó la cabeza.

  Cansado.

  Con las lágrimas al borde.

  —He fallado… —susurró.

  No como confesión.

  Sino como súplica.

  —Sí… —respondió la voz—. Pero te perdono, hijo mío.

  Arrodillado, dejó caer sus rodillas en la nieve.

  Exhaló con fuerza, como si le arrancaran el alma por la boca.

  Alzó lentamente la mirada.

  Los árboles dejaban entrever un cielo inmenso.

  Y en él, el sol. Más grande. Más brillante.

  Pero no más cálido.

  Solo… presente.

  —No puedo, Se?or… ya no. —susurró Friedrich, levantando los brazos con lentitud, las manos abiertas hacia el cielo.

  —No puedo. El universo ha sido injusto conmigo.

  Su voz temblaba, pero no de miedo.

  De verdad.

  —No he conocido la justicia en todos mis a?os.

  Mi madre… mi padre… mi hija.

  Mis decisiones.

  Bajó los brazos. Cerró los ojos.

  —Soy un monstruo con rostro humano…

  Y la voz, cálida, profunda, sin juicio, respondió:

  —Y así te amo.

  —No importa cuán manchada esté tu alma.

  Tus vivencias han cruzado el lodo de la crueldad humana… y aún sigues aquí.

  —Tu hija —dijo la voz con ternura—, tu peque?a… aunque no de sangre, es el mayor testimonio de tu amor.

  —Has cometido pecados.

  Has cometido crímenes.

  Y te has estado matando… desde hace cuarenta y seis a?os.

  La voz se detuvo.

  Solo nieve.

  Solo viento.

  Luego volvió, suave pero firme:

  —Reconoces tu dolor…

  Pero crees que te lo mereces.

  —Tu padre.

  Tu madre.

  Los diez billones de vidas que mandaste a morir.

  Los trillones que murieron en tus campa?as, impulsadas por el duelo.

  —Creíste que seguir comandando.

  Que seguir dirigiendo guerras.

  Aliviaría tu dolor.

  Hubo una pausa.

  —Qué equivocado estabas, hijo mío…

  Friedrich bajó la cabeza.

  Sus ojos se nublaron.

  —Perdón… —murmuró.

  Como un ni?o que ya no puede con el peso del mundo.

  La voz respondió, con ternura solemne:

  —Ama a tu enemigo.

  Bendice al que te hizo da?o.

  Haz el bien a quienes te maldicen.

  Friedrich alzó la mirada, con rabia contenida, con llanto seco.

  —?Cómo…?

  ?Cómo podía perdonar a quien me arrebató todo?

  A quien se burló de mí…

  En mis peores momentos…

  —Ama… como yo te amo.

  Friedrich bajó la mirada.

  —Amor…

  No sé qué significa ya para mí.

  La voz no lo juzgó.

  —Tienes miedo.

  Miedo a volver a cometer errores.

  Miedo a perder… como antes.

  —Tus miedos nacen del pasado.

  Pero no tienen fundamento en el futuro.

  Friedrich quedó en silencio.

  Su mirada iba del cielo al suelo, sin encontrar respuesta.

  Las manos colgaban a sus costados, como derrotadas.

  Bajó la vista.

  Y, lentamente, se incorporó.

  Sus ojos, marcados por el cansancio y la resignación, estaban oscuros… pero abiertos.

  —Tal vez carezca de salvación.

  Mis actos… tienen condena —dijo con voz baja, casi quebrada.

  Tomó una respiración profunda.

  Cerró los ojos por un instante.

  Y al abrirlos, habló otra vez.

  —Pero creo que… debería intentar.

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