Yi’le seguía en el suelo, aturdido, cubierto de barro y nieve.
Una silueta se acercó.
Un imperial se arrodilló junto a él.
—Thar’kael Yi’le, permítame ayudarlo a levantarse.
Yi’le aceptó el brazo.
Se puso en pie con esfuerzo.
Y al alzar la vista… lo vio.
Largas líneas de soldados humanos avanzaban por la tierra de nadie.
Marchaban entre restos de guerra, escoltados por imperiales.
Se dirigían a las trincheras del Imperio.
No como enemigos.
Sino como prisioneros.
O conversos.
Yi’le no dijo nada.
Sabía que eso era una victoria.
Pero lo que sentía… era derrota.
Derrota moral.
Derrota del alma.
No quería más trincheras.
No más granadas suicidas.
No más ni?os con rifles.
No más mártires gritando maldiciones entre escombros.
Quería verlos juntos.
Humanos e imperiales.
De pie.
Peleando codo a codo.
No enterrándose mutuamente.
Como algunos ya lo hacían…
En planetas donde la guerra aún no los había alcanzado.
Donde la ideología no los había quebrado por dentro.
Yi’le caminaba entre los refugios de la trinchera recién tomada.
Observaba sin entender.
Cartas manchadas, comunicadores portátiles, dibujos de ni?os, fotos impresas…
Cosas humanas.
Intimas.
Inútiles para él.
No sabía qué eran.
Y no necesitaba saberlo.
No ahora.
Al llegar a una de las secciones laterales, encontró una peque?a cocina improvisada.
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Restos de comida aún caliente.
Pan, latas, una botella abierta.
Y cuerpos.
Imperiales y humanos.
Juntos.
Apilados.
Como si hubieran muerto comiendo… o peleando.
Yi’le miró en silencio.
Entonces…
la vibración.
El suelo tembló, suave al principio.
Luego más.
Yi’le frunció el ce?o.
No había pedido apoyo blindado.
Y los tanques imperiales no eran tan pesados.
Salió de la cocina.
Subió hacia el borde de la trinchera.
La neblina de la ma?ana cubría todo con un gris espeso.
Y entonces los vio.
Silenciosos.
Gigantes.
Acechando como bestias mecánicas.
Tanques humanos.
Tres Mark IX emergieron de la niebla.
Sus orugas romboidales, distintivas de su dise?o, se hundían en la tierra congelada como fauces metálicas.
Los cuatro ca?ones laterales se alinearon con precisión matemática hacia las trincheras recién capturadas por los imperiales...
Y dispararon.
Los impactos de plasma arrasaron los parapetos.
Columnas de fuego azul envolvieron a los soldados y convirtieron la tierra en cristal fundido.
Los tanques avanzaban con lentitud, no más de cuarenta kilómetros por hora.
Pero se sentían como bestias rituales, lentas, pesadas, imparables.
Los imperiales abrieron fuego con sus armas láser.
Inútil.
Los Mark IX ni se inmutaban.
Yi’le, desesperado, ordenó traer los Thar’Zekhal —los lanzacohetes pesados de ruptura.
Dispararon.
Nada.
Los escudos de energía de los tanques absorbian los impactos como si fueran gotas de lluvia.
Como respuesta, los tanques dispararon de nuevo.
Más fuerte.
Más cerca.
A solo veinte metros, los Mark IX se detuvieron.
Y abrieron fuego con sus cuatro ca?ones a la vez.
Cada descarga era un rugido del infierno.
Cada impacto, una trinchera menos.
Durante cuatro minutos, la tierra se volvió una carnicería ardiente.
—?Retirada! ?Retirada inmediata! —gritó Yi’le, su voz quebrada por el rugido de los ca?ones.
Pero ya era tarde.
La formación se rompió.
Los soldados imperiales, hasta entonces disciplinados, corrían como ríos rotos entre fuego y gritos.
Los Mark IX no se detuvieron.
Activaron sus ametralladoras rotativas láser.
Las líneas de energía surcaban el aire como cuchillas de luz.
Los soldados imperiales eran desmembrados, vaporizados, cortados en pleno escape.
Una masacre.
Yi’le, entre humo y cuerpos mutilados, sabía que acababa de perder más que una trinchera.
Había sido cazado.
La situación era desesperante para los imperiales.
Dos Mark IX habían cruzado las trincheras como si fueran simples surcos en la tierra.
Los gritos de los soldados resonaban entre el lodo y la nieve.
Los tanques, pesados como bestias mitológicas, seguían avanzando.
Sus orugas aplastaban cuerpos imperiales sin detenerse.
Los ca?ones laterales escupían fuego de plasma, arrancando vida y acero por igual.
Algunos imperiales, en un intento desesperado, intentaron flanquear los por la retaguardia para da?ar sus orugas…
Murieron antes de acercarse.
Una ametralladora de plasma trasera los acribilló sin piedad.
Yi’le lo vio todo.
Cuarenta por ciento de su fuerza inicial… aniquilada.
Siete soldados imperiales emergieron de una trinchera con lanzacohetes Thar’Zekhal.
Dispararon al unísono.
El Mark IX se detuvo, el fue el objetivo de los imperiales.
Yi’le abrió los ojos.
El escudo de energía del tanque titilaba, inestable.
Uno de los disparos había roto su integridad.
Un pensamiento cruzó su mente:
—Ocho impactos… y apenas logramos da?ar el escudo.
Entonces… dos ca?ones laterales giraron hacia los siete soldados.
Yi’le gritó:
—??Quítense de ahí!!
Corrió hacia ellos, pero fue inútil.
La explosión fue inmediata.
Los cuerpos de los imperiales se evaporaron al instante.
Solo quedó una mancha negra en la nieve derretida.
El calor del plasma convirtió el suelo en una trampa de cenizas humeantes.
Yi’le se paralizó.
Un soldado lo jaló por el brazo hacia un cráter de artillería.
Se dejó caer.
Por primera vez… comprendía lo brutales que podían ser los humanos.
Pero, incluso en ese infierno, no abandonaba su idea de unidad.
Una visión… rota, pero persistente.
Entonces, diez explosiones más sacudieron la tierra.
Uno de los Mark IX fue golpeado.
Su blindaje ya mostraba grietas.
Un ca?ón explotó internamente, arrojando metralla al aire.
Soldados imperiales disparaban con rabia a los pocos humanos que escapaban del tanque en llamas.
Yi’le, aún aturdido, no reaccionaba.
Hasta que un grito lo devolvió al presente:
—??QUé DEBERíAMOS HACER!? —rugió el soldado que lo había rescatado, desesperado.
Yi’le miró al cielo.
Y no supo qué responder.
Los dos Merck IX restantes seguían su avance aplastante.
Pero entonces, el primero se detuvo.
Giró lentamente… y dio media vuelta.
Yi’le lo vio desde el cráter, confundido.
No entendía.
?Retirada?
?Reubicación?
?O algo peor?
Segundos después, el segundo tanque hizo lo mismo.
Retrocedieron.
Sin prisa. Sin miedo.
Cuatro imperiales aprovecharon la confusión y alzaron sus Thar’Zekhal.
Dispararon.
Luego corrieron a cubrirse.
El Merck IX frenó en seco.
Su escudo de energía absorbió los impactos sin vacilar.
Como respuesta, los ca?ones del tanque rugieron.
Nuevos disparos convirtieron la tierra de nadie en un campo ardiente,
más humano que imperial.
Desesperados, los imperiales lanzaron todo.
Una tormenta de cohetes cayó sobre el enemigo.
El cielo se encendió en fuego, humo y plasma supercaliente.
El impacto fue brutal.
Espectacular.
Total.
Yi’le observó el infierno artificial desde su trinchera devastada.
Y, por un instante, sintió algo que casi había olvidado:
Una chispa de esperanza.
Una ilusión de victoria.
Un brote de paz.
Hasta que el suelo… volvió a temblar.
No por artillería.
No por explosiones.
Era distinto.
Más profundo.
Más pesado.
Yi’le entrecerró los ojos, el pulso le latía en las sienes.
Algo más venía.
Y él lo sabía.