— Háblame otra vez de ella, Friedrich —dijo la terapeuta, con voz suave—. De Chalisa.
Friedrich bajó la mirada.
—Mi hija… —susurró.
—Eso ya lo sé —respondió ella sin alterarse—. Lo que quiero saber es... ?por qué aún te culpas?
Hubo un silencio tenso.
Friedrich tragó saliva, sintiendo el nudo subirle por la garganta.
—Porque no debí dejarla ahí —dijo, forzando las palabras—. Si la hubiera llevado a otro planeta…
—No sabías lo que ocurriría, Friedrich —interrumpió ella con calma.
—?No importa! —alzando apenas la voz, sin fuerza.
Se llevó una mano a la cara, exhalando como si se desplomara por dentro.
—Era mi hija. Mi responsabilidad.
Yo tenía que protegerla.
No importa si lo sabía o no…
Tenía que hacerlo.
—Es lo mismo que sucede con tu padre, Friedrich —dijo la terapeuta—.
No tenías control. No sabías lo que ocurriría.
Y aún así… te culpas.
Friedrich bajó la cabeza.
Pasó una mano por su cabello, rojo gastado con hilos de ceniza.
—Fue mi culpa en ambos casos —murmuró—.
Era mi deber cuidarlos.
Protegerlos…
—Todavía eras joven cuando murió tu padre —interrumpió ella, con voz firme pero empática—.
Ni siquiera estabas en el ejército.
No podías haber hecho nada.
Friedrich no respondió.
Solo la miró, como si tratara de encontrar en sus ojos una absolución que sabía que no vendría.
Dentro de su cabeza, los recuerdos lo golpeaban uno por uno, como disparos sin eco.
—Tuve la elección en Washington —dijo al fin, con voz apagada.
Los ojos comenzaban a brillarle.
No lloraba aún… pero estaba cerca.
—Fue necesario, Friedrich —dijo ella con firmeza.
—Claro… —dijo Friedrich con la voz cansada, quebrado al borde de las lágrimas.
Respiró hondo.
Alzó la cabeza como si esa confesión le pesara físicamente.
—Tuve la decisión… la decisión de matar a diez billones de personas.
La terapeuta lo miró.
No interrumpió.
—Friedrich… —susurró, con cuidado—.
Si no lo hacías… esa guerra no habría terminado hace dos a?os.
él negó suavemente, con una mueca amarga.
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—Diez billones… —repitió.
—Cada ma?ana, cuando me veo en el espejo… a veces reconozco al soldado.
A veces, sólo veo un asesino.
Cubierto de sangre.
De inocentes.
Y de culpables.
Hizo una pausa.
Los ojos le temblaban, pero no caía ni una lágrima.
—No sé si sigo respirando… porque quiero vivir.
O porque ya no sé hacer otra cosa.
He intentado matarme.
Pero ni para eso tengo valor.
Soy un cobarde.
La terapeuta no dijo nada.
Solo lo miró.
Como se mira a un hombre que, por fin, dejó de luchar con los demás… y empezó a luchar consigo mismo.
El frente era un caos.
Yi’le no veía aún, pero lo sentía.
El suelo vibraba con ira.
Desde la retaguardia de la trinchera humana, surgieron un Mark IX y dos A7Z.
Monstruos blindados.
No nacidos para avanzar… sino para devorar trincheras.
Al asomarse, Yi’le vio algo aún más aterrador:
Infantería humana.
Con lanzallamas.
Armas impuras.
Sin honor.
Prohibidas por las doctrinas del Imperio.
Por una razón.
“Todavía hay soldados…” pensó.
Y entonces todo se quebró.
Los humanos se acercaron arriba de las trincheras.
El fuego comenzó.
Llamas pegajosas descendieron como lluvia infernal.
Los imperiales ardían.
Sus gritos eran lo único que quedaba de ellos.
Algunos intentaban trepar fuera del infierno…
Solo para ser rematados por disparos plasma.
Otros corrían sin rumbo, envueltos en llamas que ya eran parte de ellos.
La carne se desprendía.
Los ojos se cocían dentro de sus cráneos.
El aire mismo se volvía combustible.
Y el fuego no se apagaría.
No mientras siguieran vivos.
No mientras tuvieran aliento para gritar.
Yi’le corría sin mirar atrás.
Catorce imperiales lo seguían, jadeando, sus pasos desordenados resonaban como tambores rotos en la tierra quemada.
No sabían cuántos humanos venían.
Solo sabían una cosa:
Iba a ser una masacre.
Las trincheras imperiales estaban colapsando.
El fuego enemigo no solo había repelido la ofensiva…
Ahora avanzaban. Imparables.
Y sedientos.
Los humanos con lanzallamas lideraban el asalto.
Sus chorros ardientes alcanzaban quince metros, envolviendo en llamas a todo imperial en ese rango.
Quemaban carne y fe por igual.
Yi’le alcanzó su trinchera y saltó dentro, jadeando como un animal herido.
—?Abran fuego! ?Deténganlos a toda costa! —gritó, su voz rota por el cansancio.
El aire entraba en su pecho sin orden, como si también quisiera escapar.
Los imperiales abrieron fuego…
Pero ya era tarde.
Los humanos ya estaban adentro.
Los disparos se apagaron.
El metal de las armas fue reemplazado por gritos y cuchillas.
Un imperial giró en la esquina y se encontró con un enemigo.
No hubo palabras.
La bayoneta de plasma le atravesó el pecho.
El silbido ardiente del arma desgarró su armadura y su vida al mismo tiempo.
Yi’le vio la escena.
Y no pensó.
No gritó.
Solo… entendió.
Estaban perdiendo.
No una batalla.
Estaban perdiendo todo.
Un soldado humano corría sin parar.
Había dejado atrás un A7Z que rugía como una bestia de acero.
Pero no le importaba.
No ahora.
Y entonces… se detuvo.
Allí, en medio de la nieve, un cuerpo yacía boca abajo.
El uniforme…
Le resultaba familiar.
Se arrodilló.
Con manos temblorosas, lo giró.
Y lo vio.
El rostro estaba cubierto de nieve, pegada por la sangre congelada.
Pasó la mano para limpiarlo…
Y deseó no haberlo hecho.
La mandíbula estaba destrozada.
Los dientes esparcidos como grava.
El ojo izquierdo colgaba a un lado, aún húmedo.
El cráneo abierto dejaba ver el hueso limpio.
La nariz… ya no estaba.
El soldado retrocedió un paso.
Negó con la cabeza.
Temblaba.
—No…
No, no… —susurró.
No era un cuerpo.
Era alguien.
Y era demasiado tarde para todo.
—?Vámonos, Chai! —gritó una voz.
Niklas apareció entre el humo, pero se detuvo en seco al ver el cuerpo.
—Dios mío… —susurró.
Sin perder más tiempo, lo tomó por el abrigo y lo jaló con fuerza.
—?Vamos, carajo! ?Ahora no! —rugió.
Chaiwat no se resistió. Solo corrió.
Las lágrimas le ardían, pero no salían.
—?Está muerto, Nik! —gritó, la voz quebrada, casi sin aliento.
—?Lo sé! ?Pero tú no lo estarás si corres!
Los dos se lanzaron hacia la trinchera imperial, donde la lucha ya se deshacía entre fuego y gritos.
No había tiempo para pensar.
Solo avanzar.
Al llegar, se lanzaron al borde, recostando sus rifles contra el muro.
Sus pechos subían y bajaban como tambores.
Chaiwat no podía dejar de mirar sus propias manos, temblorosas.
Niklas le dio un empujón en el casco.
—Concéntrate.
El silencio pesaba.
Sabían que no duraría.
Monstruos vendrían.
Y no había más espacio para el dolor.
Friedrich observaba las olas romper suavemente en la costa de Morevsk.
El viento helado le quemaba la cara, y con cada exhalación, el vapor salía como si expulsara el peso de sus recuerdos.
Y en cada respiración…
Recordaba a Chalisa y algo peor.
Recordaba aquel planeta.
Había sido ascendido a Centurionis Magnus recientemente.
Un mundo catalogado como princeps incolae civici mundi.
Hacía dos a?os que el EUP lo había tomado.
Liberarlo costó diez meses.
Y aún así…
Friedrich solo recordaba una imagen:
Chalisa colgada.
Su piel.
Su cuello.
Sus ojos.
Caminaba entre columnas de unidades habitacionales en ruinas.
La niebla y el polvo cubrían la calle.
Su visor marcó movimiento:
20 metros.
Humano.
Arma blanca.
Rastro térmico débil.
—?Quién está ahí? —gritó, quitándose el casco.
—?Te ordeno que bajes el arma!
La figura salió de la oscuridad.
Una mujer.
Cuarenta a?os, tal vez menos.
Joven para la república y la vida… demasiado joven para lo que la guerra le había hecho.
Vestía una camisa rasgada, apenas le cubrían hasta los muslos.
Sangre seca le recorría las piernas desnudas hasta los tobillos.
Sus labios estaban partidos.
Los ojos secos de tanto llorar.
Su piel… blanca como la ceniza.
Temblaba.
Sostenía un cuchillo con ambas manos.
Pero no atacaba.
Solo temblaba.
Friedrich bajó el arma.
Despacio.
Casi con culpa.
La mujer dio un paso.
Lo miró por un segundo.
Y luego se arrodilló.
Sin gritar.
Sin hablar.
Solo se rindió.
Sus rodillas golpearon el suelo metál
ico,
y comenzó a llorar.
Silenciosamente.
No importó que el suelo de metal le abriera heridas en la piel descubierta.
Friedrich no se movió.
No dijo nada.
Solo la miró.
Incrédulo.
Porque por un instante…
vio a su hija.
Y no sabía qué era peor:
imaginar lo que le hicieron,
o no saberlo nunca.