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CAPITULO III: GUERRA TOTAL.

  Cuando el informe sobre la casi destrucción de Lyberty llegó a la cúpula imperial, la decisión fue clara:

  la guerra había sido un error.

  Los altos mandos del Imperio Interestelar, por primera vez en siglos, aceptaron que estaban enfrentando algo distinto.

  Una especie que no solo resistía... sino que devolvía el golpe con una convicción aterradora.

  Era momento de intentar la diplomacia.

  ---

  órbita de un planeta del Principado de México, República ESTU.

  Una nave diplomática imperial descendió con cautela, sus sistemas emitiendo solicitudes de comunicación.

  Pero antes de recibir respuesta alguna, una se?al se proyectó abruptamente en la sala de mando.

  En la pantalla holográfica apareció un hombre de rostro severo, vestido con un uniforme gris, impecablemente planchado, con medallas de combate y rango prominente. Su mirada era acero fundido. Su voz, pólvora.

  —?Están en territorio del Principado de México, soberanía de la República Confederada de los Estados Solares Terranos Unidos!

  ?Retírense de inmediato o serán destruidos!

  Detrás de él, la sala terrana bullía con actividad: operadores humanos trabajaban entre paneles holográficos, sus rostros tensos pero firmes. El contraste con la sala de mando imperial era brutal.

  Los imperiales, acostumbrados a la sumisión o al miedo, no estaban preparados para esto.

  Desde las sombras de su propia nave, el comandante imperial dio un paso adelante. Su voz era suave, calculada, casi paternal.

  —No venimos a pelear. Representamos al gran Imperio Interestelar y deseamos abrir canales diplomáticos. No hay intención hostil alguna. Solo buscamos... comprensión.

  El oficial terrano arqueó una ceja. Se inclinó hacia la cámara. Su desprecio era palpable.

  —?Paz...? ?Ustedes? ?Mientras ocupan un mundo humano?

  Si quieren paz... empiecen por retirarse.

  No somos esclavos.

  Ni colonos.

  Somos humanos.

  Y la transmisión se cortó.

  La misión de paz había comenzado con esperanzas.

  Esperanzas de integrar a los humanos al Imperio Interestelar.

  Pero cada informe que llegaba desde el frente desmoronaba esa ilusión.

  Descubrieron que la tecnología humana era colosalmente peligrosa.

  Domaban el plasma.

  Su blindaje resistía impactos que destruirían flotas enteras.

  Y sus proyectiles... podían borrar una ciudad con un solo impacto.

  Y luego, lo peor.

  Habían usado una bomba nuclear planetaria.

  No contra enemigos.

  Contra ellos mismos.

  Diez billones de muertos.

  En su mayoría... humanos.

  El Imperio quedó paralizado.

  Aquello no era una advertencia.

  Era un grito de desesperación y furia mezcladas.

  Una especie que se destruiría antes de someterse.

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  En los salones del Consejo Imperial, la visión del ser humano cambió.

  Ya no eran solo salvajes.

  Ahora eran una especie capaz de suicidio masivo.

  De borrar civilizaciones enteras con armas que ningún imperio sensato usaría.

  La élite imperial comenzó a preguntarse:

  “Si no podemos contener su furia…

  ?de qué sirve el poder?”

  El nuevo consenso fue claro: había que reorientarlos.

  Canalizar su agresión.

  Darle sentido a su violencia.

  > Si la humanidad se unía al Imperio, podría convertirse en su espada definitiva.

  No solo para dominar...

  Sino para reordenar el universo.

  Pero esa esperanza murió cuando miraron a los ojos del comandante terrano…

  y vieron que no buscaban guía.

  Buscaban respeto.

  En un laboratorio orbital imperial…

  La interrogadora Rail’Ta observaba con frialdad los informes biológicos.

  A su lado, el analista Keldar hablaba con entusiasmo contenido.

  —Se?ora… Los análisis de compatibilidad con el prisionero Hans son concluyentes.

  —?Sí?

  —La compatibilidad biológica con nuestra raza es del 79%. Algunas variaciones digestivas menores… pero estructuralmente, muy similares.

  Rail’Ta no respondió de inmediato.

  Sus ojos recorrieron los gráficos de genes, células, mapas de tejidos.

  Los terranos no solo eran peligrosos…

  también eran compatibles.

  Keldar deslizó otro informe. Su voz temblaba de emoción.

  —De hecho, la compatibilidad con el 85% de las razas imperiales es funcional. Son… extraordinariamente adaptables.

  Rail’Ta lo miró. Fría.

  Precisa.

  Inquisitiva.

  —Y bien… —dijo sin parpadear—

  ?Para qué podrían servir?

  El laboratorio quedó en silencio.

  Keldar tragó saliva. Sabía que lo que estaba a punto de decir podía cambiar la percepción del Imperio para siempre.

  —Esto significa que… la especie humana podría desempe?arse en prácticamente cualquier función dentro de nuestras castas. Su estructura muscular es adaptable, su sistema inmunológico extremadamente eficiente, y su resistencia —tanto física como psicológica— está por encima del promedio intergaláctico.

  Se inclinó hacia la consola para ampliar los datos genéticos proyectados.

  —Aunque sus sistemas digestivos presentan ciertas variaciones, sorprendentemente son compatibles con el 88% de nuestras dietas estandarizadas —agregó con un leve tono de admiración—. Son duros, inquisitivos, adaptables.

  Keldar hizo una pausa dramática, con la mirada brillando tras sus lentes de aumento.

  —Eso sí… No tenemos suficiente información sobre sus expresiones artísticas, ni sobre su arquitectura más allá de estructuras militares o funcionales. Pero para todas las demás castas, se?ora… —esbozó una sonrisa de asombro, como quien contempla un descubrimiento imposible—. Son aptos para todo.

  La interrogadora abrió los ojos de par en par. Su tono, al contestar, reflejaba más incredulidad que orgullo.

  —??La mayoría!???Incluso las más técnicas!? —exclamó, y su rostro adquirió un sutil tono azulado, expresión de auténtico asombro en su especie.

  Keldar asintió con solemnidad.

  —Todas, se?ora. Combatientes, ingenieros, navegantes, traductores, colonos en entornos extremos, incluso operadores de fusión... si se les entrena, no hay rol que no puedan asumir. Son… excepcionalmente funcionales.

  La sala quedó en silencio. Un silencio no de duda, sino de reconocimiento inquietante.

  La interrogadora no dijo más. Simplemente cargó el informe y lo encriptó antes de enviarlo a través del canal hipergaláctico hacia los Altos Salones de los Lumineth, más allá del Gran Vacío, en el corazón sagrado del Imperio Interestelar.

  Horas más tarde, en el Palacio de la Cúpula Luminaria...

  Los grandes ventanales del salón imperial dejaban entrar una luz blanca artificial que no cambiaba con las estaciones. Las matriarcas Lumineth estaban reunidas en círculo, elevadas sobre sus tronos de silicio coralino, observando los datos holográficos proyectados por el Alto Consejero Vul’har.

  —Altas Matriarcas Lumineth —comenzó Vul’har, con voz firme pero serena—. El informe sobre la especie humana ha llegado.

  A su lado, una docena de asesores imperiales susurraban entre sí, cada uno procesando la información a su manera.

  —Su biología es más compatible de lo esperado. Son versátiles, potentes, y… según los informes de campo… sumamente peligrosos.

  El salón se sumió en una atención absoluta.

  —La situación, sin embargo, es compleja —continuó Vul’har—. La destrucción reciente en la órbita de Lyberty y en el planeta que intentamos integrar involucró a una fuerza humana considerable, pero... no fue una facción separatista. De hecho —hizo una pausa, observando a cada matriarca con cuidado—, los separatistas con los que logramos entablar contacto dejaron algo en claro:

  Ellos son una minoría. Una fracción de lo que una vez fue una nación entera.

  Vul’har apagó la pantalla principal y dejó que el silencio hablara.

  —Según los separatistas, los humanos están divididos, fragmentados, con sistemas políticos distintos. No hay un único consejo galáctico, ni una única capital. Parecen desorganizados... y sin embargo, pelean como si fueran uno solo. Unificados por una voluntad invisible.

  La matriarca principal, rodeada de luz blanca translúcida, alzó lentamente la voz por primera vez:

  —?Qué tan real es esa unidad?

  Vul’har se tomó un momento antes de responder.

  —Difícil de saber. Pero si lo que ocurrió en Lyberty es un indicio... entonces no es una unidad política. Es una unidad cultural. Una reacción colectiva frente al enemigo externo.

  La matriarca entrecerró los ojos. En su tono no había miedo, pero sí cálculo.

  —?Y su arte?

  —Insuficiente para evaluación. Predomina lo militar y propagandístico. Poco énfasis en lo trascendental… al menos en lo recolectado hasta ahora.

  —?Entonces son una civilización sin alma?

  —O tal vez —intervino uno de los consejeros más ancianos— tienen un alma que aún no comprendemos.

  —Durante la última batalla en el mundo gélido humano —comenzó el alto consejero Vul’har— perdimos más de dos tercios de nuestras fuerzas antes de que llegaran los refuerzos.

  Y cuando por fin llegaron…

  los terranos aún resistían.

  Se capturaron prisioneros.

  Y entonces lo supimos.

  No son una facción.

  No están divididos.

  Son una nación.

  Una organización llamada Estados Solares Terranos Unidos.

  Controlan… aproximadamente once millones de planetas.

  La sala, que hasta ese momento contenía su aliento, estalló en murmullos ante la magnitud de aquella cifra.

  —?Silencio! —tronó una Lumineth, su voz reverberando entre los pilares cristalinos.

  —Gracias, Altísima —asintió el consejero—. Prosigo…

  Hace cinco a?os, los humanos libraron una guerra planetaria interna. La más brutal jamás registrada. Solo terminó cuando uno de sus bandos destruyó el planeta capital enemigo.

  Diez billones de muertos.

  Recientemente —continuó con tono grave—, los terranos destruyeron otro planeta, esta vez uno de nuestra nueva casta de integración.

  Una nave diplomática apenas presenció el evento antes de que la nave terrana desapareciera con motores XelKioo.

  La explosión fue total.

  Los humanos poseen armas que superan nuestro arsenal en potencia y versatilidad.

  Enviamos misiones de paz.

  Fueron rechazadas con fuego.

  Y, sin embargo…

  su fuerza no proviene del caos.

  Proviene de la unidad.

  El silencio se hizo más denso.

  —Debemos actuar —prosiguió Vul’har—.

  Si no fragmentamos su estructura, jamás podremos integrarlos.

  Y si logramos incorporarlos… no como enemigos, sino como parte de nuestro orden, sus cuerpos y habilidades servirán en todas nuestras castas.

  Soldados. Ingenieros. Colonos. Diplomáticos.

  Todo lo que el Imperio necesita.

  Ellos superan nuestras cifras 10 a 1.

  Con su fuerza, podríamos dominar la galaxia en nombre de la paz.

  Las Matriarcas deliberaron.

  Durante minutos, sólo el murmullo de los ventiladores imperiales llenó el aire.

  Finalmente, una de las matriarcas alzó la mano.

  Sus ojos ardían con convicción.

  —Hemos tomado una decisión.

  La humanidad será integrada.

  Por la paz… o por la guerra.

  Miró a todos los presentes.

  —No lo hacemos por odio.

  Lo hacemos por justicia.

  Por su bien.

  Por nuestro orden.

  Por la galaxia.

  Y con esas palabras, la decisión fue sellada.

  No habría marcha atrás.

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