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Él

  Kruska se adentró más en el bosque. No sabía dónde estaba. Solo sabía que tenía frío.

  Un frío que se le metía en los huesos como si quisiera apagar su alma.

  La calma de la tundra era inquietante. Mortal. No decía nada. Solo el viento soplaba, como una orquesta lejana entonando un réquiem por su alma.

  Era el castigo por haberse convertido en un hereje.

  Y aunque el silencio de la armadura era un alivio… también era aterrador. Por primera vez, estaba completamente desprotegido.

  Una explosión estalló a pocos metros. Sin pensar, se lanzó al suelo.

  La nieve le quemó la piel desnuda como fuego inverso.

  Tembló, pero no se movió.

  Esperó.

  Nada.

  Se levantó. Siguió caminando.

  Su cuerpo ya no respondía del todo. Temblaba. Los poros de su espalda soltaron calor, un intento desesperado de conservar temperatura.

  Horas pasaron.

  No sabía cuántas.

  No sabía si aún estaba vivo.

  Solo caminaba.

  Y caminaba.

  Hasta que las fuerzas lo abandonaron.

  Se dejó caer junto a un árbol.

  Se recargó en el tronco con los ojos perdidos en el cielo gris.

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  Y pensó:

  "?Así voy a morir...? Solo... en silencio... sin sentido."

  No quería ese final.

  Pero no le quedaba nada más.

  Solo el frío.

  Y el cielo.

  Entre delirios de muerte, Kruska vio su vida pasar como fragmentos rotos flotando en el viento helado.

  Recordó cada orden obedecida.

  Cada alma arrancada por su mano.

  Todo en nombre de un “propósito divino”...

  una mentira que ahora sabía lo habría matado por atreverse a dudar.

  Entonces lloró.

  No con gritos ni lamentos.

  Sino en silencio.

  Como solo lloran los que están demasiado rotos para gritar.

  No quería morir así.

  Quería vivir.

  Fue entonces cuando lo vio.

  Una luz.

  Lejana.

  Surgiendo desde el fondo de la tundra, como si la nieve misma se abriera para mostrar el alma del mundo.

  Una voz habló.

  —Has matado inocentes creyendo que hacías lo correcto.

  Kruska levantó ligeramente la cabeza. Su voz apenas era un susurro.

  —?Quién eres?

  La voz respondió sin apuro, sin miedo.

  —No importa quién soy.

  —Importa quién eres tú.

  —?Quién soy...? —susurró Kruska, sin siquiera pensarlo.

  —Dímelo tú.

  —?Quién eres?

  El silencio volvió.

  Kruska cerró los ojos.

  Y con una lágrima helada resbalando por su mejilla, dijo:

  —No lo sé.

  Sal de mi cabeza...

  —No estoy en tu cabeza, —respondió la voz, más suave ahora—. Estoy en tu corazón.

  Un calor lo envolvió.

  No como fuego.

  Sino como un abrazo imposible, una calma que deshacía cada fragmento de dolor congelado en su cuerpo.

  —Aún veo bondad en ti, hijo mío.

  No hiciste el mal porque lo desearas.

  Lo hiciste porque estabas ciego.

  Kruska comenzó a sollozar, no de miedo... sino de vergüenza.

  De alivio.

  —Tenías razón... estaba ciego.

  Era un tonto.

  —No lo eras.

  Solo estabas perdido.

  —?Y ahora qué hago?

  —Ahora puedes elegir.

  Nadie está condenado si aún desea ser redimido.

  Incluso tú.

  La voz se desvaneció tan rápido como había llegado.

  Pero el calor...

  el calor permanecía.

  Kruska se durmió.

  Por primera vez en a?os, lo hizo con paz verdadera.

  No con miedo.

  No con dolor.

  Solo paz.

  Una voz lo despertó.

  Peque?a. Aguda. Inocente.

  — Heus! —gritaba la voz.

  — Valesne?

  Kruska abrió los ojos con esfuerzo. La nieve seguía cayendo en silencio. Frente a él, una silueta menuda.

  Un ni?o.

  —?Dónde estoy...? —murmuró Kruska.

  —?Qué estás diciendo?

  — Quid es? —repitió el ni?o, ladeando la cabeza con curiosidad.

  —No te entiendo... —dijo Kruska. Se sentó, confundido, dolorido.

  —No entiendo nada...

  — Vulneratusne es?

  Kruska se llevó la mano a la oreja. Buscaba algo.

  Lo encontró junto a él, medio enterrado en la nieve: su traductor auricular.

  Lo colocó.

  El mundo cambió.

  —?Estás bien? —preguntó de nuevo el ni?o, ahora con voz clara.

  Kruska lo miró a los ojos.

  Grandes. Inocentes. Humanos.

  No supo qué decir.

  Solo respondió, con sinceridad:

  —No lo sé.

  —?Tienes hambre? —preguntó el ni?o, con infinita inocencia. Una que parecía ignorar por completo el caos del mundo que los rodeaba.

  —Un... un poco —respondió Kruska, aún observándolo, como si no pudiera creer que esa voz era real.

  El ni?o no debía tener más de diez ciclos solares, calculó Kruska.

  Cuando el peque?o se puso de pie, Kruska volvió a sentir ese calor invisible, como si la mera cercanía de aquel ser lo protegiera del frío de la tundra.

  —?Tienes algo de comida...? —preguntó Kruska, con una sonrisa débil.

  Una sonrisa que, por debajo, pedía auxilio.

  —?Claro! —respondió el ni?o con una alegría tan pura que dolía.

  —Sígueme. Te llevaré a mi casa.

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