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Optimismo.

  Yi’le había sido, en otros tiempos, un defensor de la anexión diplomática de la humanidad.

  Creía que podrían haber sido absorbidos pacíficamente.

  Educados. Purificados. Convertidos.

  Pero ahora…

  los enfrentaba como enemigos absolutos.

  Las primeras oleadas imperiales irrumpieron en las trincheras humanas.

  El caos fue inmediato.

  Los soldados de la República no esperaban un asalto de esa magnitud.

  Disparaban en todas direcciones, retrocedían, gritaban órdenes ahogadas en la estática de sus radios.

  Yi’le descendió junto con la segunda oleada.

  Y como dictaba su doctrina, no debía detenerse.

  No debía pensar.

  Solo debía matar.

  Cayó dentro de la trinchera con un golpe seco.

  Su armadura amortiguó la caída.

  Delante de él, un soldado humano intentaba alzar su rifle.

  Pero fue demasiado lento.

  Yi’le giró su cuerpo con un solo movimiento.

  Su espada trazó un arco.

  Primero el brazo.

  Luego la cabeza.

  Ambos cayeron al suelo, uno tras otro.

  Sin gritos.

  Solo vapor, sangre, y silencio.

  Yi’le blandía su Thar’zunel con una destreza letal.

  Cada paso que daba, un humano caía.

  Su hoja danzaba entre la niebla y el fuego, dejando estelas de sangre y vapor.

  Al llegar a una intersección de la trinchera, se detuvo.

  Una larga columna de imperiales lo seguía.

  Los observó.

  Luego levantó su mano.

  —Avanzad.

  No habían dado diez pasos cuando una ráfaga de plasma los recibió.

  Los humanos se defendían con fiereza.

  Yi’le ordenó lanzar las Zal’Vha’thrak.

  Las granadas surcaron el aire como cometas brillantes.

  Al impactar, liberaron un destello enceguecedor, seguido de una explosión desgarradora.

  Cuando el humo se disipó, lo que quedó fue un cuadro de horror.

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  Sangre carmesí pintaba los muros de petramármol y madera carbonizada.

  Pedazos de carne humana colgaban como fruta podrida entre las vigas.

  Silencio. Solo eso.

  Yi’le contempló la escena.

  Y por un instante, no pensó en la victoria.

  Ni en las Matriarcas.

  Solo en esto:

  —Tantos buenos soldados…

  que podrían haber servido bajo la luz del Imperio.

  No dudaba del Imperio.

  Ni de su fe.

  Pero comenzaba a dudar… de la guerra.

  Un disparo lo sacó de sus pensamientos.

  Una descarga de plasma pasó rozando su hombrera.

  Un humano se alzaba entre los cuerpos, con el rostro cubierto de sangre y tierra.

  Gritaba con furia, empu?ando su rifle automático.

  —Imperiales damnati... perite! —rugió, con voz cargada de odio.

  Yi’le no dudó.

  Corrió.

  En un abrir y cerrar de ojos, estuvo frente al soldado.

  Su espada giró.

  Un corte preciso.

  La cabeza del humano rodó por el suelo, aún con los labios tensos por el grito.

  Yi’le no miró atrás y solo avanzó.

  La línea frontal humana en Polyusovsk estaba colapsando.

  Yi’le avanzaba entre cadáveres, trincheras rotas y sangre aún caliente.

  Estaba orgulloso.

  La victoria lo acercaría al Alto Consejo Lumineth.

  Quizá su nombre sería pronunciado en la Corte de Luz.

  Un grupo de imperiales lo detuvo al llegar a un segmento reforzado de la trinchera.

  Un antiguo refugio subterráneo humano.

  —?Thar’kael Yi’le! —saludó un soldado, con tensión.

  —Dentro están los últimos rebeldes. Se niegan a salir.

  Yi’le frunció el ce?o.

  —?Intentaron dialogar?

  —No, se?or. íbamos a irrumpir por la fuerza…

  Yi’le exhaló con impaciencia.

  Sabía que una irrupción mal ejecutada significaba bajas innecesarias.

  —Déjame pasar —ordenó, empujando al soldado con firmeza.

  Guardó su espada.

  El filo se deshizo en una bruma de energía, absorbida por su armadura.

  Unos tentáculos oscuros emergieron desde su torso, sujetando la empu?adura y colgándola suavemente en su cintura.

  Luego, su casco se replegó hacia el interior de su coraza.

  Una garra de metal y hueso lo cubrió, retrayéndose como una bestia en descanso.

  Yi’le se acercó a la puerta metálica del refugio.

  Se colocó el traductor.

  Cerró los ojos.

  Luego habló, con una voz firme… pero sin odio.

  —No necesitan morir en vano. —dijo, en un latín perfecto.

  —Bajen sus armas. No los ejecutaré si se rinden.

  No soy como ustedes creen.

  Con un gesto de su mano, ordenó a sus soldados bajar sus rifles.

  —?Vete al infierno! —se oyó desde dentro del refugio, con voz ronca.

  —?Sabemos lo que hacen con los que se rinden! ?Con los que aceptan su sistema de castas!

  Yi’le parpadeó.

  No esperaba tanta firmeza.

  —?Su República los abandonó! —replicó, alzando la voz con calma.

  —No necesitan morir así. Pueden vivir. Pueden… servir a algo más grande.

  —?Prefiero morir aquí que ser bestia de carga en su causa podrida!

  Yi’le apretó los pu?os.

  —No merecen ese destino. No hoy.

  —No hay deshonra en vivir… para luchar otro día.

  Dentro, el silencio volvió…

  pero no era rendición.

  Era odio contenido.

  Yi’le pensó rápido.

  Giró hacia sus filas.

  —Llamen a un humano. Uno de los nuestros.

  Poco después, un hombre de rostro pálido y ojos turbios se acercó.

  Su armadura imperial brillaba con su mezcla de café y gris metálico, la mezcla de hueso, quitina y metal resaltaba.

  Un desertor. Un converso. Un instrumento.

  El traductor activado, habló con nerviosismo:

  —No tienen que morir así.

  Yo era como ustedes. Un colono de la República.

  Pero el sistema me falló. Me dejó atrás.

  Aquí… encontré orden. Un propósito.

  Un rugido brotó desde dentro del refugio:

  —?Tú!

  ?No me hables de abandono, maldito traidor!

  ?Nunca tuvimos la oportunidad de ayudarte!

  ?Y ahora… vienes con su uniforme!

  El colaboracionista miro a Yi’le buscando que hacer.

  Yi’le miraba en silencio.

  —?Usaron ni?os como carne de ca?ón! —gritaron desde el refugio, con una mezcla de rabia y dolor.

  —?Ese es su maldito propósito! ?Eso es lo que llaman paz!

  Yi’le cerró los ojos.

  Se había hartado, desactivo su traductor un momento.

  —Traigan los Orl’Veth?n —ordenó.

  Los técnicos activaron las esferas mecánicas.

  Drones flotantes, de estructura curva y armas incapacitadoras ocultas bajo placas marrones.

  Criaturas sintéticas dise?adas para entrar, evaluar e incapacitar.

  La amenaza era clara pero no entendible para los humanos… o al menos eso pensaba Yi’le.

  Pero entonces, desde dentro… una voz temblorosa habló:

  —?Esperen…!

  Saldremos.

  Pero… queremos su palabra.

  ?Nos matarán?

  Yi’le alzó la cabeza.

  Un momento de silencio.

  Un aliento contenido.

  Victoria.

  Y en ese instante, sintió que había logrado algo más valioso que una masacre.

  —Tienen mi palabra.

  Mi honor como Thar’kael.

  Serán tratados con dignidad…

  bajo la luz de las Matriarcas.

  Lo juro.

  Los humanos comenzaron a salir corriendo del refugio hacia los imperiales.

  Sus ropas grises estaban manchadas con tierra, sangre seca, barro marrón y blanco de la nieve.

  Algunos cojeaban. Otros miraban al suelo.

  Yi’le los observó en silencio, sintiendo que, por una vez, había hecho lo correcto.

  Se giró.

  Iba a marcharse.

  Entonces… la explosión.

  Un rugido sordo, seguido por una onda de choque que lo lanzó varios metros por el aire.

  Cayó con violencia, cubierto de tierra, sangre y trozos de escombro.

  Un pitido agudo llenó sus oídos.

  Se incorporó, tambaleante.

  Su visor mostraba fallos intermitentes.

  Miró atrás.

  Y vio el infierno.

  Sangre carmesí, verde y azul cubría los muros de petramármol y madera.

  Los restos estaban esparcidos como piezas de carne arrojadas por dioses vengativos.

  Fragmentos de humanos, soldados imperiales y conversos… todo mezclado.

  En medio de esa visión grotesca, cuatro figuras salieron corriendo del refugio.

  Cuatro humanos. Armados. Decididos, comenzaron a correr.

  Y en ese instante, Yi’le comprendió.

  No se habían rendido.

  Se habían sacrificado.

  Las granadas no eran defensa.

  Eran juicio.

  Y paso libre para los que venían detrás.

  Los disparos de plasma cesaron.

  Uno a uno, los ecos del combate se desvanecieron.

  Silencio.

  La trinchera… estaba tomada.

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