El sol apenas había comenzado a asomar por detrás de las colinas cuando Zephyr abrió los ojos. El viento, su eterno compa?ero, golpeaba suavemente la ventana con un ritmo que parecía imitar los latidos de su corazón. No era un viento alegre ni rebelde aquella ma?ana. Era un viento solemne, como si supiera que su guardián estaba a punto de dar un paso importante… uno que no tenía retorno.
Zephyr se sentó en su cama y miró su habitación por última vez. Todo estaba exactamente como lo había dejado la noche anterior: la mochila preparada, sus ropas dobladas con esmero, y sobre la mesa de madera, una peque?a figura de piedra azulada que representaba una ola rompiendo contra una roca. Un símbolo del agua. Un recuerdo de Aleix.
Aleix, su primo, su ejemplo. Dos a?os mayor y tan lleno de vida. El joven que desde ni?o había dominado el agua con una gracia natural, como si hubiese nacido del río mismo. Donde Zephyr era impulsivo y torbellino, Aleix era serenidad y profundidad. Lo guiaba, lo retaba, y siempre lo alentaba a superarse. Fue él quien primero le habló de la Escuela de Aventureros, quien so?ó con que ambos ingresarían juntos. Pero el destino tenía otros planes.
Una enfermedad extra?a y cruel lo apagó poco a poco. Nadie supo explicarla del todo. Su cuerpo, antes lleno de vigor, se volvió frágil como la escarcha al sol. Y Zephyr, por más que lo intentó, no pudo hacer nada. Ni siquiera el viento acudió en su auxilio. Solo le quedó acompa?arlo, sujetar su mano en las noches frías y escuchar sus historias, aunque supiera que el tiempo se deshacía como arena entre los dedos.
Recordaba claramente su última conversación, apenas unos días antes del final. Estaban en el claro junto al lago, donde solían entrenar.
—No llores cuando ya no esté, Zeph —le dijo Aleix, su voz como un susurro del arroyo—. Prométeme que harás lo que yo ya no podré.
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—?Qué quieres que haga? —preguntó Zephyr con lágrimas en los ojos.
—Quiero que vayas a la escuela. Que te conviertas en guardián. No para ser el más fuerte… sino para proteger a quienes no tienen voz. A los débiles. A los olvidados. A todos los que el mundo no ve.
Zephyr asintió sin poder hablar. La promesa quedó sellada en el viento.
Ahora, de pie frente a la casa que lo vio crecer, Zephyr se despedía no solo de su familia, sino también de esa parte de su vida que había compartido con Aleix. Su madre lo abrazó en silencio, fuerte, como si su amor pudiera contenerlo por un instante más. Su padre, firme pero con los ojos humedecidos, le entregó una capa nueva, azul oscuro, con bordes plateados que representaban las corrientes de aire.
—No dejes que el viento te lleve donde no debas ir —le dijo con una sonrisa triste—. Pero si lo hace… asegúrate de volar alto.
Zephyr asintió. Pero antes de partir, se desvió del camino. Siguió el sendero de tierra que llevaba al viejo roble, donde Aleix había sido enterrado. No había lápida de mármol, solo una piedra tallada por el propio Zephyr, con una espiral de agua y el nombre de su primo grabado con esmero.
Se arrodilló ante la tumba, y por un momento, el viento se detuvo.
—Hoy empiezo, Aleix. Como prometí. Voy a aprender a ser fuerte. Pero no para vencer… sino para proteger. Y donde tú ya no puedes estar, yo estaré. Lo juro.
Dejó una flor blanca sobre la piedra y se levantó.
Y entonces, el viento regresó. No como un lamento, sino como un empujón suave en la espalda. Como si el propio Aleix lo estuviera enviando hacia adelante.
Con los ojos fijos en el horizonte, Zephyr dio el primer paso hacia la Escuela de Aventureros. No llevaba miedo en el corazón, sino una promesa. Y una memoria que lo acompa?aría siempre.
No era solo el inicio de un viaje.
Era el cumplimiento de un legado.