El alba apenas despuntaba en el horizonte cuando Zephyr ajustó su capa y se colgó el morral al hombro. El pueblo aún dormía, envuelto en el susurro de las primeras brisas del día. La tierra olía a rocío y le?a, a despedidas no dichas y caminos por recorrer.
Había dejado una carta en casa, junto a la mesa de madera donde su madre solía dejar pan recién horneado. No quería que sus padres y Maeli vieran su partida en silencio, con el corazón hecho nudo. Pero el destino, como el viento, tiene su propia voluntad.
Apenas cruzó el viejo roble del sendero principal, tres siluetas lo aguardaban a la orilla del camino.
—Sabía que no te irías sin vernos —dijo su madre, Lyanna, con la voz apenas contenida por la emoción.
Su padre, Kaelen, mantenía la compostura, pero sus ojos hablaban más que sus silencios. Y entre ambos, saltando como una liebre emocionada, estaba Maeli, su hermana menor, envuelta en una bufanda demasiado grande para ella.
—?Zephyr! ?No puedes irte sin esto! —exclamó, extendiéndole un peque?o amuleto hecho con ramitas, plumas y un botón dorado.
—?Qué es? —preguntó él, sonriendo.
—Mi hechizo de viento —dijo con toda la seriedad que una ni?a podía tener—. Para que el aire siempre te escuche. Como me escuchas tú.
Zephyr se agachó, la abrazó con fuerza, y luego se incorporó para mirar a sus padres.
—Lo sabía —murmuró él—. Sabía que no me dejarían ir solo.
—?Y perdernos el momento en que nuestro hijo se convierte en un hombre? —dijo Kaelen, colocándole en la mano una peque?a bolsa con pan de viaje, carne seca y nueces.
—Sabemos que el mundo allá afuera es grande —a?adió Lyanna—, pero recuerda quién eres. Vayas donde vayas… siempre sopla el viento que te vio nacer.
Zephyr no dijo nada. Solo los abrazó a los tres, cerrando los ojos con fuerza, como si pudiera guardar ese instante en una botella. Luego, con un último gesto de despedida, se giró hacia el camino y comenzó a andar.
No volvió la vista atrás.
El sendero que salía del valle serpenteaba entre colinas cubiertas de flores silvestres y campos abiertos donde el viento jugaba sin amarras. Zephyr avanzaba con paso decidido, aunque por dentro sentía el temblor de quien deja atrás lo conocido para adentrarse en lo vasto.
Durante los primeros días, acampó bajo árboles altos y durmió junto a arroyos que hablaban en murmullos de cristal. Cada noche contemplaba las estrellas, preguntándose qué tan lejos estaría la Escuela de Aventureros. Cada ma?ana practicaba el control del viento, entrenando su afinidad con ráfagas suaves, corrientes ascendentes o espirales danzantes que movían las hojas a su alrededor.
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La naturaleza lo rodeaba como una madre antigua: a veces serena, otras veces imponente. Caminó entre llanuras doradas donde volaban grullas y cruzó peque?os puentes de piedra que crujían bajo sus pies.
Pero no todo sería calma.
Fue en el sexto día de viaje cuando el cielo cambió. El azul limpio fue reemplazado por un gris denso, y una humedad densa flotaba en el ambiente. Zephyr apuró el paso, con los sentidos alertas. Los árboles crujían como si susurraran advertencias.
Entonces escuchó el grito.
Un grito agudo, humano, cargado de miedo.
Zephyr se lanzó al trote por un atajo en la maleza, siguiendo el sonido. En una curva del camino, encontró una carreta volcada, sus ruedas astilladas. Junto a ella, un hombre herido intentaba proteger a una mujer y a una ni?a peque?a de dos figuras oscuras, peludas, de ojos encendidos: bestias salvajes, probablemente carro?eros del bosque, atraídos por el olor del miedo.
—?Atrás! —gritó Zephyr, alzando ambas manos.
El viento respondió de inmediato. Un torbellino súbito envolvió a una de las criaturas, lanzándola varios metros atrás. La otra se giró hacia él con un gru?ido feroz, pero no tuvo tiempo de atacar: una corriente afilada de aire, dirigida con precisión, la derribó de lado.
—?Corran! —ordenó Zephyr a la familia—. ?Hacia las rocas!
Los tres obedecieron. Zephyr mantuvo el aire girando a su alrededor, formando una barrera invisible. Las criaturas, ahora heridas y confundidas, soltaron chillidos y huyeron hacia el bosque.
Cuando todo estuvo en calma, Zephyr bajó los brazos. La mujer lo miraba boquiabierta.
—?Estás bien? —preguntó él.
—Gracias… nos salvaste la vida —dijo ella, tomando a la ni?a en brazos.
El hombre herido lo observó con gratitud desde el suelo.
—No sé quién eres, joven… pero los vientos te bendigan.
Zephyr sonrió con humildad.
—Soy solo un viajero. Voy rumbo a la Escuela de Aventureros.
—Entonces el mundo está en buenas manos —dijo el hombre.
Les ayudó a volver a su carreta, la cual ya no podía moverse, pero bastó para que sirviera de refugio temporal hasta que llegaran más personas desde una aldea cercana. Antes de marcharse, la ni?a le regaló una peque?a piedra pulida.
—Para que te acuerdes de nosotros —le dijo, y corrió de nuevo con su madre.
Esa noche, Zephyr acampó junto a un claro abierto. El cielo despejado mostraba una luna llena y vibrante. Se sentía cansado, pero vivo. Había salvado a personas con sus dones. Sin maestros. Sin ayuda.
Por primera vez, sintió que lo que Caelus, su maestro del viento, había dicho era cierto: el poder es solo un instrumento. El corazón es el que le da propósito.
Al amanecer del octavo día, después de cruzar una serie de colinas cubiertas de brezos, Zephyr alcanzó la cima de una pendiente más alta que las anteriores. El viento golpeaba fuerte allí, empujando las nubes como cortinas que se abrían lentamente.
Y entonces la vio.
A lo lejos, en un valle amplio y resplandeciente, se alzaba la ciudad de Altheria.
Era como un espejismo hecho de piedra blanca y cristal. Torres altas que desafiaban las nubes, canales elementales que fluían por el aire, jardines flotantes que giraban con lentitud. En su centro, dominando todo, estaba la Escuela de Aventureros: un conjunto de torres conectadas por puentes, con techos que brillaban como alas al sol.
Zephyr se quedó inmóvil. El corazón le latía tan fuerte que sentía que el viento lo empujaba hacia adelante.
Allí comenzaría su nueva vida. Allí conocería el verdadero alcance de su poder. No como un ni?o de pueblo, no como un aprendiz... sino como un guardián del viento en formación.
Cerró los ojos un momento, dejó que el viento jugara con su cabello y luego, con paso firme, comenzó a descender la colina.
La ciudad lo esperaba.
Y él… estaba listo.