La fortaleza principal de Igarashi se alzaba como una cicatriz en el Distrito 13, un coloso de acero y hormigón que devoraba la luz de la luna y escupía sombras retorcidas sobre las calles desiertas. Sus paredes, gruesas y marcadas por a?os de violencia, estaban cubiertas de ara?azos profundos, como si las garras de generaciones de ghouls hubieran intentado escapar de su abrazo. El aire dentro era peso, cargado de un hedor metálico que se mezclaba con el olor dulzón de la podredumbre, un recordatorio constante de la sangre que había empapado el suelo. Las lámparas colgantes, oxidadas y parpadeantes, apenas iluminaban los pasillos, proyectando un resplandor enfermizo que danzaba sobre las superficies corroídas. El sonido era omnipresente: un zumbido grave de maquinaria oculta, el eco de pasos metálicos resonando como un tambor lejano, y los gritos ocasionales que se filtraban desde las celdas inferiores, ahogados pero nunca silenciados.
En el corazón de la fortaleza, una sala amplia servía como arena improvisada. Los focos colgaban del techo como ojos vigilantes, ba?ando el espacio en una luz blanca y fría que resaltaba cada grieta en el suelo de acero. Mō estaba en el centro, una figura alta y esquelética envuelta en una túnica negra que ondeaba con la corriente de aire que se colaba por las rendijas. Su máscara ocultaba sus cavidades oculares, dos pozos negros y vacíos, que sin ella, parecían absorber la luz, y su sonrisa—fina, torcida, tallada en un rostro pálido—era un corte permanente de locura. No necesitaba ojos para ver; sus sentidos, agudizados por a?os de ceguera, captaban el mundo en un tapiz de sonidos y olores: el crujido de las botas, el susurro de la respiración, el leve aroma a sudor y miedo. Frente a él, Sekigan se erguía con una postura tensa, el parche negro sobre su izquierdo brillando como un trofeo bajo la luz. Su kagune bikaku, una cola afilada y segmentada, se alzaba detrás de él, vibrando con una energía contenida que parecía un punto de estallar.
—Crees que puedes conmigo, Mestizo —dijo Mō, su voz un susurro rasposo que cortaba el silencio como una hoja oxidada. No había burla en su tono, solo una curiosidad fría, como si evaluara a Sekigan no como un aliado, sino como un animal en una jaula. Sus manos, cruzadas detrás de la espalda, se flexionaron ligeramente, y el aire a su alrededor pareció volverse más pesado, cargado de una amenaza invisible.
Sekigan no respondió de inmediato. Sus dedos se cerraron convirtiendo sus nudillos en un lienzo blanco—sus pu?os parecían contener ira y tristeza, temblorosos, pero fuertes—su ojo visible, un marrón profundo salpicado de motas rojas, se estrechó con una mezcla de cautela y determinación.
—No estoy aquí para juegos —murmuró finalmente, su voz baja pero firme, resonando en la sala como un eco distante. Dio un paso adelante, y su kagune se movió como un látigo, cortando el aire con un chasquido seco que hizo temblar las paredes.
Sin más preámbulo, el combate estalló. Mō alzó su kagune koukaku, una fusión grotesca de escudo y espada que brotó de su hombro derecho como un hueso fracturado que se reconstruía a sí mismo. El arma era pesada, irregular, con espinas que sobresalían en ángulos imposibles, pero él la manejaba con una precisión que desafiaba su ceguera. El primer golpe fue un barrido amplio, un arco de metal que buscaba desde Sekigan en dos. Este saltó hacia atrás, su kagune bikaku golpeando el suelo para impulsarlo, y respondió con un rápido ataque, la punta de su cola buscando el flanco de Mō. El choque fue ensordecedor: un clang que resonó como un martillo contra un yunque, enviando chispas al aire que brillaron brevemente antes de desvanecerse en la penumbra.
Desde una celda cercana, una figura menuda observaba a través de una rendija en la pared de acero. Sus ojos rosa pálido, grandes y brillantes como lunas llenas, seguían cada movimiento con una mezcla de fascinación y temor. Encerrada en un cubículo estrecho, con paredes reforzadas y una puerta sellada con cerrojos magnéticos, su mundo se reducía a ese espacio claustrofóbico. El aire olía a humedad y a algo metálico, quizás sangre seca que se había filtrado por las grietas del suelo, y el único sonido constante era el goteo de una tubería rota en la esquina, un ritmo monótono que marcaba el paso de las horas. El anciano que solía visitarla, su único contacto regular, no estaba esa noche; otra figura encapuchada lo había llamado para discutir algo en otra ala de la fortaleza, dejándola sola con sus pensamientos y el eco de la violencia que resonaba más allá de su prisión. La muchacha apretó los pu?os contra las rodillas, su cabello blanco cayendo en mechones desordenados sobre su rostro pálido. Mō la inquietaba. No era solo su fuerza, ni su ceguera, ni esa sonrisa que parecía saber demasiado; era el vacío en su voz, un eco de algo roto que ahora buscaba llenarse con sangre.
El combate se intensificó. Sekigan giró sobre sí mismo, su kagune azotando como una serpiente en busca de una abertura. Mō bloqueó cada ataque con su escudo, el metal chirriando bajo la presión, y contraatacó con estocadas rápidas, su espada cortando el aire a centímetros del rostro de Sekigan.
—La CCG me quitó los ojos —gru?ó Mō, su voz subiendo de tono por primera vez, un filo de rabia cortando sus palabras como un cuchillo—. ?Me abrieron como a un cerdo, Mestizo! ?Querían ver cómo funcionaba! ?Me dejaron así, un despojo ciego en un mundo que no me quiere! ?Y tú? ?Qué te quitaron ellos?
Sekigan esquivó una estocada que rozó su hombro, dejando un corte superficial que manchó su túnica de rojo. La sangre goteó al suelo, un sonido leve pero claro que Mō captó al instante, inclinando la cabeza como un depredador que olfatea a su presa.
—No fueron ellos —respondió Sekigan, jadeando mientras saltaba hacia atrás para ganar distancia—. Fue Igarashi. Me hicieron esto. —Su mano libre tocó el parche sobre su ojo, un gesto inconsciente que traicionó un destello de dolor en su expresión endurecida—. Un humano normal, arrancado de su vida. No pedí esto. Me lo impusieron.
Mō rió, un sonido seco y roto que hizo eco en la sala como un lamento distorsionado.
—?Entonces somos iguales, después de todo! —dijo, su risa cortándose en un jadeo mientras ajustaba su postura—. Rechazados por el mundo, retorcidos por sus manos. Pero yo no busco redención, Parchado. Yo quiero que paguen. Que sientan lo que yo sentí.
Con un movimiento fluido, su kagune se transformó: el escudo se retrajo y la espada creció, alargándose en una hoja dentada que apuntó al pecho de Sekigan.
—?Vamos, muéstrame lo que tienes! —gritó Mō, lanzándose hacia adelante con una velocidad que desmentía su figura esquelética.
El ataque fue tan rápido que Sekigan apenas tuvo tiempo de bloquearlo con su bikaku, el impacto lanzándolo contra la pared con un golpe sordo que hizo temblar el suelo y levantó una nube de polvo metálico.
—?No te rindas tan fácil! —se burló Mō, avanzando con pasos deliberados mientras su espada giraba en un arco letal—. ?O es que ese parche te hace débil?
Sekigan se levantó, escupiendo sangre al suelo.
—No soy débil —gru?ó, su kagune vibrando con renovada furia—. Solo estoy cansado de pelear sin saber por qué.
Su contraataque fue un torbellino: la cola bikaku azotó desde abajo, buscando las piernas de Mō, mientras el cuchillo en su mano derecha apuntó a su garganta. Mō bloqueó el kagune con su espada, pero el cuchillo rozó su mejilla, dejando un corte fino que goteó sangre negra.
—?Eso es! —rió Mō, retrocediendo un paso—. ?Así se pelea, Parchado! ?Hazme sangrar!
La muchacha en la celda se estremeció, sus dedos clavándose en las palmas hasta dejar marcas rojas en su piel pálida. Quería gritar, detenerlos, pero sabía que su voz no llegaría más allá de esas paredes. Mō era un torbellino de furia, un arma viviente forjada por el dolor, y Sekigan... Sekigan era diferente. Había algo en su forma de pelear, una mezcla de precisión y desesperación, que le recordaba a ella misma: un ser atrapado en un cuerpo que no había elegido, buscando un propósito más allá de la violencia que los definía.
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04:02 - Calles del Distrito 11, Tokio.
A kilómetros de la fortaleza, el Distrito 11 era un laberinto de calles estrechas y edificios en ruinas, un cadáver urbano que aún respiraba bajo el peso de la Ley de Zona Segura. El cielo era una sábana negra salpicada de luces parpadeantes, los restos de una ciudad que se aferraba a la ilusión de normalidad tras la caída de los dragones huérfanos. El viento cortaba como una navaja, arrastrando el olor a basura y metal quemado por los callejones desiertos. Hitomi Sasaki caminaba sola, su abrigo gris de la CCG ondeando tras ella como una niebla líquida. Su quinque, llamado 'Seijaku'—un rinkaku en forma de tentáculo afilado, guardado en su maletín—pesaba en su mano derecha, un recordatorio constante de la misión que la había arrastrado hasta aquí.
Había pasado unas semanas desde la muerte de Juuzou Suzuya, su compa?ero en la CCG, y el peso de su ausencia aún la aplastaba. Lo habían encontrado destrozado en un almacén del Distrito 11, su cuerpo reducido a un amasijo de carne y sangre, y el caso Igarashi—esas palabras garabateadas en un informe ensangrentado—era lo único que le quedaba para aferrarse. Hitomi no dormía bien desde entonces. Sus ojos, normalmente fríos y calculadores, estaban rodeados de ojeras leves, y su cabello negro, recogido en una coleta desordenada, se escapaba en mechones rebeldes que le caían sobre el rostro.
—Igarashi —murmuró para sí misma, su aliento formando nubes blancas en el aire frío—. ?Qué demonios estás planeando?
Sus pasos la llevaron a un callejón oscuro, guiada por un rumor que Koji le había pasado esa ma?ana: un ghoul clase SS había escapado de Cochlea, y las patrullas lo habían avistado en el Distrito 11. Hitomi no estaba segura de qué esperaba encontrar, pero algo en su instinto—esa chispa que Juuzou siempre había admirado—le decía que no era una coincidencia. Igarashi estaba detrás de algo grande, y un ghoul fugitivo podía ser una pieza del rompecabezas.
Un ruido la hizo detenerse: un crujido seco, como botas aplastando vidrio roto. Se giró, su mano volando al maletín para liberar a Seijaku, pero antes de que pudiera activarlo, una figura salió de las sombras. Era Kiyoshi, su cuerpo demacrado envuelto en harapos que colgaban como piel muerta. La sangre seca cubría sus manos, restos de su masacre en Cochlea, y sus ojos, hundidos en órbitas oscuras, brillaban con un rojo intenso que cortaba la penumbra.
—?Tú! —gru?ó, su voz un hilo quebrado que resonó en el callejón. No la conocía, no tenía un nombre para ella, pero algo en su figura —el abrigo gris, el olor a acero y determinación— lo golpeó como un relámpago—. ?Eres uno de ellos? ?La CCG?
Hitomi dio un paso atrás, su quinque desplegándose en un tentáculo afilado que brilló bajo la luz de una farola cercana.
—?Quédate donde estás! —ordenó, su voz firme pero tensa—. Sé lo que hiciste en Cochlea. No tienes escapatoria.
Las voces rugieron en la cabeza de Kiyoshi, un coro ensordecedor que ahogó las palabras de Hitomi. Sus kagunes brotaron en un estallido de carne y sangre: el rinkaku, una mara?a de tentáculos pulsantes, y el bikaku, una cola afilada que golpeó el suelo como un látigo—. ?No me atraparás! —gritó, lanzándose hacia ella con una furia ciega.
Los tentáculos rinkaku cortaron el aire, buscando desgarrarla, pero Hitomi fue más rápida. Seijaku se movió como una extensión de su cuerpo, bloqueando un tentáculo y cortando otro con un chasquido limpio que envió sangre negra al suelo.
—?Para! —gritó Hitomi, esquivando un golpe de la cola bikaku que destrozó una pared cercana—. ?No quiero matarte!
Pero Kiyoshi no escuchaba. Sus ojos estaban desenfocados, atrapados en un torbellino de voces y visiones.
Rugían las voces en su mente. Un tentáculo rozó el brazo de Hitomi, arrancándole un jadeo mientras la sangre manchaba su abrigo, pero ella contraatacó con un golpe preciso de Seijaku, atravesando el hombro de Kiyoshi y haciéndolo caer de rodillas.
—?Basta! —insistió Hitomi, su respiración agitada mientras levantaba el quinque para un segundo golpe—. ?Ríndete y dime qué sabes de Igarashi!
Antes de que pudiera rematarlo, un nuevo sonido cortó la noche: el crujido de botas pesadas y un silbido agudo. Kage Shiryo emergió del fondo del callejón, su silueta alta y desgarbada recortada contra la luz de una farola. Sus ojeras profundas resaltaban bajo el cabello marrón que caía en mechones desordenados, y su prótesis de quinque —un guantelete con garras— zumbaba con energía.
—?Sasaki! —gru?ó, su voz cargada de desprecio—. Déjame a mí. Este es mío.
Sin esperar respuesta, disparó su quinque ukaku, una ráfaga de flechas explosivas que obligó a Hitomi a retroceder mientras Kiyoshi gritaba, dos proyectiles alcanzándolo en el muslo y el pecho.
—?Kage, espera! —protestó Hitomi, levantando una mano para detenerlo—. ?Necesitamos interrogarlo!
—?Cállate! —espetó Kage, avanzando con pasos deliberados—. No hay nada que interrogar en una rata como esta.
Su guantelete se cerró alrededor del cuello de Kiyoshi, levantándolo como un mu?eco roto.
—?Habla! —rugió Kage, las garras hundiéndose en la piel de Kiyoshi hasta que la sangre goteó al suelo—. ?Quién te ayudó a escapar de Cochlea? ?Dime o te arrancaré la lengua!
Kiyoshi jadeó, sus ojos vidriosos buscando a Hitomi.
—?No sé! —gimió, su voz quebrándose bajo la presión—. ?Las voces... ellas me sacaron! ?Ella...! —Su mirada se clavó en Hitomi, un destello de algo —miedo, esperanza— brillando en su caos.
Un ulular de sirenas lejanas interrumpió la escena. Kage maldijo entre dientes, arrojando a Kiyoshi contra una pila de escombros.
—?Tch! No vale la pena —murmuró, escupiendo al suelo antes de girarse hacia Hitomi—. La próxima vez, no te interpongas, Sasaki. Esto es personal.
Se alejó con pasos pesados, dejando a Hitomi sola con el ghoul herido.
Kiyoshi yacía entre los escombros, su respiración entrecortada formando nubes débiles en el aire frío.
—?Quién... eres? —susurró, su mirada fija en Hitomi mientras la sangre se filtraba por su ropa.
Ella lo miró, su corazón latiendo con fuerza.
—No te mueras aún —dijo, más para sí misma que para él, arrodillándose a su lado para revisar sus heridas—. Necesito respuestas. ?Qué sabes de Igarashi?
Pero Kiyoshi no respondió. Con un esfuerzo agonizante, se arrastró fuera del callejón, su figura tambaleante perdiéndose en las sombras. Hitomi no lo persiguió. Algo en sus ojos —un destello de humanidad bajo la locura— la detuvo.
—Tengo que encontrarlo —murmuró, poniéndose de pie y ajustando su abrigo ensangrentado—. Si sabe algo de Igarashi... no puedo dejarlo ir.
04:47 - Distrito 13.
El combate entre Mō y Sekigan había terminado. El suelo de la sala estaba lleno de marcas de cortes y manchas de sangre, un testimonio silencioso de la violencia que había llenado el aire. Ambos estaban de pie, respirando con dificultad, sus kagunes retraídos en un silencio tenso. Mō ladeó la cabeza hacia Sekigan, su sonrisa ensanchándose hasta mostrar dientes afilados.
—No estás mal, Mestizo—dijo, su voz un eco que resonó en la sala—. Pero sigues buscando algo que no encontrarás aquí. ?Redención, verdad? Eso no existe para nosotros. Solo venganza.
Sekigan limpió la sangre de su cuchillo contra su túnica, su expresión endurecida pero quebrada por un instante.
—No busco redención —mintió, aunque su voz tembló ligeramente—. Solo quiero entender por qué.
—?Por qué? —repitió Mō, riendo de nuevo—. ?Porque nos hicieron así, Mestizo! ?Ellos o nosotros, no importa! ?Somos lo que queda cuando el mundo nos rompe!
Sekigan presionó el cuchillo con más fuerza.
—No todos queremos romperlo todo —dijo, su tono bajo pero cargado de una furia contenida—. Algunas queremos respuestas.
Mō inclinó la cabeza, como si escuchara algo en la voz de Sekigan que no había captado antes.
—Respuestas, eh —murmuró—. Bueno, sigue buscando, mestizo. Pero aquí solo encontrarás sangre.
La muchacha en la celda apretó los labios. Había visto a Mō días atrás en otra sala, junto a figuras encapuchadas, planeando algo oscuro bajo las órdenes de su superior —un hombre que la visitaba frecuentemente, frío y calculador—. Mō era un ejecutor, un arma como ella, pero mientras ella dudaba, él parecía deleitarse en su propósito. La puerta de la sala se abrió, y un anciano encorvado entró, su figura trayendo un poco de calma al caos.
—No dejes que te arrastre su oscuridad —dijo suavemente el anciano, acercándose a los barrotes de la celda.
Ella lo miró, sus ojos albinos brillando con una mezcla de miedo y esperanza.
—Ese ghoul... —susurró, su voz apenas audible—. ?Qué quiere?
El anciano suspir, sus manos temblando ligeramente mientras se apoyaba en la pared.
—Venganza —respondió, su tono cargado de tristeza—. Lo rompieron, como a muchos. Pero tú no tienes que ser como él. Eres más que un arma. Recuérdalo.
Ella ascendió, pero sus ojos volvieron a Mō, que ahora hablaba con Sekigan en voz baja, planeando algo que ella no podía escuchar. La fortaleza zumbaba a su alrededor, un nido de sombras y sangre, y un escalofrío recorrió su espalda. Algo estaba cambiando, algo que ni siquiera el anciano podía detener.