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Capítulo 56: El Eco de un Reino

  Biel yacía inconsciente, sumido en un abismo impenetrable que ni los mejores médicos del reino podían desentra?ar. El silencio alrededor de su cama era denso, como un pantano que devoraba la esperanza con cada segundo que pasaba sin respuesta. Aine, la llama eterna que siempre ardía con determinación, observaba a su portador con un temor que se aferraba a su pecho como zarzas de hielo.

  Desesperada, decidió tomar acción. Un destello de su voluntad se convirtió en un hilo de fuego que se extendió desde el Fragmento que colgaba en su pecho hasta el corazón dormido de Biel. Era un vínculo ardiente, una cadena invisible que atravesaba la realidad misma.

  Aine se adentró en la mente de Biel como un viajero que cruza un portal hacia lo desconocido. Los paisajes mentales se retorcían, quebrados como espejos rotos que reflejaban fragmentos de memorias distorsionadas. Ecos de dolor, alegría y rabia resonaban en cada rincón. Pero nada fue tan impactante como lo que encontró en el centro de aquel caos.

  Monsfil, el rey demonio de la destrucción eterna, se erguía como una monta?a oscura entre nubes de fuego. Su presencia era una sombra tangible que parecía devorar la luz misma. Pero más allá de él, había algo que perturbó profundamente a Aine.

  Biel estaba encadenado. Cadenas carmesíes serpenteaban alrededor de su cuerpo, cada eslabón inscrito con símbolos desconocidos que palpitaban con un brillo venenoso. Parecían arterias que bombeaban oscuridad en lugar de sangre. Las cadenas se retorcían, vivas y crueles, como si su existencia misma fuera un grito eterno de sufrimiento.

  —?Tú hiciste esto, Monsfil? —preguntó Aine, su voz cortante como un filo de hielo. La rabia y la desesperación se mezclaban en sus ojos como un torbellino de fuego y escarcha.

  Monsfil negó con la cabeza lentamente, sus ojos carmesíes reflejando una tristeza genuina.

  —Nunca haría esto a mi portador. —Su voz era un trueno amortiguado por la distancia—. Biel no es solo mi portador y sucesor de mi poder demoníaco. Es... un amigo. Y nunca traicionaría a un amigo.

  Las palabras de Monsfil tenían un peso ancestral, un eco que resonaba en las profundidades de la mente de Aine. Aquello que se había sentido como una amenaza era ahora un lazo forjado en la más pura sinceridad.

  —Perdóname, Monsfil... no sabía qué pensar. —Aine dejó que sus palabras fluyeran como un río que se llevaba su duda.

  —No tienes que disculparte. Sé que te preocupa el joven. A fin de cuentas, él también es mi portador —dijo Monsfil, con un tono que parecía desmoronarse bajo el peso de la angustia.

  Fue entonces cuando la atmósfera se desgarró como si fuera un pergamino ardiendo. Una silueta se materializó en la penumbra, deslizándose con la elegancia de un asesino que danza en la oscuridad. Era un hombre vestido con un traje azul oscuro, refinado y perturbadoramente impecable. Su sombrero negro proyectaba una sombra sobre su rostro, pero sus ojos brillaban con una frialdad tan aguda que cortaba el aire.

  —Saludos, Rey Demonio Monsfil, y también a usted, se?orita Fragmento de la Llama Eterna, Aine —dijo el recién llegado, inclinando ligeramente su sombrero con una cortesía que parecía te?ida de veneno.

  Aine tensó cada fibra de su ser, mientras que Monsfil observaba con la cautela de un guerrero que enfrenta a un enemigo que no puede leer.

  —?Quién eres? —gru?ó Monsfil, su voz reverberando como un terremoto bajo la superficie.

  —Me presento. Soy Adalcacer, un miembro de los Ocho Males, el poseedor del Sue?o Eterno. Y ahora... su amigo. —La sonrisa de Adalcacer era como un filo brillante que prometía muerte con cada destello.

  —?Los Ocho Males...? ?Molpiur...? ?Quiénes son ustedes? ?Por qué hacen esto? ?Acaso Domia se los pidió? —demandó Monsfil, su voz arrancada de su garganta como una ráfaga de tormenta.

  Adalcacer rio, una carcajada que se retorcía como un torrente venenoso.

  —?Domia? ?No me hagas reír! Nosotros no servimos a alguien como esa mujer. Servimos únicamente a Molpiur. Somos la gran élite... los Ocho Males. Mientras hablamos, uno de mis compa?eros se encuentra en Lunarys, preparando todo para que nuestro se?or Molpiur pueda regresar a este mundo.

  Aine se estremeció, como si un frío glacial recorriera su esencia.

  —?A qué te refieres con 'regresar a este mundo'? —preguntó, su voz resonando con una mezcla de miedo y furia.

  —Eso, querida, es un secreto que no puedo revelar. —Los labios de Adalcacer se curvaron en una sonrisa que destilaba crueldad.

  —?Y qué tiene que ver Biel con todo esto? —Aine insistió, sintiendo que cada respuesta era una daga que se clavaba más hondo en su ser.

  —Biel... es importante en el plan de nuestro se?or. Es la llave que lo traerá de vuelta. Por eso debe dormir durante tres horas. Y cuando despierte... todo cambiará para él. Será el momento en que Molpiur...

  Adalcacer se detuvo, dejando que el silencio se extendiera como un veneno.

  —Bueno, basta de información. Ahora, como ustedes son intrusos en la mente de mi víctima, debo encargarme de ustedes. Quizás así desate un poder mayor al ver a su maestro y su Fragmento muertos. —Rio con una crueldad que desgarró el aire como un aullido de desesperación.

  La batalla estaba a punto de comenzar, y el fuego de Aine ardía con una intensidad que prometía consumir todo a su paso.

  —Me encargaré de que mueran en la mente de su portador y sucesor —dijo Adalcacer, con una sonrisa torcida que parecía haber sido esculpida por el mismísimo caos—. Además... esto es simplemente fascinante. Que un humano posea tanto a un demonio como a su Fragmento. Ese Biel sí que ha sido bendecido con una suerte absurda.

  Las palabras eran cuchillas envenenadas. Aine apretó los pu?os, sus ojos centelleaban como brasas al viento. Un recuerdo punzante le atravesó el pecho: no había estado con Biel desde el principio. Los Fragmentos del Infinito, entidades de poder inconmensurable, eran entregados a los héroes que llegaban desde otros mundos. Pero ella, la llama eterna, había sido sellada. Cuando Biel llegó a este mundo, Aine dormía en prisión de fuego sellado tras una puerta encadenada. No había sentido sus primeros pasos, ni su soledad. Eso la atormentaba.

  —?Cállate! —rugió Aine, su voz resonando como una llamarada que fractura el aire. De sus manos emergieron esferas de fuego radiante, como soles recién nacidos, y las lanzó con una furia ciega.

  Las esferas cruzaron el espacio mental como meteoros incendiarios, marcando el cielo onírico con estelas ardientes. Pero Adalcacer, con movimientos tan suaves como una hoja danzando en el viento, las esquivó todas. Cada una se desintegró al tocar el suelo de la mente de Biel, pero sin causar da?o.

  —Veo que sabes bien dónde estamos —dijo Adalcacer, limpiándose la solapa del traje—. Este suelo no es cualquier terreno. Es la conciencia misma de tu amado portador. Si uno de tus ataques lo toca con suficiente fuerza, sufriría un da?o... irreparable. ?Aun así crees que puedes salvarlo si yo decido atacar?

  Hizo un movimiento sutil, como si su mano fuera a golpear el suelo. Aine se tensó, su esencia vibró como una campana golpeada por el miedo.

  Pero entonces él se detuvo y sonrió.

  —Jamás haría eso. Nuestro se?or lo necesita en buen estado. Mejor los destruiré con palabras. Sí... con palabras.

  Monsfil entrecerró los ojos.

  —?Acaso tu poder no era simplemente el del sue?o eterno?

  La risa de Adalcacer fue como un vendaval de espejos rotos. Cada carcajada era una grieta en el tejido de la razón.

  —Oh, sí. Mi poder es el sue?o eterno. Pero recuerda, los humanos... esos patéticos so?adores... usan la palabra "sue?o" para todo: casarse, tener una familia, una casa... una vida feliz. Sue?an con futuros que jamás tendrán. Y como es parte del dominio del sue?o... yo puedo moldearlo, convertirlo en realidad. Puedo cumplir cualquier sue?o que imagine... y usarlo como un arma.

  Aine y Monsfil se quedaron en silencio. Era como si el tiempo mismo hubiese contenido la respiración. Una habilidad así… no era sólo peligrosa. Era una blasfemia contra el libre albedrío.

  —Entonces... —dijo Aine con la voz quebrada— tú puedes usar los sue?os de los demás, apropiarte de ellos, y torcerlos para tu beneficio...

  —Exactamente. ?Y sabes qué es lo mejor? —El rostro de Adalcacer se transformó en una máscara de éxtasis perturbador—. Los humanos son vulnerables a sus propios deseos. Yo sólo tengo que cumplirlos... y luego, justo cuando la alegría ilumina sus rostros... los destruyo. Es un arte, una sinfonía de desesperación.

  —?Eres un monstruo! —gritó Aine. Su voz tembló, como una estrella a punto de explotar.

  —No. Soy un artista —replicó Adalcacer, extendiendo los brazos—. El dolor humano es mi lienzo, y sus sue?os son la pintura.

  Una esfera de fuego lo golpeó de lleno, lanzándolo contra una pared ilusoria hecha de recuerdos de Biel. Había estado tan absorto en su discurso que no vio venir el ataque. El impacto fue un estallido de fuego y resonancia, una erupción que iluminó la oscuridad mental con un resplandor rojo furioso.

  —?No permitiré que sigas jugando con los sue?os de los demás! —bramó Aine, su figura envuelta en un aura incandescente que se agitaba como una tempestad solar.

  Adalcacer se recompuso lentamente, la sonrisa aún presente, pero con un gesto de reconocimiento.

  —Eres impresionante, Fragmento de la Llama Eterna. Pero, aun así, no creas que esto ha dejado de ser divertido. Jugar con los sue?os de la gente...

  —?Cállate! —interrumpió Aine, la rabia resonando en su voz como un eco interminable—. ?Tú no sabes nada de los humanos!

  —Oh, pero sí sé —respondió él, acomodando su sombrero—. Los humanos son débiles. Por naturaleza. Pero gracias a los dioses y a las entidades superiores, han evolucionado. Se han hecho más fuertes, más obstinados... más interesantes. Aunque, debo decir, creo que esas entidades están equivocadas.

  La voz de Adalcacer se volvió grave, densa, como si cargara siglos de secretos.

  —Una de ellas rompió el Pacto. El pacto de no cooperación con las razas. En su desesperación, envió el alma de Monsfil al plano espiritual para asistir a Biel. Todo... para que matara a un Guardián. ?Y qué pasó luego? Nada. Rompió el pacto y simplemente... desapareció. ?Dónde está la justicia divina? ?Dónde está la rectitud de los dioses?

  Monsfil frunció el ce?o. Aine se estremeció. Las palabras eran pu?ales envueltos en verdades incómodas.

  —?Solo los dioses tenían el derecho de intervenir! Pero uno de los tres Rifilser prohibió ayudar a Biel... y cuando vio que Biel caía ante Lip... rompió su propio mandato, al parecer los Rifilser se han hecho débiles que ahora ayudan a los humanos en juegos triviales.

  —?Te atreves a llamar juegos triviales a la muerte de Biel? —rugió Aine, su voz ahora un canto de cólera celestial.

  —Perdón —dijo Adalcacer con una sonrisa falsa—. Pero es la verdad. Aquí todos ustedes... sólo son piezas del tablero. Peones del gran plan de mi se?or. Incluso los dioses... incluso los Rifilser. Todos están atrapados en su juego.

  Una lluvia de fuego comenzó a caer en la mente de Biel. No da?aba, pero iluminaba cada rincón con una furia sagrada. Aine avanzó, sus pasos resonando con la fuerza de un juicio ancestral.

  —Entonces déjame decirte algo, Adalcacer. El fuego de los humanos no arde por capricho. Arde por esperanza. Por lucha. Por amor. Y si crees que puedes apagarlo con tus sue?os retorcidos...

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  Ella alzó la mano. Una llama blanca, pura, surgió de su pecho. No era fuego común. Era la esencia misma de la determinación humana.

  —Entonces estás muy equivocado.

  Adalcacer por primera vez dio un paso atrás.

  La batalla aún no había terminado. Pero las piezas comenzaban a moverse. El tablero de Molpiur estaba siendo desafiado. Y quizás, solo quizás, los peones estaban a punto de rebelarse.

  Monsfil alzó la mirada, con sus ojos escarlata ardiendo como brasas ancestrales. Su voz, densa como el eco de una monta?a herida, retumbó en la mente ilusoria:

  —Entonces, ?nosotros somos los peones en su tonto juego?

  Adalcacer alzó una ceja, divertido.

  —Exacto. Un juego de piezas bien colocadas, y ustedes… sólo peones que caminan hacia el sacrificio. Nada más. Y en los planes del rey, los peones no tienen permitido desafiarlo… ?entiendes lo que eso significa?

  —Significa que perderíamos la partida si nos rebelamos —replicó Monsfil, su voz arrastrando una sombra gélida en cada palabra.

  —?Y qué? ?Acaso tú, siendo un simple peón, piensas desafiar al mismísimo rey? —Adalcacer soltó una carcajada que se retorció como una cinta de humo venenoso—. No me hagas reír, demonio. Eso sería… tu fin.

  Monsfil dio un paso al frente. El suelo tembló. Grietas fantasmales, como cicatrices encendidas, se dibujaron bajo sus pies, resonando como si la misma mente de Biel comenzara a crujir por la presión mágica liberada.

  —?Y yo cuándo estuve del lado del rey? —dijo con frialdad.

  Adalcacer parpadeó. Por primera vez, el eco de su arrogancia se quebró.

  —?Qué…?

  El poder de Monsfil comenzó a vibrar en el aire como un trueno atrapado en una botella. Su presencia se volvió tan intensa que los colores del lugar se distorsionaron: el azul se tornó púrpura, las sombras danzaban como llamas, y la realidad mental temblaba como una tela rasgada por cuchillas invisibles.

  —?Acaso olvidas quién soy? —continuó Monsfil, su voz golpeando el aire como una campana rota—. Soy el rey demonio de la destrucción eterna. En mi alma arde el fuego de eras antiguas, y en mi sombra se arrastran los gritos de los que se atrevieron a sellarme. No juego en tableros ajenos… Yo quemo los tableros.

  Adalcacer retrocedió medio paso, lo justo. Suficiente para revelar un destello de duda.

  —?Y tu portador? ?No te importa que Biel sufra si desatas tu poder? —espetó con un intento de recuperar el control.

  Monsfil sonrió. Era una sonrisa grave, torcida, como si ocultara una tormenta detrás de los dientes.

  —Mi portador está protegido. Su mente está entrelazada con la mía. Lo entrené no sólo para resistir el caos… sino para comandarlo. Ahora, su conciencia se encuentra blindada por el mismo fuego que devoró a los antiguos reyes infernales. Este plano mental es ahora un bastión forjado por dos demonios. Biel está… a salvo.

  El rostro de Adalcacer se crispó. Un tic involuntario agitó su mejilla. Se llevó una mano al cabello y lo alisó con rabia, como si cada hebra mal colocada fuera una amenaza a su compostura.

  —Maldita sea… lo olvidé. Que este rey demonio era uno de los dos más poderosos que han existidos. Eso cambia todo… —murmuró para sí, con los ojos bailando entre ansiedad y cálculo.

  Monsfil dio otro paso, y esta vez, su aura se derramó como lava sobre la escena. Cada latido de su presencia hacía vibrar el espacio como si la realidad misma fuera una campana quebrada, resonando con ecos del pasado y fragmentos del futuro.

  —Por fin veo tu cara real —dijo Monsfil, cruzando los brazos—. No la del caballero altivo, no la del so?ador cruel. Sino la del peón que teme perder su turno.

  —?CáLLATE! —gritó Adalcacer con furia. Su voz se quebró como cristal golpeado por un martillo.

  Aine observaba con tensión. Su cuerpo parecía envolver llamas contenidas, listas para estallar. Pero algo la mantenía en su sitio: la tensión del momento, el crujido invisible del tablero que Adalcacer había intentado ocultar.

  —Se que mi plan ahora está en juego —reconoció Adalcacer, enderezándose con una sonrisa cínica—. Pero no voy a perder. No aquí. No ahora.

  La atmósfera se distorsionó. El cielo mental de Biel se llenó de nubes negras que giraban en sentido inverso, como una tormenta que absorbía los sue?os. De la nada, símbolos antiguos —carmesí y girando en espirales imposibles— comenzaron a manifestarse alrededor de Adalcacer.

  —?Ves estos signos? —dijo, alzando las manos—. Son los lazos del sue?o eterno, runas de imposición mental. Aunque no pueda romper a Biel, puedo sellarlos a ustedes en un bucle de sue?os dentro de sue?os. Una prisión sin barrotes, donde el tiempo se vuelve un eco, y los gritos no llegan a ninguna parte.

  Monsfil rio.

  —?Y crees que puedes encerrar a un rey en una celda forjada por tus ilusiones? Mis llamas arden en los planos donde los sue?os se deshacen. No me subestimes.

  La tensión crepitó. Aine dio un paso adelante, con fuego ardiendo en sus pupilas como soles diminutos. Sus palabras retumbaron como campanadas en una catedral maldita:

  —Y yo tampoco me quedaré callada. Has jugado con los sue?os de los humanos, los has usado, los has distorsionado. Pero en cada fragmento roto hay un eco de resistencia. Cada sue?o destruido canta… y yo soy el fuego que responde a ese canto.

  Una onda de calor iluminó el entorno, vibrando en líneas doradas, como si la melodía misma de la esperanza se desplegara desde Aine. El fragmento de la llama eterna vibraba con intensidad, emitiendo pulsos rítmicos, como un corazón compartido entre dos mundos.

  Adalcacer retrocedió de nuevo.

  —?Qué… qué estás haciendo…?

  —Quemando tus ilusiones —dijo Aine—. Encendiendo la verdad en medio del enga?o.

  Entonces Monsfil y Aine dieron un paso al unísono. Una resonancia profunda, casi como una sinfonía demoníaca, se desplegó a través del plano mental de Biel. Cada nota era una llama, un eco, una cicatriz que contaba una historia.

  —Este no es tu juego —gru?ó Monsfil.

  —Y tú no eres su rey —a?adió Aine.

  El escenario estaba por romperse.

  Y en el corazón dormido de Biel… algo comenzaba a agitarse.

  En lo alto del palacio de Claiflor, donde los tapices danzaban con un viento invisible y el crepitar de las antorchas resonaba como susurros de tiempos antiguos, el rey Hans observaba con un rostro de angustia el cuerpo tendido de Biel. El joven héroe, aún sumido en un sue?o sin fin, se retorcía como si las mismas sombras del abismo lo envolvieran en cadenas de dolor invisible. Su respiración era agitada, sus dedos se crispaban como si intentaran alcanzar algo más allá de la realidad.

  —?Qué le está pasando...? —murmuró Hans, apretando los pu?os, con los ojos como océanos revueltos por una tormenta.

  A su lado, la reina Amelia tocaba el rostro de Biel con delicadeza, como si el calor de su palma pudiera devolverle la conciencia.

  —Está sufriendo —dijo ella con voz quebrada, una voz que era como el eco lejano de una melodía desgarrada—. Pero no en su cuerpo... Su alma está gritando desde algún lugar al que no podemos llegar.

  Las antorchas parpadearon con intensidad, como si respondieran a las emociones que cargaban los corazones de los presentes. Los sirvientes murmuraban oraciones, los soldados guardaban silencio absoluto. Todo el castillo se había convertido en una sinfonía de preocupación, un réquiem silencioso por un héroe que yacía entre la vida y algo mucho más oscuro.

  Y entonces, como si una nueva página del destino se desplegara, un hombre de cabello grisáceo, mirada afilada como cristal y capa gastada por los a?os cruzó las puertas del palacio. Nadie se atrevió a detenerlo. Había en él una presencia que quebraba el tiempo, que resonaba con un pasado desconocido.

  —Kael... —murmuró uno de los guardias—. ?Qué hace aquí ese hombre?

  Kael avanzó como quien camina por un sendero que conoce demasiado bien. Sus pasos eran firmes, pero cada pisada resonaba como una campanada de revelación. Se arrodilló junto a Biel y observó el fragmento que colgaba sobre su pecho.

  —Tal como lo predije... —susurró, casi como si hablara con un viejo fantasma—. El elegido de Monsfil. El chico que heredó el título que jamás debió pasar a otro. El ni?o venido de más allá de los cielos.

  Hans lo miró con desconfianza.

  —?Quién eres realmente, Kael? Dijiste que serviste a Gard, pero eso nunca terminó de convencerme.

  Kael sonrió, una sonrisa rota, tan afilada como un vidrio trizado por el tiempo.

  —Nunca estuve al servicio de Gard por lealtad. Serví porque alguien más me lo pidió. Una persona... que muchos han olvidado, pero que aún tira de los hilos del destino desde las sombras.

  Amelia frunció el ce?o.

  —?Una entidad? ?Un dios? ?Un fragmento?

  Kael negó suavemente.

  —No es un dios. No es un demonio. Es alguien más... alguien que vio este momento siglos antes de que ocurriera. Me envió aquí porque sabía que este día llegaría, y que un joven portador del poder de un rey demonio caería en un abismo del que no podría salir solo.

  Hans se acercó a Kael, la furia temblando en su voz.

  —?Y por qué él? ?Por qué Biel? ?Qué tiene este joven que los dioses, demonios y entidades de todo el cosmos parecen querer usarlo como llave o como arma?

  Kael se puso de pie lentamente, su silueta fundida con la luz dorada del atardecer que atravesaba los vitrales. Y cuando habló, su voz se transformó en eco, en trueno, en resonancia que vibraba dentro de cada alma presente.

  —Porque Biel no solo vino de otro mundo... él viene del mismo mundo que el primer héroe que puso pie en esta tierra. él es la chispa que reaviva la llama dormida en los corazones de los elegidos. Es el fragmento perdido del principio, la distorsión en la línea del tiempo, el eco del origen.

  Las palabras de Kael flotaron en el aire como polvo estelar. Hans retrocedió un paso, procesando el peso de aquella revelación. Amelia cerró los ojos, su alma estremecida por la resonancia de una verdad largamente escondida.

  —?El mismo mundo...? —susurró Amelia—. Entonces... ?Biel está ligado al primer héroe? ?Ese del que solo quedan leyendas?

  Kael asintió lentamente.

  —Más que ligado. Es una de sus consecuencias. Una vibración remanente. Un eco eterno. Por eso mi se?or quiere que lo proteja... porque si Biel cae, el ciclo entero podría colapsar. El equilibrio entre las razas, las dimensiones y los pactos que aún sostienen este mundo, se fragmentarán.

  En ese instante, el cuerpo de Biel comenzó a temblar con más fuerza. Una energía oscura y brillante a la vez empezó a surgir de su pecho. Era fuego y sombra, luz y vacío. Era como si en su interior dos mundos chocaran, distorsionando su existencia.

  —?Está reaccionando! —gritó uno de los sanadores.

  Kael se arrodilló otra vez y colocó ambas manos sobre la frente de Biel. Una corriente de energía antigua fluyó desde él, una que hablaba en un idioma olvidado, en susurros que sólo las almas podían entender.

  —Debo guiarlo —dijo Kael con los ojos cerrados—. En la mente de este joven se libra una batalla... una que no es solo suya. Es de todos nosotros. Si pierde... perderemos todos.

  El suelo vibró. Las paredes del palacio crujieron. Un halo de energía se expandió en todas direcciones, como un sol descompuesto que rompía las leyes del mundo.

  Y entonces, dentro de esa mente en caos, una nueva figura apareció...

  De vuelta en la mente de Biel, la batalla se tornaba aún más caótica, como una tormenta que rasgaba los cielos de su conciencia. El suelo mental temblaba con cada intercambio entre Aine, Monsfil y Adalcacer. Las cadenas carmesíes alrededor de Biel palpitaban con un brillo ominoso, como si se alimentaran de la tensión emocional del enfrentamiento.

  Pero entonces, en medio de esa distorsión vibrante, una onda luminosa atravesó el aire como una campana antigua que anuncia el juicio final. Una figura emergió entre el eco de los pensamientos, rompiendo la resonancia maligna con un solo paso. Kael apareció, con la tranquilidad de una tormenta contenida. Su silueta era recortada por un fulgor dorado, y con un solo movimiento de su brazo, hizo que Adalcacer se estrellara brutalmente contra el suelo psíquico.

  —??Quién eres, miserable?! —gritó Adalcacer, con los ojos desorbitados, mientras su cuerpo se deshacía en fragmentos de sombra y ceniza mental—. ?Tú no eres parte de este grupo! ??Quién demonios eres?!

  Kael sonrió con una calma afilada como cuchilla de obsidiana y replicó: —Más adelante lo sabrás. Ahora solo tengo una tarea: expulsarte de la mente de Biel.

  Adalcacer soltó una carcajada retumbante, una risa que resonó como vidrio roto en una catedral vacía. —?Tú? ?Sacarme a mí? ?No me hagas reír! ?Soy uno de los 8 males! ?Portador del Sue?o Eterno! ?Tú no eres nadie!

  Kael no respondió. Solo alzó una mano, y la luz que lo envolvía se intensificó. Una energía ancestral emergió de su palma como una sinfonía de estrellas colapsando. El cuerpo de Adalcacer comenzó a desvanecerse, cada partícula de su ser distorsionándose como un sue?o olvidado al amanecer.

  —??Qué me está pasando?! —gritó Adalcacer, con los ojos abiertos de par en par y el terror recorriéndole la espina como hielo líquido.

  —Nos veremos pronto —susurró Kael, y luego pronunció un nombre en un idioma olvidado, un eco tan antiguo que ni Monsfil ni Aine pudieron comprenderlo. Era un nombre que vibraba con el peso de lo eterno, que resonaba con la gravedad de la creación misma.

  Adalcacer intentó replicar, pero su voz se deshizo como papel quemado. El miedo se tatuó en su rostro mientras desaparecía por completo, dejando solo un silencio tenso como la respiración contenida de un mundo entero.

  Aine estaba boquiabierta. Monsfil solo frunció el ce?o, reconociendo la figura.

  —Tú... tú estabas ahí —murmuró Monsfil—. El día en que elegí a Biel como mi sucesor. ?Kael?

  —Efectivamente, Lord Monsfil —respondió Kael con una reverencia elegante, su voz era calma, pero revestida de un poder ineludible—. Pero no hay tiempo para charlas. Debo quitar el sello que mantiene dormido a Biel.

  Colocó una mano sobre el pecho de Biel, justo sobre el fragmento que vibraba como un corazón resonante. Un resplandor azul profundo emergió, y el sello invisible se resquebrajó como un espejo que ya no puede sostener su reflejo.

  —Es hora de salir de aquí —dijo Kael mientras el entorno mental comenzaba a descomponerse, como una pintura que gotea fuera del lienzo.

  —Sigue cuidando de él desde aquí, Monsfil —a?adió con firmeza—. Es más importante de lo que tú y yo podemos imaginar.

  Monsfil asintió con un orgullo silencioso. —No necesitas pedírmelo. Protegerlo es mi deber. Mi voluntad y la suya ya laten al unísono.

  Aine miró a Monsfil y sonrió. —Nos veremos luego, demonio testarudo.

  —Sí, más adelante —contestó Monsfil, con una peque?a mueca que casi era una sonrisa.

  Aine y Kael salieron de la mente de Biel, como dos estrellas fugaces abandonando un firmamento en ruinas. Al volver al mundo físico, Aine notó cómo los ojos de Biel temblaban, preparándose para abrirse.

  —Despertará pronto —dijo Kael, ya de espaldas, su capa ondeando con una fuerza que no venía del viento sino de su propio poder—. Díganle que un viejo conocido le ayudó... y que debe prepararse para lo que viene.

  —?Te vas tan pronto? —preguntó Aine, con la voz te?ida de agradecimiento.

  —Tengo otro lugar importante que atender. Mi viaje apenas comienza —dijo Kael, y en un destello de luz líquida, desapareció del castillo sin dejar rastro alguno, como si nunca hubiera estado ahí.

  Mientras tanto, en las afueras del reino de Claiflor, cerca de la gran puerta tallada en piedra viva, Adalcacer reapareció en un rincón oscuro. Su cuerpo temblaba, su aliento era irregular, su alma... fracturada. El terror aún lo envolvía como una capa helada.

  —Fallé... —susurró—. Fallé y quizás él me destruya...

  Una voz surgió, suave como el terciopelo, pero pesada como el hierro fundido.

  —No te haré nada... aún —dijo la voz, resonando como un eco entre mundos.

  Adalcacer se arrodilló de inmediato, con la frente pegada al suelo mental que ahora parecía cristal a punto de romperse.

  —?Perdón, mi se?or! ?Ese sujeto apareció y...!

  —Lo sé. Fue un contratiempo —interrumpió la voz, con la calma de un huracán silencioso—. Su presencia no estaba contemplada... pero ahora lo está.

  Adalcacer respiró más tranquilo, aunque aún podía sentir el filo del juicio en cada palabra de su amo.

  —?Y ahora qué haremos...? —se atrevió a preguntar.

  —Nos retiraremos por ahora. Aún no es el momento. Pero pronto lo será. Muy pronto —respondió la voz, y con una vibración final que desgarró el aire, ambos desaparecieron, como sombras atrapadas por la noche.

  Y así, el fragmento de la tormenta que se avecina fue colocado. El despertar de Biel no solo marcaba el fin de un sue?o... sino el principio de un nuevo conflicto.

  Uno que resonaría más allá de mundos, más allá del tiempo. Uno donde la luz y la oscuridad volverían a entrelazarse, no como enemigos... sino como parte de una verdad aún no revelada.

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