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Capítulo 68: La Caída

  La atmósfera se volvió espesa como brea caliente. El aire mismo parecía huir del campo de batalla cuando aquella figura descendió del cielo, flotando con la gracia de un verdugo y la majestuosidad de una calamidad antigua. Todos quedaron inmóviles, atrapados en un trance de terror y desconcierto.

  Pero entre todos ellos, uno no solo estaba impactado.

  Estaba aterrorizado.

  Biel, el Rey Demonio, el vencedor del Vacío, el Héroe del Eclipse… estaba arrodillado. Su cuerpo temblaba, su mirada estaba clavada en el suelo, vacía, desprovista de voluntad. Sus labios entreabiertos no pronunciaban palabra alguna, como si el alma misma se le hubiese escapado por la herida invisible del pasado.

  Frente a él, la entidad habló con voz grave, como un eco distorsionado que rasgaba el tiempo.

  —Veo que estás aterrorizado, Se?or Demonio Biel… —dijo Khios con una sonrisa lenta y siniestra—. Bueno, es de esperarse. Este rostro... te llena de recuerdos, ?no es así? Lo comprendo.

  El tono no era de burla. Era peor. Era comprensión auténtica, la que solo un verdugo que conoce a su víctima puede pronunciar.

  Biel no respondió. Sus manos estaban abiertas, caídas a los lados como ramas sin savia. Una gota de sudor descendió por su sien, se perdió entre las sombras de su cabello empapado. Su respiración era superficial, temblorosa.

  Entonces, sin que nadie se lo esperara, Ylfur dio un paso al frente.

  Con el rostro firme y la mirada resuelta, se colocó entre Biel y Khios, como una pared de carne y espíritu.

  —No dejaré que lo toques —dijo con voz ronca, pero llena de fuego—. Aunque me cueste la vida… protegeré a mi amo. él vengará a Palser. Vengará a Calupsu… y a mis hermanos caídos.

  El silencio fue total por un instante.

  Las palabras de Ylfur atravesaron la mente de Biel como una lanza ardiendo. Algo en su interior se quebró. La imagen de Calupsu, sonriendo torpemente mientras se arrodillaba. La voz de Palser, burlona pero leal. Todos esos momentos, apenas cicatrizados, volvieron a sangrar.

  Sus manos se cerraron en pu?os.

  Con un rugido sordo, Biel golpeó el suelo con toda su fuerza, haciendo que la tierra temblara como si un titán furioso despertara bajo ella.

  —??Por qué…?! —gritó, con la voz rota por la angustia—. ??Por qué sigue pasando todo esto?! ?Ya no quiero perder a nadie más!

  Grietas se abrieron en el suelo como cicatrices que replicaban el dolor de su alma. Sus hombros temblaban, y sus ojos ardían con lágrimas que no quiso reprimir. Era un grito de impotencia, de luto mal curado. La escena era la de un dios que había olvidado cómo sostener su mundo.

  —Tengo todo este poder… —murmuró, con los dientes apretados—. Pero no he podido salvarlos. Ellos confiaron en mí. Juraron lealtad. ?Y aun así… no los salvé!

  Se quedó en silencio, jadeando, mientras el aura de Khios se hacía cada vez más opresiva, como una noche sin estrellas que se cierra en torno a una vela agonizante. Pero entonces, una voz rompió la oscuridad emocional.

  —Biel… —dijo Acalia, dando un paso adelante, su cabello ondeando por el viento de magia—. No estás solo.

  él levantó apenas la vista, viendo a Acalia avanzar con los ojos brillantes de determinación.

  —Aunque caigas, aunque te rompas… yo estaré ahí para levantarte. Siempre. Caminaré contigo, incluso si es por un sendero de sombras. Porque tú me salvaste primero.

  Xantle, su atuendo se agitaba como si el aire mismo lo temiera y una sonrisa retorcida por el dolor, se sumó.

  —Esa vez, en la aldea… ?recuerdas? Me salvaste de aquel bandido. Me diste algo que nadie más había hecho: confianza. Y eso vale más que la vida. Por eso… no me apartaré de ti.

  Easton, con los ojos brillantes de emoción contenida, habló con voz firme.

  —Ese día… salvaste no solo a mi hermana. Salvaste a muchos y además ayudaste en la reconstrucción de las casas. Nos mostraste que la esperanza aún podía nacer en medio del caos. No te rindas ahora, amigo… ?No te atrevas a caer ahora!

  Y uno por uno, las voces comenzaron a alzarse. Como antorchas encendidas en medio de la noche.

  —?Biel! —exclamó Sarah, dando un paso adelante—. Aquel día, en las tierras oscuras… luchaste contra mi padre. Y moriste, sí… pero volviste. ?Volviste por nosotros! ?Eres un milagro! ?Un guerrero con alma! ?No eres débil… tu humanidad sigue ahí, latiendo con fuerza!

  Las lágrimas caían ahora por el rostro de Biel, como cristales rotos por una tormenta interior.

  Pero sus ojos… sus ojos volvían a brillar.

  Como carbones encendidos tras la ceniza.

  Se puso de pie. Sus músculos temblaban por el esfuerzo emocional, pero sus piernas se mantuvieron firmes como raíces milenarias. Su aura comenzó a arder. Primero como una brisa cálida… luego como una tormenta desatada.

  —Gracias… a todos. —murmuró, alzando la cabeza—. No merezco tanto. Pero si aún están a mi lado… si aún creen en mí… ?entonces no puedo caer!

  El cielo respondió a sus palabras con un relámpago que cortó las nubes. El viento cambió de dirección, arremolinándose a su alrededor como si el mismo mundo quisiera que luchara.

  Sus ojos, llenos de lágrimas, se fijaron en Khios.

  —?Khios! —rugió, con una voz que reverberó como un rugido celestial—. No sé por qué has vuelto. No sé qué clase de monstruo eres. Pero lo que sí sé es que no me rendiré. ?Porque no peleo solo!

  Dio un paso adelante. Su aura estalló como un sol negro, envolviendo a los demás sin da?arlos, fortaleciéndolos. Era el poder del Rey Demonio… pero también el de un hombre al que el amor, la amistad y el sacrificio habían convertido en algo más.

  —No dejaré que arranques más sonrisas de los rostros que amo —dijo Biel, su voz ahora firme como una espada afilada—. ?No permitiré que otro mundo caiga bajo tus pies!

  Khios lo observaba en silencio, su expresión ahora más analítica que burlona.

  —Interesante… así que todavía tienes fuego. Me alegra. Sería aburrido destruirte si no opones resistencia —dijo con una sonrisa lenta—. Entonces... que comience la danza.

  Biel dio un paso más, y sus camaradas se colocaron detrás de él. Uno a uno. Sus auras diferentes, sus historias únicas, sus corazones dolientes… pero firmes.

  Ylfur, aún delante de él, sonrió sin mirar atrás.

  —Le dije que lo protegería… y ahora veo que quizás, solo necesitaba recordarle por qué lucha.

  El suelo vibró. El cielo rugió.

  La batalla no había comenzado aún, pero el alma del héroe… ya se había levantado.

  —?Retrocedan todos! —ordenó Biel, su voz firme como un trueno contenido—. Lo que viene ahora... no es algo que puedan enfrentar.

  El grupo obedeció sin dudar. Uno a uno dieron pasos hacia atrás, aunque con evidente renuencia. Ylfur se mantuvo un segundo más, con los pu?os apretados y sus pu?os apretados por la frustración.

  —Pero... —susurró, como si sus pies se negaran a moverse.

  —Ylfur —dijo Biel sin voltear, con tono suave pero implacable—. No es miedo lo que me impulsa. Es decisión. Tu fuerza no será ignorada, pero ahora... necesito que confíes en mí.

  El demonio tragó saliva con dificultad. Finalmente, asintió y se apartó, aunque cada fibra de su cuerpo gritaba por quedarse a luchar a su lado.

  Entonces, Biel cerró los ojos.

  Su aura, que hasta ahora había sido como un sol contenido, explotó en un mar de oscuridad majestuosa. La tierra se estremeció. El cielo pareció desvanecerse unos segundos, dejando entrever un firmamento de energía cruda. Cuando Biel los abrió de nuevo, sus ojos brillaban con una mezcla peligrosa de azul espectral y negro profundo.

  La presencia de Biel no requería metal ni placas pesadas. Su atuendo parecía tejido con los hilos mismos del firmamento. Llevaba un abrigo largo de color negro profundo con reflejos tornasolados, como si atrapara fragmentos del cosmos en su tela. El borde inferior, rasgado y ondulante, flotaba suavemente incluso sin viento, como si respondiera a su poder interno.

  Aine, que hasta entonces flotaba a su lado en forma humana, dio un paso atrás, sonrió con dulzura... y se transformó. Su cuerpo se disolvió en partículas de hielo ardiente, hasta convertirse en una espada resplandeciente. Flotó hasta la mano de Biel como si hubiera esperado ese momento durante siglos.

  —Bien, Aine —susurró Biel, empu?ándola—. Vamos a ponerle fin a esto... juntos.

  Frente a él, Khios sonrió. Una sonrisa ancha, contenida, malvada y emocionada.

  —Así que esta es tu forma perfecta... La misma que usaste contra Domia y Belcebú. Interesante... Veamos entonces qué tan fuerte es el sucesor de Monsfil —dijo con una reverencia burlona—. El rey demonio que tanto temíamos en las eras antiguas.

  —Monsfil fue mi maestro... y mi guía —respondió Biel, su voz vibrando con poder contenido—. Me ense?ó a comprender, no a temer, el poder que poseo. Y por él, por mis amigos, por los que murieron... ?No te perdonaré! ?Te derrotaré, Khios!

  Khios rio suavemente. Una carcajada suave, como quien escucha una promesa que no le preocupa.

  —Eso lo veremos...

  De entre sus ropajes oscuros, sacó un libro. Viejo, cubierto de sellos oscuros que parecían parpadear como ojos dormidos. Con un gesto ágil, lo abrió y lo sostuvo en alto.

  —Permíteme presentarte un legado prohibido... —musitó, mientras una espada emergía lentamente del libro, envuelta en cadenas que se rompían una a una con sonidos de truenos apagados.

  La hoja tenía una forma cruel: larga, delgada, con púas invertidas que parecían ansiar sangre. Grabados arcanos recorrían su superficie como serpientes tatuadas con fuego negro.

  —Esta espada perteneció a mi hermana, Karia... —dijo Khios con voz gélida—. La Reina del Conocimiento Prohibido. Ella sabía más sobre la muerte que cualquier necromante, más sobre las espadas que cualquier herrero celestial... y aunque fue sellada. Sus conocimientos... están en este libro.

  —?Una espada prohibida...? —murmuró Biel, su ce?o fruncido.

  Khios levantó la espada sin más palabras, y en un tajo vertical, desató un haz de energía tan cortante que partió en dos una monta?a a lo lejos. La onda de choque barrió el campo con violencia brutal.

  Biel apenas alcanzó a evadirlo, desplazándose a un lado con una ráfaga de viento negro. El ataque le dejó un surco humeante en la mejilla y destruyó parte del terreno tras él como si fuese de papel.

  —?Qué... fue eso...? —jadeó Biel, incrédulo.

  Khios giró la espada entre sus dedos con despreocupación.

  —Un simple calentamiento —dijo—. Apenas un estiramiento de mu?eca.

  Biel apretó los dientes. El enemigo que tenía ante sí... no se comparaba con Domia. Ni con Belcebú. Esto no era una fuerza destructiva nacida del dolor ni una tirana obsesionada con el control. No... Khios era otra cosa. Más frío. Más calculador. Más peligroso.

  Un verdadero villano. El tipo de amenaza que no necesita razones para destruir, solo el deseo de ver el orden caer.

  —Veo que sobreviviste al calentamiento —dijo Khios con una sonrisa ladeada—. Entonces es hora de empezar de verdad.

  La temperatura descendió súbitamente. El cielo pareció doblarse sobre sí mismo cuando Khios liberó una porción mayor de su poder. Y sin embargo...

  —Esto es... mi cinco por ciento —anunció, sin pizca de modestia.

  Biel retrocedió un paso. No por miedo, sino por la pura incredulidad.

  —?Cinco...? —repitió en voz baja—. ?Sólo el cinco por ciento…?

  —Exacto. Espero que me entretengas, Biel. Al menos unos minutos.

  La burla no era arrogancia ciega. Era confianza nacida de experiencia. De poder. De victoria repetida.

  Pero Biel no esperaría más.

  —?AINE! —gritó Biel, su voz resonando como una orden celestial.

  Y con un rugido que rasgó la calma, se lanzó hacia adelante. Era una ráfaga negra y azul, un cometa furioso que surcó el aire con velocidad devastadora. Su espada descendió como el juicio final, dirigida al pecho de Khios con la fuerza de una tormenta ancestral.

  El impacto resonó como un relámpago en la cúpula del mundo. Pero no hubo sangre. No hubo grito.

  Khios había bloqueado el golpe.

  Con su espada prohibida cruzada frente a él, apenas ladeado, con una sonrisa satisfecha.

  —Admito que me has sorprendido, sucesor... —dijo con tono burlón—. Ese corte tenía intención de matar. Muy bien.

  Antes de que Biel pudiera retirarse, Khios hizo un movimiento casi imperceptible con su mano libre. Una esfera oscura se materializó frente a su palma, tan concentrada que parecía absorber la luz.

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  —Pero no lo suficiente.

  La esfera impactó directo en el abdomen de Biel.

  —?Gh...! —El aliento se le fue en un solo espasmo, como si su alma hubiera sido perforada.

  El golpe fue brutal, tan limpio y certero que Biel salió disparado varios metros, rebotando contra el suelo como un mu?eco de trapo antes de estrellarse contra una formación rocosa.

  El silencio fue inmediato. Solo se escuchó el zumbido residual de la energía negra.

  Biel yacía inmóvil. Su armadura rota en varios puntos. Su espada caída. Y sus ojos cerrados.

  —?BIEL! —gritaron sus compa?eros al unísono desde la distancia, el horror pintando sus rostros como máscaras trágicas.

  Khios giró la mu?eca con despreocupación.

  —?Ya cayó? Vaya. Y eso que solo fue un golpe...

  Sonrió. Una sonrisa que no celebraba victoria alguna.

  Sino el inicio de su entretenimiento.

  El cuerpo de Biel yacía inmóvil sobre el terreno agrietado, su túnica hecha jirones flotando débilmente como el eco de un estandarte vencido. Su energía, antes tan intensa, se había disipado hasta casi desaparecer. La Espada Aine, aún clavada a su lado, emitía un brillo tenue, como si llorara en silencio por su portador caído.

  Un vacío sepulcral se extendía por el campo de batalla, como si el mundo mismo contuviera el aliento.

  Entonces, un rugido de furia e instinto irrumpió como un relámpago en medio del silencio.

  —??NOOO!! —gritó Ylfur, y su voz se alzó como un trueno en medio de la desesperación.

  En un parpadeo, el caballero oscuro se plantó frente al cuerpo de su amo. Su armadura negra relucía como obsidiana viva, cada placa vibrando con una magia oscura que amenazaba con romperse de pura rabia contenida. Su espada de filo gótico estaba desenvainada, y sus ojos ardían con una llama de lealtad absoluta.

  —?No daré un paso atrás! —bramó, su voz resonando como una campana rota en una catedral desierta—. Si quieres llegar a mi se?or, Khios… tendrás que pasar por encima de mí. ?Y te juro que no será fácil!

  Khios no respondió. Sus ojos seguían fijos en el cielo, como si nada de lo que sucediera en tierra mereciera su atención. Una sonrisa leve y peligrosa se dibujaba en su rostro, apenas visible.

  Charlotte corrió hasta donde yacía Biel. Se arrodilló, colocó ambas manos sobre su pecho, y dejó fluir su magia como una corriente cálida de esperanza.

  —Vamos, hermanito… —susurró, su voz temblando por la emoción—. No puedes caer así. No ahora. No después de todo lo que hemos vivido...

  La energía curativa se extendió por el cuerpo de Biel, aunque la herida dejada por Khios era profunda. Charlotte mordió su labio inferior, luchando por contener el miedo.

  Detrás de ella, Acalia dio un paso adelante, el aura ancestral despertando en su interior como un volcán dormido que vuelve a la vida.

  —?Esto no termina aquí! —gritó, sus ojos dorados iluminando el aire con determinación.

  Raizel, la arcángel, desplegó sus cuatro alas con un estruendo de luz, como si el mismo cielo la empujara hacia la batalla. En su mano, forjó una espada de pureza solar, una hoja que cantaba con cada vibración.

  Acalia cerró los ojos, concentrándose. Una corriente de magia primigenia se levantó a su alrededor. Entonces, dos alas se formaron en su espalda —hechas de energía pura— y en su mano emergió una réplica de la espada de Raizel, perfecta en cada detalle.

  —Mi herencia responde —murmuró—. Y lucharé con la fuerza de un ángel… para proteger lo que amo.

  Yumi se adelantó, envuelta en una espiral de energía dual: luz y oscuridad giraban a su alrededor como dos danzas en guerra. Su mirada se volvió afilada como una lanza, su postura impecable como una sentencia.

  —No permitiré que esto termine así —dijo—. Biel luchó por todos nosotros. Ahora es nuestro turno.

  Sarah desplegó sus alas de vampiro, negras como el luto y firmes como la noche misma. Sus ojos escarlata brillaban con rabia contenida.

  —Biel… no dejaré que caigas otra vez. Esta vez, lucharé hasta el final.

  Ryder, conectándose con la tierra, invocó raíces y ramas que envolvieron su cuerpo como una armadura viva. Su piel brillaba con la textura de la madera encantada, sus manos absorbían la fuerza del entorno.

  —La naturaleza está conmigo —susurró—. Y el bosque... te hará pagar.

  Xantle levantó su báculo, rodeada de estrellas danzantes que orbitaban a su alrededor. Su cuerpo entero parecía formar parte de una constelación viva.

  —Magia de Astreo… ?Manifiéstate! —exclamó, y el cielo pareció escucharla.

  Easton, a su lado, levantó ambas manos al aire y una ráfaga de hielo descendió como una lluvia de agujas. Sus ojos eran ahora dos cristales invernales.

  —?Glaciar! —gritó—. ?Responde a mi llamado!

  La atmósfera se tensó como un arco a punto de romperse. Todas las energías se encontraban. Fuego celestial. Magia oscura. Poder natural. Luz ancestral. Hielo absoluto. Y en medio de todo ello, Gaudel observaba con sus ojos entrecerrados, midiendo a Khios como un ajedrecista frente a un rey enemigo.

  —Ya tengo un plan —dijo suavemente, enviando proyecciones mágicas a los demás—. No se trata de derrotarlo. No aún. Pero sí de encontrar su punto débil. Cada uno de ustedes… será una pieza en el ataque.

  Mientras todos se preparaban para luchar, un brillo surgió del cuerpo de Biel.

  Su mano se movió. Sus párpados temblaron. Su pecho se alzó con dificultad.

  —N-no… —murmuró, su voz apenas un suspiro—. No lo hagan… él… es demasiado peligroso...

  Charlotte apretó su mano con suavidad.

  —Tranquilo. No estás solo —dijo con ternura.

  Acalia giró su rostro, su expresión decidida como un escudo.

  —Lucharé para protegerte, Biel. ?Todos decidimos lo mismo!

  Los demás asintieron al unísono, y sus voces se alzaron como una marea.

  —?No retrocederemos!

  De pronto, Khios bajó la mirada por primera vez. La sonrisa en su rostro se ensanchó.

  —Ah... finalmente algo interesante —murmuró.

  Alzó una mano con despreocupación. De su palma, una sombra negra comenzó a elevarse hacia el firmamento. No como un ataque. No como una maldición.

  Era algo más.

  La oscuridad se extendió por el cielo como una mancha de tinta arrojada sobre un lienzo de oro. En segundos, el mundo perdió la luz. Las nubes se congelaron. El día se extinguió.

  El sol desapareció.

  La luna fue tragada.

  Las estrellas cayeron como lágrimas apagadas.

  Un velo eterno de oscuridad cubrió el planeta. Ya no era solo un campo de batalla: era un eclipse sin fin. Una noche perpetua sin promesa de amanecer.

  —Malditos dioses… —dijo Khios, mirando al cielo con desprecio—. Solo saben mirar. Siempre observan… inmóviles. Intocables. Silenciosos.

  Apretó los dientes.

  —Cobardes con títulos divinos. Este mundo... ya no les pertenece.

  Ylfur alzó su espada negra. Su voz resonó como una sentencia.

  —?Entonces lucharemos sin su bendición! ?Con nuestras manos… y nuestra voluntad!

  Raizel apuntó su hoja al cielo, y su voz fue una lanza luminosa.

  —?Nosotros somos la respuesta a su silencio!

  El campo vibró.

  Las energías chocaron con el poder de la voluntad unida.

  Y en el suelo, Biel, con los ojos apenas abiertos, sintió cómo el calor de sus compa?eros se fundía con su alma. Una lágrima resbaló por su mejilla. No era tristeza.

  Era esperanza.

  —Gracias… —susurró—. No por protegerme… sino por recordarme por qué debo volver a levantarme.

  En la Tierra, las fuerzas del bien se preparaban con determinación férrea para enfrentar a Khios, cada uno con su voluntad ardiendo como antorchas frente al abismo. Pero mientras las palabras de los héroes resonaban con coraje, Khios simplemente se rio. No con desprecio hacia ellos… sino con una ironía que ocultaba un propósito más grande.

  —?Creen que hablaba con ustedes? —musitó, mientras su mirada se elevaba hacia la oscuridad infinita del cielo—. Patético.

  Sus ojos, vacíos y brillantes como eclipses en llamas, no estaban fijados en los guerreros frente a él. No… estaban dirigidos más allá del velo del mundo físico. Más allá de las estrellas. Más allá del tiempo mismo.

  Hacia el Umbral de los Dioses.

  Cinco minutos antes de ese instante, en un plano inalcanzable por los mortales, el Umbral de los Dioses vibraba con una inusual tensión. En un círculo de tronos flotantes, en medio de un firmamento formado de galaxias vivientes y constelaciones errantes, las entidades que gobernaban los pilares del universo debatían con creciente preocupación.

  Una silueta oscura y ondulante, con ojos como esquirlas de obsidiana líquida, habló primero, su voz como un susurro en medio de un sue?o inquietante.

  —él ha caído… —dijo Nyxaris, la Diosa de las Sombras—. Biel… ha sido derribado. Pero su llama... aún arde.

  A su lado, una figura radiante como un sol contenido frunció el ce?o. Sus ropajes celestiales oscilaban con la rigidez del orden divino.

  —No puede ser ignorado —dijo Solaryon, el Dios de la Luz—. Khios no solo desafía las leyes del equilibrio… ahora se atreve a romperlas. Esto ya no es solo un evento mortal.

  —?Por fin! —tronó Thalgron, el Dios de la Guerra, golpeando su trono de piedra con el pu?o envuelto en llamas—. El caos está aquí, el conflicto se eleva… ?esto es lo que esperé por eras!

  —?Esperaste la aniquilación? —interrumpió Elaris, Diosa de la Vida, con voz dolorida—. ?Ni?os han muerto, ciudades han caído! ?Y tú sonríes!

  —Las guerras definen a los seres, Elaris. Tu compasión nubla tu juicio.

  —?Y tu sangre ciega el tuyo!

  Una risa ronca surgió de una figura sentada en el centro opuesto, rodeado de vientos de formas imposibles. Su barba flotaba como humo interdimensional, y sus ojos danzaban entre colores que no existían en ningún plano físico.

  —Fascinante… —dijo Veyrith, el Dios del Caos—. Biel… su presencia es como una grieta en el tejido de nuestra historia. No puedo odiarlo. No puedo amarlo. Solo... observarlo.

  —Tus palabras no ayudan —dijo una voz profunda y baja. Era Arselturin, el Dios de la Muerte. Su presencia era un pozo sin fondo; sus ojos, piedras que contenían siglos de finalidades.

  —Y sin embargo, Veyrith tiene razón —a?adió Chronasis, el Dios del Tiempo, con su forma que cambiaba con cada segundo, como si cada palabra lo envejeciera y rejuveneciera a la vez—. No puedo ver el futuro de Biel. Está... desenlazado. Incalculable.

  —Una anomalía —murmuró Xaltheron, el Dios del Vacío, su voz un eco desde lo más profundo de la inexistencia—. Biel no es parte del dise?o original. No debería… existir.

  —Y sin embargo existe —a?adió Orivax, el Dios de la Sabiduría, alzando la mirada de un tomo etéreo cuyas páginas se escribían solas—. Su alma… es una ruptura necesaria. Como el martillo que golpea la roca para revelar la gema.

  —Yo no puedo ignorar su dolor —dijo Sylvaran, el Dios de la Naturaleza, con el cuerpo de corteza viva y ojos de rocío antiguo—. Biel es raíz y fuego. Muerte… pero también renacimiento.

  El debate crecía. Las opiniones chocaban como titanes invisibles, pero una duda los atravesaba a todos: ?deberían intervenir?

  Y entonces, la oscuridad cayó sobre ellos.

  Una por una, las pantallas celestiales que usaban para observar el mundo se apagaron. Las imágenes se distorsionaron como agua turbia.

  Un murmullo cruzó el Umbral.

  Y luego, una voz atravesó el plano divino como un trueno arrancado del alma del universo.

  —Malditos dioses… —dijo Khios.

  La voz no era un eco.

  Era una presencia.

  Un invasor.

  —Solo observan. Solo juzgan. Se sientan en sus tronos hechos de destino… sin mover un dedo por quienes suplican. Se creen superiores. Eternos. Intocables.

  El Umbral tembló.

  Khios habló una vez más, y sus palabras no fueron gritos. Fueron cuchillas.

  —Por eso… acabaré con todos ustedes.

  Los dioses enmudecieron. Incluso el Vacío pareció contenerse.

  —??Cómo es posible que su voz llegue hasta aquí?! —gritó Elaris, levantándose con las manos temblorosas.

  —Esto es... impensable —murmuró Chronasis—. Ninguna entidad mortal ha pronunciado palabra en el Umbral sin nuestra autorización. ?Ni siquiera Monsfil logró eso!

  —Esto es imperdonable —dijo Veyrith, su tono por primera vez te?ido de ira—. ?Que un ser nacido del Caos nos amenace…! Esto no es arrogancia. Es una declaración de guerra.

  Solaryon se levantó. La luz que emanaba de su cuerpo se volvió incandescente.

  —Ya no podemos observar en silencio.

  —Entonces… —dijo Thalgron, con una sonrisa feroz—. ??Por fin pelearemos?!

  —?No por deseo de guerra, sino por necesidad! —corrigió Elaris, su voz como una canción protectora que se volvía grito.

  Orivax cerró su tomo.

  —Las piezas han cambiado. Y ahora... el tablero es el mundo.

  Xaltheron se desvaneció parcialmente, su forma temblando.

  —No deberíamos... pero no intervenir significaría la aniquilación del equilibrio.

  Sylvaran extendió sus ramas, del Umbral brotaron raíces que tocaron estrellas.

  —Si debemos alzarnos... que sea como guardianes, no como verdugos.

  Arselturin, el más silencioso, habló por última vez.

  —Khios ha desafiado incluso a la Muerte. Y la Muerte… no permite que se le ignore.

  Entonces, los once dioses se pusieron de pie.

  Y la decisión fue tomada.

  En la Tierra, Biel aún yacía herido. Sus amigos estaban dispuestos a dar la vida.

  Y en lo alto del firmamento, por primera vez en eras incontables...

  los dioses comenzaron a descender.

  El firmamento aún lloraba oscuridad cuando la voz de Khios rompió la tensión como un trueno burlón.

  —Ah… así que por fin esos incompetentes decidieron intervenir —dijo, con una sonrisa torcida—. Pensé que se quedarían en sus tronos, observando como cucarachas divinas.

  Pero una voz le respondió antes de que pudiera seguir con su burla.

  —?Cómo osas desafiar a los dioses de esa manera? —tronó una voz grave y encolerizada, con una resonancia que hizo vibrar incluso las almas de los presentes.

  Cinco pilares de luz descendieron del cielo, atravesando las nubes como lanzas de juicio. Cuando tocaron tierra, el mundo pareció detenerse.

  El primero era un coloso de músculos templados por mil batallas, sus ojos dos soles en llamas: Thalgron, Dios de la Guerra.

  A su lado, envuelta en un aura cálida que hacía florecer el suelo con su mera presencia, estaba Elaris, Diosa de la Vida.

  Apareció también Veyrith, el Dios del Caos, rodeado por un vórtice cambiante de formas y colores imposibles de definir, como si su cuerpo fuese una herida en la realidad misma.

  La cuarta figura era una silueta fluida como humo y sombra: Nyxaris, la Diosa de las Sombras, cuya presencia oscurecía incluso la luz divina.

  Finalmente, surgió una figura abismal, sin contornos definidos, un vacío con ojos: Xaltheron, el Dios del Vacío, cuya mera existencia parecía devorar el sentido del tiempo y del espacio.

  Todos descendieron desde el Umbral de los Dioses.

  Los presentes, héroes y villanos por igual, quedaron mudos. Sus cuerpos temblaban, no por miedo… sino por la abrumadora presencia de algo que jamás debió tocar el suelo mortal. Las auras que emitían eran doradas, brillando con matices divinos, como coronas que flotaban en torno a cada uno.

  Pero fue Acalia quien rompió el silencio.

  —?Maestra…! —exclamó con voz temblorosa, su pecho encendido de emoción y asombro.

  Elaris giró su rostro hacia ella, y por un instante la severidad divina se convirtió en ternura.

  —Mi discípula… me alegra verte de pie. Has resistido bien. Pero ahora… déjanos esto a nosotros.

  Khios aplaudió lentamente, sus palmas resonando con un eco siniestro.

  —Hasta que por fin dioses de verdad aparecen en este plano terrenal —dijo con una carcajada ligera—. Ya era hora. Me preguntaba cuánto tardarían en darse cuenta de que su mundo… ya no les pertenece.

  Giró su rostro hacia Biel, aún herido y en proceso de recuperación.

  —Y pensar que tú ibas a ser una amenaza… qué decepción. Tanto poder, tantas expectativas… y te desplomaste como una vela en la tormenta.

  Los ojos de Biel se abrieron apenas. La rabia contenida brillaba tras su debilidad.

  —Khios… —murmuró—. No… te saldrás con la tuya…

  Pero ya no era su turno de luchar.

  Thalgron avanzó, los pasos haciendo retumbar la tierra como si la mismísima guerra caminara sobre ella. Sus pu?os ardían con fuego divino. Su mirada era la de un general que no permitía la derrota.

  —No permitiré que mancilles este mundo ni un instante más —declaró, apuntando a Khios con el brazo extendido—. ?Prepárate para enfrentar a la guerra misma!

  Y sin esperar respuesta, arremetió.

  Su primer golpe fue como el choque de dos meteoros. Un pu?o atravesó el aire y estalló contra el pecho de Khios, arrojándolo hacia atrás con una onda de choque que deshizo el suelo.

  Thalgron no se detuvo. Cada golpe era una avalancha, una cadena de impactos tan veloces que parecían un solo rugido continuo. Khios recibía los ataques sin bloquear, sin esquivar. Su cuerpo era golpeado una y otra vez, sus pies arrastrados, su cuerpo abollado por la furia de un dios.

  Los presentes miraban con asombro. Por primera vez, Khios parecía estar perdiendo.

  —?Vamos, sigue resistiendo, engendro! —rugió Thalgron, y le propinó un uppercut que lo lanzó al cielo como una estrella errante.

  Khios quedó suspendido por un segundo, inerte.

  Pero entonces… sonrió.

  En un movimiento imperceptible, su espada apareció en su mano. La movió como una ráfaga, veloz y brutal.

  Un destello.

  Un chasquido.

  Un silencio brutal.

  Y luego, el sonido inconfundible de carne divina siendo desgarrada.

  Thalgron se congeló.

  La hoja negra de Khios lo había atravesado por el abdomen. Sangre dorada comenzó a brotar, brillante como el sol… pero espesa, densa, como si la propia inmortalidad llorara.

  —?Creías que los dioses no sangraban? —susurró Khios, su boca junto al oído de Thalgron.

  El dios de la guerra retrocedió, su rostro en shock. Escupió sangre. Se llevó una mano al vientre, la encontró cubierta de su propia divinidad.

  —Mi… cuerpo… es como acero eterno… —jadeó, cayendo de rodillas—. Nada debería… poder atravesarlo…

  —Me decepcionas, Thalgron —dijo Khios, bajando lentamente la espada, aún cubierta de la sangre del dios—. ?Esto es todo lo que la guerra puede ofrecer?

  Thalgron intentó alzarse, pero su cuerpo temblaba. La herida no se cerraba. La inmortalidad, por primera vez, no obedecía.

  —Y ahora… recibe tu juicio.

  Khios alzó ambas manos. Una energía oscura, densa como la desesperación y vasta como el cosmos, comenzó a girar a su alrededor. El cielo pareció abrirse como una herida dimensional.

  —?Caos Divino! —gritó, y una ráfaga de poder oscuro fue disparada directamente a Thalgron.

  El impacto fue apocalíptico.

  Un haz de energía negra y carmesí lo envolvió por completo. Gritos de otras eras, lamentos de civilizaciones perdidas, rugidos de bestias que nunca existieron… todo eso se escuchó dentro de esa ráfaga. Era el Caos encarnado, devorando la esencia misma del dios.

  Thalgron gritó.

  Un grito desgarrador, que sacudió el alma del mundo.

  Su cuerpo se desintegró lentamente, como mármol erosionado por siglos de tormenta.

  Sus últimos pensamientos fueron imágenes: campos de batalla, camaradas caídos, espadas alzadas bajo cielos tormentosos… y la esperanza de que su muerte no fuera en vano.

  Luego, nada.

  Solo ceniza dorada flotando en el aire.

  Silencio.

  Los demás dioses no podían creerlo. La muerte era un concepto que conocían, pero que jamás habían sentido tan cerca.

  Elaris cayó de rodillas. Lágrimas brotaron de sus ojos, cayendo al suelo como lluvia curativa que no podía revivir.

  —Thalgron… no…

  Nyxaris cerró los ojos, y su silueta tembló como humo a punto de dispersarse.

  Xaltheron se quedó en silencio. Pero por un instante… su vacío se encogió.

  Veyrith entrecerró los ojos, y por primera vez su caos se volvió... estable.

  Khios soltó una carcajada que rebotó entre las monta?as.

  —?Ahahahahaha! ?Entonces es verdad! ?Los dioses… también pueden morir!

  Los mortales, aún de pie, estaban paralizados.

  Ylfur bajó su espada. Charlotte se cubrió la boca. Sarah temblaba. Acalia cayó de rodillas.

  Biel… apretó los dientes con fuerza.

  Una lágrima de furia le cruzó la mejilla.

  Y mientras el mundo temblaba ante la verdad de que lo imposible acababa de suceder…

  la guerra había muerto.

  Y Khios…

  se convirtió en su heredero.

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