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Capitulo I. Eritornio (Parte I)

  Capítulo I

  --?Orden!, ?orden en la junta! --ordenó uno de los portavoces de la Dieta Real--. Por favor se?ores, somos personas civilizadas, ?no nos dejemos caer en la barbarie!

  Su mano golpeaba la madera de la larga mesa en la que se hallaba, al unísono de decenas de voces masculinas y femeninas que gritaban sin parar. Todos los presentes, siendo nobles de renombre en V’tislavia, re?ían acaloradamente entre sí, moviendo con violencia sus brazos y cabezas, e ignorando las ordenes que intentaban darles. Los jurados mismos, encargados de mantener el orden, se sentían frustrados, y también se confrontaban los unos a los otros, sin mostrar respeto alguno por la santa imagen que colgaba sobre ellos. Era un santo, uno que, lamentablemente, debía observar aquellas trifulcas sin sentido.

  Todos estaban perdiendo los estribos, excepto uno: el duque Justo de Ocasio.

  Miraba su mano reposando en la mesa individual que ocupaban los máximos dirigentes de la Dieta Real. Observaba sus arrugas partiendo su piel, sus venas tan grandes que parecían estar a punto de salir de su dorso y las cicatrices que bordeaban su mutilado me?ique. Extra?aba esa sensación de sentirse completo cuando movía su peque?o mu?ón.

  No escuchaba la discusión que se había alzado por fuera de sus pensamientos; también prefería concentrarse en sus largos cabellos blancos cayendo sobre su rostro, pues le parecían pálidas rejas, a través de sus azulados ojos.

  Y de pronto, ese silencio que lo apartaba del mundo se fue, haciéndolo escuchar los gritos e insultos que los duques se propinaban los unos a los otros. Era, de pronto, una molestia que lo llenaba de una rabia enorme, aunque sin nublarle el pensamiento, como a sus inferiores.

  “Estos Duques”, pensó, “no son más adultos que yo cuando tomé el mando de Ocasio, pero parecieran más estúpidos e insolentes”.

  Sus tantas cicatrices de guerra, visibles o no, le empezaron a arder profundamente, como brasas fulminando su piel.

  “Supongo que la guerra nos otorga sabiduría y temple, los necesarios para salir adelante, y ayudar al pueblo”.

  Se observó una última vez su mano, y la cerró con violencia. Golpeó la mesa con una fuerza casi inhumana para su avanzada edad, y se alzó de su trono con ambos brazos extendidos a sus costados. Todos los Duques y los jueces se callaron al instante, y tomaron sus respectivos lugares, permaneciendo con la mirada baja mientras Justo se sentaba con lentitud una vez más.

  El portavoz, antes ignorado, se aclaró su garganta ante la imponente mirada de Justo, y se levantó de su silla, mientras intentaba, torpemente, apartar sus elegantes vestidos negros.

  --Bien –dijo el hombre con nerviosismo--. Ahora que estamos en silencio, podemos retomar el asunto por el que se nos convocó inicialmente –de su mesa tomó un blanco pergamino enrollado varias veces sobre sí--. Como ustedes recordaran, mis nobles, todos firmaron, a pu?o y letra sin recompensa, este documento que le da a nuestro compa?ero, el duque Francisco de Dorión, toda autoridad para ejercer los movimientos militares que crea convenientes para provocar una tregua con Serranía, o lograr su rendición.

  Todos los Duques voltearon a ver la mesa donde se sentaban los nobles de Dorión, cayendo en cuenta que la cabeza del reino, Francisco, no se hallaba presente en la Dieta; sin embargo, no se atrevieron a reprochar su ausencia, por miedo a la Mano de Hierro de Justo.

  --Sin embargo –continuó el portavoz--. Nos han llegado rumores, muy preocupantes, a decir verdad, sobre la duda que se cierne sobre algunos de ustedes, acerca del conflicto que hemos entablado contra Serranía.

  Entre todos los presentes se escuchó un silencio sepulcral, pero pronto, el latir de sus corazones empezó a percibirse desde el estrado de la Dieta. Por mucho que fueran completamente leales, si se llegaba a sospechar sobre su lealtad, el duque Justo ordenaría su pronta ejecución; a sus propias palabras, “en la guerra no hay espacio para los débiles, o los traidores, no importa el bando.”

  --Dado el caso, mis nobles, nos gustaría recordarles, frente a Nuestro Se?or Badía de la Fuerza y el Coraje, que todos ustedes asistieron al Concilio de Guerra, donde, sin ningún voto en contra, se decidió denegar el acta de independencia y declararle la guerra a Serranía, mostrando un apoyo total en términos de tropas y suministros. Así que, si alguno de ustedes ha cambiado de parecer con esta decisión, puede hablarlo en privado con el duque Justo de Ocasio, para llegar a un acuerdo que beneficie a ambas partes. ?Alguien desea retractarse de su idea?

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  Ninguno de los nobles presentes dijo nada, o siquiera se atrevió a alzar su mano, pero todos vieron de reojo a Justo. Este, sin embargo, aún mantenía la mirada en su mano, sin parecer prestar atención a lo que decía el portavoz. Pero sus a?os de experiencia solo le hacían recordar las tantas situaciones similares que había tenido antes. Estaba consciente de que no todos tenían el rigor necesario para comandar eficazmente, pero no por ello se rebajaría al mismo nivel de ellos.

  Lentamente se levantó de su trono, estirando su cuerpo para dejarlo descansar. Sus huesos crujieron intensamente, mientras sus costillas se remarcaban en sus ropajes. Hacía mucho que sus músculos lo habían abandonado, pero no necesitaba de la fuerza física para levantar su arma. Una vez estuvo de pie, observó a todos sus inferiores con un vacío en sus ojos, y aclaro su garganta, que pareció tronar como mil vendavales. El portavoz se calló en cuanto el Duque se halló completamente erguido, y, misteriosamente, comenzó a temblar.

  --El portavoz, por lo visto, no concibe una amenaza eficiente y realista; sin embargo, yo le aliviaré la carga –dijo mientras se?alaba con su esquelético dedo al hombre. Bajaba los escalones de su trono con delicadeza, como si de agua se tratase--. Sepan que, si ustedes se encuentran integrados en la Dieta Real, es porque no son lo suficientemente fuertes como Serranía, y, por lo tanto, no están en posición de oponerse a las decisiones tomadas en plenaria; ninguna de las hojas de sus armas ha tocado más carne que la de sus presas de cacería, y sus mentes solo se entretienen en pensar en sus problemas banales. Entonces, el asunto se torna sencillo: si nos traicionan, o retroceden en la idea antes establecida, colgaremos sus cadáveres de Blanca Esperanza, una vez que ganemos esta maldita guerra. ??Han entendido?!

  Todos los nobles asintieron en silencio, aunque, en los ojos de los representantes supremos de cada reino en V'tislavia, una chispa de rencor y odio se dejó ver, aunque se extinguió rápidamente.

  Todos, menos uno.

  –Pero mi Duque, ?qué acciones ha realizado esta junta, si solo se nos ha enviado, a nosotros las cabeceras reales, peticiones de tropas y suministros?, ?realmente se están tomando medidas adecuadas a la situación? –dijo de pronto una voz masculina de entre la multitud.

  Los nobles dirigieron su atención a la fuente del sonido, y percibieron, vestido en ropajes de color yeso, la honorable figura del duque Eritornio de Argamosa, alzada con una gran seguridad de la mesa que representaba a toda Argamosa. Su pesada mirada estaba fija en el duque Justo de Ocasio, que lo analizaba de arriba a abajo.

  “Eritornio de Argamosa, se me ha hablado tanto sobre ti. Anhelaba un encuentro entre ambos”, pensó mientras acariciaba su mu?ón doliente. Percibía que todos esperaban su respuesta, pero prefirió reservársela durante unos segundos más.

  –Duque, entiendo a la perfección sus preocupaciones –dijo por fin–. Pero le aseguro que se están tomando las mejores decisiones para asegurar la victoria de la Dieta Real.

  “O por lo menos, eso afirma Francisco”.

  –No me atrevería a desafiar los hechos, pero alzo mi queja, que humildemente creo compartir con mis compa?eros, dados los costos que este conflicto nos ha traído. Toda V’tislavia atravesó una mortífera plaga que mermó la riqueza de los reinos. Todos los aquí presentes, no mayores a treinta a?os de edad, suplieron a los anteriores dirigentes debido a sus horrendas muertes. Nuestros pueblos viven entre carencias, y la poca esperanza de ver un nuevo amanecer. ?Qué es lo que haremos una vez el conflicto termine?

  –Su sentimiento es compartido, mi Duque. Y de mi mano queda, como promesa ante toda esta junta, no permitir que nuestra gente sufra las consecuencias de la guerra. He hablado en otros momentos, con los demás miembros de los Tronos, sobre la reconstrucción posterior al conflicto, y una vez que el panorama sea más claro, se les convocará para discutir este tema. Por ahora, la lealtad, la paciencia y el temple serán pilares fundamentales para no caer en el desorden antes visto. Como líderes, debemos mantener tranquilo al pueblo, y buscar alianzas para fortalecerlo, así como eliminar adversarios y enemigos. Los tiempos duros crean grandes imperios, pero también dirigentes que caerán en el pecado y la culpa. Asegurémonos de que eso no pase.

  Lentamente volvió a su trono, sentándose como sintiendo el peso de su armadura. Justo de Ocasio agachó su mirada, y así permaneció hasta el fin de la junta, sin mediar palabra con sus compa?eros de estrado.

  La Dieta Real lo observaba en silencio.

  Eritornio de Argamosa se tragaba su saliva, mientras el portavoz tomaba la palabra para continuar con los demás temas de la agenda, pero él no le podía apartar la mirada a Justo. No sentía miedo por él, sino una mezcla de respeto y admiración. Ambos eran sobrevivientes de los tiempos pasados, del siglo pasado, y eran mensajeros de épocas más frías que ahora.

  Frío.

  El salón de juntas se percibía caliente, aunque no incómodo. Para algunos, sin embargo, parecería más el lecho hirviente en una noche de fiebre, pero solo para los no acostumbrados a la incomodidad del liderazgo. Extra?aba blandir su espada por ideales más longevos que su mismo reino, pero hacía tantos a?os que los santos no nacían más.

  Las siguientes horas le parecieron insufribles, y no tanto por el tenso ambiente formado, sino por el constante percibir del peligro inminente. No paraba de ver a Justo, no quería hacerlo, ni intentaba lograrlo. No fue sino hasta que el portavoz dio por terminado el evento, que dejó de lado a sus compa?eros, e intentó llegar hasta Justo; sin embargo, la multitud de personas que se levantaba y despedía entre si le impedía moverse.

  Pero estaba dispuesto a esperar, no le importaba el tiempo.

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