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Capitulo I. Eritornio (Parte 2)

  Los arcos de los pasillos se alzaban sobre Eritornio, y estos, a su vez, reflejaban en sus ilustrados pisos rojizos las pinturas del techo; se extendían por todo el perímetro del recinto, separando los caminos que se adentraban en los jardines exteriores, con el salón de juntas de la Dieta Real.

  Había pasado algún tiempo desde la última vez que caminó por los senderos pedrosos ba?ados de hojas de rojizas, al cobijo de las copas de los árboles, que morían y renacían desde hacía muchos inviernos pasados. Pero incluso observando el paisaje, que no parecía cambiar con el tiempo, pudo percibir que ese césped no era conocido para él, y que esos árboles ya no reconocían su rostro. Aún comiendo los trines ácidos que caían en el suelo de los jardines, o las peras que se desprendían de sus árboles, sabía que ese lugar que tanto le gustaba antes, ya no era el mismo que recordaba.

  En cambio, las pinturas seguían tan hermosas como antes. El origen de las imágenes le era difuso y lejano, como a la mayoría de los se?ores actuales de los reinos, pero aún permanecían en su mente las palabras de su abuelo, que le había contado la historia de ellas hacía más de cuarenta a?os.

  "–El más grande pintor de Argamosa fue el creador de los frescos de la Catedral de las Nueve Coronas –dijo su abuelo mientras lo llevaba en hombros por Astillero del Cielo–. Y aún teniendo su talento, su nombre se perdió en el tiempo, y con él, su significado".

  "–?Cómo sabes eso, abuelo? –preguntó un joven Eritornio mientras saboreaba una manzana recién cortada".

  Aún veía las caravas de comerciantes que salían y llegaban a la fortaleza, descargando productos para vender, y comprando abarrotes y recursos para sus familias. Imágenes tan vívidas, que incluso dió unos peque?os pasos hacia delante, como si pudiera adentrarse en la escena. Recargó su cuerpo en las columnas de los arcos, posando sus manos en forma de se?al de Gracia.

  "–Mi padre me contó la historia –contestó su abuelo–. Y a su vez, a él se la contó su abuelo cuando era ni?o".

  "–Pero, ?qué significan esas pinturas? –inquirió Eritornio, atragantándose con el fruto que goteaba en sus manos".

  "–Bueno..., eh –su abuelo intentaba buscar una salida a la pregunta, pero sabía que su nieto no era tonto–. Tal vez alguna vez debas saber esa historia, pero por ahora, es mejor que las desconozcas".

  La visión de su abuelo se deshizo entre pensamientos que apenas empezaban a nacer en su mente, como las hojas de los trinales al final de las tardes en oto?o. Pasó mucho tiempo antes de que entendiera el porque su abuelo no le contó la historia mientras era infante, hasta cuando ya era un adolescente.

  La historia, pintada en más de cuarenta frescos en el techo de los pasillos de la Catedral de las Nueve Coronas, se divide en tres partes: el origen, el desenlace y el inicio.

  La primera parte narraba el descenso del arcángel Utmiel a la tierra, y su posterior adoración. La segunda contaba el enfrentamiento entre Utmiel y una corte de justicia, por cargos que se le imputaban, y la tercera finalizaba con la condena del arcángel por abuso infantil a uno de sus discípulos.

  ?Era de extra?ar que la iglesia considerara al conjunto de pinturas parte de la tradición?

  No.

  Sin vigilancia, la iglesia se depravaba rápidamente; sin temor a Dios, se retorcía en el pecado más inmundo que imaginaba.

  No. No era algo de extra?ar, aunque tampoco era para nada bueno.

  ?Por qué a la última parte se le llamaba el inicio?

  Porque era el inicio de la caída de los arcángeles, pues su reputación había sido manchada por uno de los suyos. Entre los hombres, ese tipo de cosas pasaban muy a menudo, pero entre las creaciones más puras de la Esencia, era diferente.

  Tal vez, ambas tenían más en común de lo que pensaban.

  Se limpió un poco su nariz, viendo las manos temblorosas. Pudo sentir sus fluidos nasales moviéndose en su nariz, y rápidamente sacó su pa?uelo de su traje para limpiarse. Por más que lo intentará, no creía que los ángeles sufrieran por su mucosidad.

  No quería creerlo.

  Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la marcha metálica de un grupo de guardias acercándose. Al voltear a su flanco derecho, pudo ver la ornamental armadura negra que recubría a los soldados que se aproximaban. Aún pensaba que Dorión era demasiado pretencioso, aunque no estaba dispuesto a juzgar los gustos ancestrales del reino.

  Mientras más se aproximaban, más podía distinguir que venían en formación circular, a modo de protección para un noble, o alguien de suma importancia. No era el duque Francisco, ni el conde Ardilvich, ni Justo. En definitiva, no se trataba de alguien tan importante.

  Sintió miedo en su corazón, y, aunque las dudas lo invadían, se paró firme y seguro, a la espera de encontrarse con aquella persona que venía siendo resguardada. De pronto, a falta de su propia introspección, empezó a sentir el viento de la temporada azotando su rostro, mientras su corazón latía lentamente. Y ahora, con el viento frío más vivo que nunca, supo porque temblaban sus manos.

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  Negros y blancos, los ropajes de la personalidad custodiada se movían al ritmo del choque metálico de las armas de los soldados que la acompa?aban. Entre el muro de acero y telas doradas, pudo ver qué la persona en el centro cojeaba del lado izquierdo de su pierna, aunque caminaba sin ayuda de bastón.

  Entre más se acercaba la comitiva, más miedo sentía, y su cuerpo se tensaba en se?al de agresividad. Fue entonces cuando escuchó una voz palpitante y apasionada, que logró calmar sus emociones.

  –?Mi Duque! –gritó la voz entre los guardias.

  –?Ernesto? –por un breve instante, Eritornio no supo cómo reaccionar ante la situación.

  Los guardias dejaron la posición de defensa en cuanto estuvieron a menos de una vara de distancia de Eritornio, y abrieron su formación, dejando al conde Ernesto Blanquecina acercándose al Duque.

  –?Mi Duque, Eritornio de Argamosa! –Ernesto parecía más emocionado de lo normal–. ?Cómo ha estado después de tanto tiempo sin vernos?

  Ambos dieron una fuerte presión de manos, seguido de un abrazo en se?al de amistad. Al momento de abrazarse, Eritornio pudo sentir que Ernesto había bajado de peso. Sí antes ya era delgado, ahora estaba peor. No supo a qué atribuirlo, aunque supuso que a su período de recuperación.

  –Mi conde Ernesto, me encuentro de maravilla, sufriendo los machos del poder y la guerra, ya sabes cómo es esto.

  El Conde se rió, tomándose las costillas derechas con una mueca de dolor en su rostro.

  –Lo sé mi Duque, me es familiar el santo dolor. Pero, mantengo mi voluntad tan firme con el deseo de que este terrible conflicto termine.

  Ernesto dió una se?al a sus guardias para mantener la posición, mientras se dirigía a los jardines acompa?ado por Eritornio. Después de a?os de conocerse, Eritornio sabía que su amigo estaba en mal estado, pero, también sabía que incluso en su enfermedad, seguía siendo General Conde de la Caballería de Dorión.

  Mientras caminaban uno al lado de otro en silencio, la brisa se espesó, aunque sin se?ales de tormenta. Los jardines no se inmutaron con el viento, y las hojas rojas siguieron cayendo con delicadeza. Se movían por los senderos de piedra roja entre la hierba, prestando demasiada atención a la vegetación que los rodeaba.

  –Mi Duque –dijo por fin Ernesto–. ?Por qué no se ha retirado de la catedral?

  Eritornio, que se había quedado absorto en el paisaje, le dirigió una mirada lenta, desvaneciendo sus dedos entre sus ropas.

  –Me quedé con la esperanza de ver al duque Justo, aunque parece ser que tardará más tiempo.

  –?Para qué deseaba verlo, mi Duque? –inquirió Ernesto con esa capacidad que solo él tenía–. Me parece que todos los asuntos de la junta fueron tratados con detención.

  "Supongo que este imbécil también está cegado por la fe en Dorión", pensó Eritornio, pensando por unos segundos en decirlo en voz alta, aunque evitándolo.

  –Hay un problema con los suministros que Argamosa entrega. Debo asegurar la supervivencia de mi reino, entonces empezaré a dar únicamente la mitad de lo acordado, hasta que la cosa mejore.

  El conde Ernesto se le quedó mirando fijamente, dudando de la transparencia de su respuesta, pero no logró encontrar alguna se?al de mentira.

  –Bueno, mi Duque, no preguntaba por ser molesto, solo me pareció extra?o que toda la corte de Argamosa se halla retirada, y usted no, es todo. –dijo Ernesto, con un tono de voz que mostraba desconfianza y arrepentimiento de haber hecho la pregunta, aunque Eritornio sabía que mentía.

  Un silencio los rodeó; incómodo, aunque soportable.

  –?Cómo me ha encontrado, Ernesto? –preguntó el Duque de Argamosa, deteniéndose en seco.

  –A usted le gustan los jardines, ?cierto?

  –Si, creí habértelo dicho.

  –Bueno, esa es mi respuesta. ?Qué mejor lugar para usted que este?

  Eritornio se rió un poco.

  Suspiró viendo al cielo. Ambos sonrieron. Había pasado mucho tiempo desde que se había visto por última vez, después de Los Nobles en Guerra. Siguieron caminando, dejando que los jardines sirvieran de telón para la conversación que tenían. Esposas, hijos, reinos y títulos, ambos presumían sus logros y sus metas. Ernesto Blanquecina se mantenía más cercano al camino de la guerra que Eritornio, mientras él se acercaba a la Dieta Real de forma más fuerte.

  Eran las mismas metas que muchos nobles perseguían, pero que la mayoría ni siquiera alcanzaba.

  En su breve travesía, pasó por enfrente de una peque?a capilla alejada de los demás, dedicada a una santa imagen que ya se había olvidado en el tiempo. Tal vez un santo, tal vez un ángel, o un Nuevo Dios. Ya no importaba, porque todo era efímero, como las hojas rojas de los trinales.

  Inclusive la compa?ía que ambos hombres se habían dado pasó tan rápidamente como la paz entre la guerra. Sin embargo, Ernesto no se fue sin antes acompa?ar a Eritornio hasta las grandes puertas negras de acero labrado; las grandes murallas que protegían al duque Justo de Ocasio de las amenazas, aunque todos sabían que no eran necesarias.

  Ambos nobles se dieron un gran abrazo en cuanto las estructuras se vieron frente a ello, dirigiéndose una mirada de hermandad antes de separar sus caminos una vez más, pero no por última vez.

  El viento mismo que atravesaba los jardines, y que ahora pegaba en las puertas, enf rió el cuerpo de Eritornio, y con él, sus miedos.

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