Maxxie atravesaba al trote los angostos callejones típicos de los barrios bajos de Miaurnia junto a sus compa?eros de escuadrón. Apenas minutos atrás habían recibido la orden de apaciguar una protesta de bovinos que se estaba tornando violenta.
El sonido de metal rebotando contra metal inundaba el ambiente y ponía en alerta todos sus sentidos, preparándolo para cualquier cosa. Y, aunque para algunos podría sonar incorrecto, haciéndolo desear un poco de acción.
Ese deseo no era por haber estado aburrido, ya que cuando le asignaban rondas regulares en los barrios bajos siempre sucedía algo, lo que no permitía que se aburriese. El deseo de acción era por la emoción que le generaba luchar por su ciudad, protegerla.
Y sí que estaba familiarizado con esa sensación.
En una cuarta normal podía verse envuelto fácilmente en entre cuatro y cinco peleas callejeras resultantes de algún crimen. Un chico robaba algo de un vendedor ambulante y lo perseguía para detenerlo y darle su merecido. Algún miembro familiar o amigo de la corte se veía amenazado por algún ciudadano indigno y él rápidamente se encargaba de hacerlo respetar su seguridad y espacio personal. Unos borrachos se dedicaban a vagar por los callejones, incomodando a los mercaderes, y él se aseguraba de encerrarlos para que no molestaran a nadie más. Y otras veces, aunque bien escasas, se armaba una protesta.
La escena casi siempre era la misma, un grupo de bovinos coreaban furiosos en las calles de la plaza del mercado o frente a un tarantín cualquiera, esta vez en específico acosaban un establecimiento de paredes de piedras, uno de los importantes. La ansiedad de Maxxie aumentó, esto hacía que el crimen, si es que se daba lugar un crimen como tal, fuera mucho más grave, por lo que les daba carta blanca al actuar contra los manifestantes. A la corona no le importaba que métodos usaran para hacer que un grupo de proletariados dejaran de molestar a los nobles y sus comerciantes.
Frente al establecimiento se encontraba un enorme felino blanco que tenía una figura más similar a la de un balón que a la de un felino, y por lo ajustado que le quedaba su delantal de carnicero parecía ser que no era solo el pelaje. El felino se veía malhumorado, respondía con insultos a los canticos de las dos o tres docenas de bovinos mientras se?alaba sus vidrieras empapadas en sangre fresca.
Ese era el modus operandi de esos grupos de vándalos, elegían a su víctima y comenzaban a arrojarle cubetas de sangre y órganos. Cubetas que seguramente obtenían al cazar reptiles a las afueras de la ciudad. Las vaciaban tanto sobre la mercancía como contra los mismos due?os del establecimiento. Acto seguido se dedicaban a proferir insultos hasta que un guardia se acercara a la escena y los obligaba a huir y esconderse, como los cobardes que eran.
Maxxie se mantuvo al margen junto a sus compa?eros de pelotón bajo la orden de su superior, quien se acercó a dialogar con los protestantes.
Esta vez la horda de bovinos no huyó a la primera visión de los guardias, lo cual era raro, pero no inesperado. De seguro se debía al tama?o del grupo. Maxxie solo había visto un grupo tan grande un par de veces.
Los canticos de “No más muertes injustas” y “Abajo la tiranía felina” llenaban el ambiente.
—?Lo mismo de siempre, Arthur? —llegó a escuchar Maxxie que le decía su líder al felino regordete entre el barullo.
—?No lo vez, Riccon? Estos desgraciados han llenado toda la fachada de mi edificio con su apestosa mezcla de sangre y viseras de que se yo que maldita criatura.
—?No te gusta la sangre, eh? ?Maldito felino! —respondió con rabia uno de los bovinos que se encontraban en frente del grupo.
Era alto, fornido, de pelaje negro y con unos amenazantes cuernos adornándole la enorme cabeza. Eso si era raro, los ganaderos del Imperio se encargaban de rebajarle los cuernos constantemente a todo bovino registrado. Seguramente este era algún rebelde, algún criminal de baja monta que se pensaba más inteligente que el gobierno por evitar sus rígidos controles contra su especie.
La experiencia de Maxxie le indicó que el que ese bovino estuviera allí hacía que todo el revuelo fuera más peligroso. Pero para los protestantes.
—?Deje de rebuznar e identifíquese, ciudadano! —ordenó amenazante el Sargento Riccon al individuo con cuernos.
El bovino bufó y le hizo un gesto ofensivo con su enorme mano derecha. La multitud elevó la voz en se?al de rebelión.
—Muéstreme su identificación. Veo que no la tiene colgada de su oreja, al igual que muchos de sus acompa?antes. Eso es un crimen, por si no lo sabían.
Era verdad, Maxxie detalló a la turba y aunque no vio a nadie más con cuernos, varios no portaban el característico pendiente de cuero que se les asignaba a los bovinos con permisos sociales junto a su número de identificación. Sin dicho pendiente ningún bovino podía realizar ninguna actividad comercial en ningún lugar civilizado del imperio y se arriesgaban a ser detenidos inmediatamente por cualquier guardia que los viera. Este grupo era algo más que simples protestantes y Maxxie consideraba que el sargento estaba siendo muy blando con ellos.
—El día que me vuelvan a poner esa mierda en la oreja será el día en que mi cabeza cuelgue en una de sus malditas paredes… Y eso no está en mis planes, gatito.
Al escuchar esas últimas palabras, Maxxie y sus compa?eros de pelotón comenzaron a desenfundar las espadas. Nadie se dirigía así a ningún felino, y menos a un guardia imperial. Ese bovino estaba fuera de sus cabales, pedía violencia a gritos y cualquiera de los guardas allí presentes estaba dispuesto a dársela. Excepto, al parecer, el sargento, quien les hizo una se?a para que enfundaran sus armas.
—?A qué crees que juegas? ?De dónde ha salido ese coraje? Tenía entendido que a los de tu clase los ganaderos se encargaban de castrarlos antes de dejarlos vagar libre por ahí —dijo Riccon con voz calmada, llena de burla.
Se acercó al bovino de los cuernos lo suficiente como para que sus narices se chocaran. O eso hubiera sucedido si el ser que parecía estar compuesto de puro musculo y pelo negro no midiera casi el doble que el sargento. Cosa que no parecía intimidar a Riccon en lo más mínimo, pues le mantenía el contacto visual, amenazador.
La multitud dejó de corear y reinó el silencio por un par de segundos. El ambiente, ya tenso, se convirtió en algo casi insoportable. Normalmente estas situaciones solo terminaban con el sonido del metal contra metal de un par de espadas. Pero el bovino volvió a hablar.
—Estamos aquí porque estamos hartos de como tratan a los de nuestra especie —dijo, entre dientes, furioso —. Queremos justicia, y empezaremos por ese gato obeso que se encarga de vender la carne de nuestros familiares para el disfrute de los monstruos que dirigen éste pútrido Imperio. Y estamos preparados para combatir a cualquier asqueroso felino que se nos interponga, ?Así que te recomiendo que te apartes!
Mientras hablaba, el bovino se inclinaba para acercar su cabeza más y más a la del sargento.
El grupo coreó nuevamente, mostrando apoyo a su líder. “?Sí, Cornamenta! ?Muéstrale quien manda!” “?Que caiga el maldito Imperio Felino!” “?Ni uno menos!”.
—No sé qué quieres lograr, pero así son las cosas. Estoy harto de repetir esto a todos los bovinos que de pronto les pica un poco el espíritu de la rebeldía, pues ustedes lo saben. Soy consciente de que los ganaderos se encargan de inculcárselos — respondió Riccon con tranquilidad, sin inmutarse por las amenazas o insultos —. Ustedes nacieron para esto, es su naturaleza. Es parte del orden natural de las cosas que ustedes, como raza inferior, nos sirvan como alimento a nosotros, sus superiores.
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? Ahora, emulando la bondad de nuestros gobernantes, que permitieron que algunos de vosotros anden disfrutando por ahí de derechos que por naturaleza no les corresponden, los dejaré marcharse si se colocan su pendiente que los identifica como ciudadanos y abandonan este intento de protesta.
—Raza superior mis malditas bolas ?Ustedes, monstruos, pagaran por lo que han hecho a los nues…!
Antes de que Cornamenta terminara de expresar su amenaza, otro bovino se adelantó al grupo y trató de volcar el contenido de una cubeta al sargento. Pero la sangre y los órganos no fueron a su dirección, si no que cayeron al suelo frente al atacante, junto a su brazo izquierdo.
Maxxie se adelantó a su víctima, con la espada empapada en sangre desenvainada y amenazando al grupo de protestantes mientras los alaridos tardíos del ahora mutilado bovino reemplazaban el coro de insultos hacía ellos.
La multitud, anonada, se quedó observando la escena, Cornamenta incluido. Y no fue hasta que otros de los soldados avanzaron ejecutando violentos y rápidos ataques con sus armas que estos reaccionaron. Pero ya era muy tarde, al menos media docena de ellos estaban heridos de gravedad.
El resto fue historia.
El combate terminó sin siquiera haber comenzado. El que dio más lucha fue Cornamenta, quien hubiera podido contra un par de soldados si su oponente no hubiese sido el mismísimo sargento.
Cornamenta empujó en dirección a su enemigo, pero el diestro felino lo esquivó e hizo que trastabillara hacía el frente y perdiera el equilibrio. Sin embargo, haciendo gala de una agilidad extra?a para su contextura, el bovino se recuperó rápidamente.
De todas maneras, ese error le costó a Cornamenta dos pu?aladas en el costado derecho y un tajo profundo en su espalda, ataques que el sargento ejecutó en menos de un segundo con su delgada espada de duelo.
Lo normal era que los soldados portaran espadas largas como arma reglamentaria, pero el sargento Riccon era muy diestro en el arte de la esgrima y se le había permitido cargar con un sable, lo que lo hacía ver mucho más elegante pero no menos mortal.
Cornamenta soportó el dolor y manoteó en el aire tratando de alcanzarlo con un brazo similar a un tronco. Riccon lo esquivó de nuevo, sin mucho esfuerzo, y al mismo tiempo corto el tendón de su pata derecha, haciéndolo caer de rodillas.
El bovino siguió luchando con todo su monumental ser, pero luego de fallar más ataques y perder la movilidad de los dos brazos por unos precisos y estratégicos cortes del espadachín, no pudo hacer más nada que verlo con unos ojos inyectados en sangre y odio.
—?Qué era lo que habías dicho? ?Qué no te pondrías tu identificación a menos que tu cabeza colgara en una de nuestras paredes? Bueno —dijo el sargento justo antes de proceder a decapitarlo con un elegante movimiento —, deseo concedido.
Al momento en que la cabeza del enorme toro tocó el suelo, también lo hizo el cuerpo del último manifestante bovino.
La protesta había acabado y la paz volvía a ser instaurada nuevamente con cero victimas ciudadanas.
El gato regordete se acercó al sargento a estrecharle la mano, darle las gracias y negociar otros asuntos que Maxxie y sus compa?eros no pudieron ni debía importarles escuchar. No más envainar sus espadas se alinearon en formación alejados de la sangrienta escena.
Unos minutos más tarde, luego de un intercambio de palabras y unas monedas que pasaron disimuladamente de la mano del tendero a las del sargento, este último se dirigió a dos de sus hombres y les dio la instrucción de apilar los cadáveres y sus extremidades sueltas junto a la carnicería para que los encargados de limpiar ese desastre “la tuvieran más fácil” y, acto seguido, indicó al resto de la formación que siguieran con la guardia del día bajo la promesa de reunirse al terminar su turno en su bar favorito para celebrar la victoria.
Maxxie hizo caso de inmediato y avanzó en dirección al callejón de la derecha para dirigirse a su punto de guardia. Mientras lo hacía, captó con el rabillo del ojo como el tendero se agachaba a recoger los brazos de Cornamenta y, con gran esfuerzo, arrastrarlos hacía dentro de su local.
***
Unas cuantas horas y varias cervezas después de terminar su guardia, Maxxie se encontró tambaleándose camino a las barracas para acostarse y terminar la jornada.
Había sido otra excelente jornada en servicio del Emperador. Nada lo hacía sentir más orgulloso que defender los intereses del Imperio de personas que no entendían su lugar en la vida, el papel que debían desempe?ar para el bienestar del grandioso Imperio que les daba estabilidad y paz.
Hacía más de un siglo que las tierras del Imperio Felino no se veían amenazadas por ningún tipo de guerra, todo estaba en orden y funcionaba, pero por supuesto existían aquellos que no agradecían ese beneficio y se dedicaban a perturbar dicha paz. Por eso Maxxie se levantaba todos los días. Para, portando su brillante armadura que lo identificaba como Guardia del Emperador, detener a aquellos que se dedicaban a robar a los ciudadanos de bien, a hacerles da?o o incluso tan solo a incomodarlos. Como, por ejemplo, ese grupo de bovinos que con su acto egoísta solo buscaban entorpecer por un momento las actividades económicas del sector, molestando a nobles y comerciantes por igual.
Pensó si para ellos valdría la pena lo que habían hecho. Protestaban porque estaban hartos de pertenecer a un nivel más bajo de la cadena alimenticia que sus se?ores felinos.
“Si de todas formas terminaron descuartizados en la calle ?No era mejor aceptar su destino y convertirse en alimento en las granjas?”
No tardó en convencerse de que la respuesta era que no. No valía la pena.
No entendía como no les era suficiente lo que el Emperador, en su infinita bondad, les otorgó al asignarle a ese grupo el derecho de andar por la ciudad como un ciudadano más, de llevar una vida simple pero tranquila.
“Después de todo los peces no tienen ese derecho. Y nadie nunca va a parar a pensar en dárselos. No lo necesitan. Al igual que los bovinos, están allí, en el mundo, para llenar los estómagos de los habitantes del Imperio, para aportarles sus nutrientes y ayudarlos a lograr sus labores, para hacer que el Imperio cada vez sea aún más grande y magnífico” continuó “La única diferencia es que, por algún tipo de broma cruel de las deidades celestiales, los bovinos pueden hablar. Incluso a veces razonar.”
Hizo memoria un momento y recordó un par de bovinos que había visto trabajando en el palacio. No podía negar que existían algunos de ellos cuya inteligencia era increíble para ser parte de su especie, pero a ojos del Imperio la mayoría simplemente eran comida, ganado.
Con tanto pensar sobre bovinos y peces a Maxxie le comenzó a rugir el estómago. Lamentablemente ya estaba llegando a las barracas, si se regresaba al sector comercial a buscar algo que comer se le haría muy tarde y no lograría descansar lo suficiente para reponer energías y rendir al máximo en los entrenamientos del día siguiente. Aunque era un excelente soldado y tenía un grandioso futuro ya garantizado en la guardia real, su sue?o y objetivo era convertirse en un Yelmo Dorado como su difunto padre, y para eso debía dar todo de si y más.
Los Yelmos Dorados representaban el mayor rango entre los caballeros del Imperio y su labor era salvaguardar la vida de la familia real y defender sus intereses personales por todo el continente.
Así había muerto su padre, durante un viaje en el cual…
Sus pensamientos, que divagaban rumbo a la melancolía se vieron interrumpidos de inmediato cuando captó a un par de soldados frente a la entrada de las barracas. Llevaban una capa amarilla con bordes azules a su espalda, lo que los identificaba como guardias reales, los encargados de mantener el orden en el palacio.
Maxxie intentó enderezar su porte y disimular su estado de embriaguez lo mejor posible mientras avanzaba hacía ellos. Aunque no estaba del todo seguro de poder hacerlo bien.
—?Maximilian Yellowpal? —preguntó uno de los guardias cuando se acercó lo suficiente.
— Sí, se?or. Maximilian Yellowpal, cabo primero del catorceavo pelotón de la Guardia Civil. A sus órdenes.
—Descanse soldado —le ordenó el guardia para que Maxxie detuviera el saludo.
El estado etílico de Maxxie se esfumó no más ver que le extendían una carta en un pergamino enrollado y sellado con la insignia del Emperador. Ahora era la ansiedad la que amenazaba con embriagarlo.
—Tiene nuevas órdenes, soldado, repórtese ma?ana a primera hora, antes del alba, en los barracones de la Guardia Real en el palacio. Su suboficial al mando está enterado ya de la asignación.
Maxxie tomó la carta y los guardias se despidieron para volver a sus posiciones en la comodidad de los cálidos pasillos del palacio, dejándolo a él allí, solo, bajo la luz de las deidades celestiales y el silencio de la noche.
Desenrolló el pergamino luego de romper el sello y comenzó a leer.
Con cada palabra leída su ansiedad crecía más, por lo que al terminar la carta se encontró en un estado catatónico por una combinación de miedo y emoción. Algo común en su labor, vale aclarar.
La tarea que le asignaban era peligrosa y emocionante, algo que nunca había pensado que le podía suceder y, aunque era producto de una tragedia, no podía evitar sentirse feliz. Si lograba esa misión de seguro tendría una oportunidad para ser aceptado en las filas de la Guardia Real, e incluso ser ascendido como Yelmo Dorado directamente.
Por supuesto, ni por un segundo se le cruzó por la mente la incógnita de porque el Emperador lo enviaba a él, un cabo primero de la guardia civil, asignado a labores de custodia urbana, a rescatar a su tercera hija que acababa de ser raptada por captores no identificados.