La velada en la mansión de los Harrington, que había comenzado con una promesa de elegancia y alegría, se había transformado para Lord Alex en un laberinto sofocante de sonrisas forzadas y conversaciones superficiales. A medida que las horas avanzaban, la sutil danza de la alta sociedad se había intensificado, convirtiéndose en un asedio tácito. Madres de rostros maquillados y ojos calculadores parecían orbitar a su alrededor, como planetas atraídos por la gravedad de su título y fortuna, presentando a sus hijas con estudiada casualidad, pero con intenciones tan transparentes como el cristal de las copas de champán.
“?Acaso esta sociedad solo valora las apariencias y los títulos?” pensó Alex con una punzada de cansancio mientras asentía con una sonrisa educada a la se?ora Beaumont, cuya hija, la joven se?orita Clara, lo miraba con una intensidad que lo hacía sentir como un espécimen bajo un microscopio.
Lady Annelise, con una persistencia que Alex comenzaba a encontrar más agobiante que encantadora, se había mantenido a su lado con una devoción casi canina. Su charla constante sobre los últimos cotilleos de la sociedad, los méritos de la orquesta y la belleza de las flores ornamentales, aunque bienintencionada, se sentía como un murmullo incesante que apenas penetraba la barrera de su ensimismamiento.
—Lord Alex, ?no le parece que el se?or Fitzwilliam baila con una desenvoltura admirable?— comentó Lady Annelise, se?alando a una pareja que giraba con entusiasmo en la pista.
—En efecto, Lady Annelise— respondió Alex, su tono impecable aunque ligeramente distante—. Posee una gracia notable.
“Ojalá pudiéramos hablar de algo más que de bailes y vestidos,” se lamentó internamente. Su mirada vagó hacia su madre, Lady Anastasia, quien, desde un elegante diván, lo observaba con una sonrisa que Alex conocía demasiado bien: una mezcla de orgullo maternal y una impaciente expectativa.
“Madre,” pensó con un suspiro mental, “ojalá pudieras ver que esta fachada de caballero complaciente me resulta cada vez más pesada. Desearía poder refugiarme en las páginas de mis novelas, perderme en la belleza de los poemas, o maravillarme con los descubrimientos de la ciencia y la sabiduría de la historia.”
—Lord Alex, me preguntaba si tendría la gentileza de concederme el próximo baile— inquirió Lady Annelise, su voz dulce pero con un matiz de posesión.
Alex sintió una punzada de aprehensión. Un baile más con Lady Annelise solo alimentaría las esperanzas que él no podía corresponder. —Lady Annelise, me temo que ya he prometido este baile a…— su mente buscó desesperadamente una excusa creíble —…a Lady Eleanor. Pero quizás más tarde…
La decepción brilló fugazmente en los ojos de Lady Annelise, aunque la disimuló rápidamente con una sonrisa ligeramente más tensa de lo habitual. —Por supuesto, Lord Alex. Entiendo. Lady Eleanor es afortunada.
Mientras Alex se excusaba discretamente, sintiendo la mirada inquisitiva de Lady Anastasia clavada en su espalda, se encontró cerca de un rincón más tranquilo donde Lady Dorothea observaba el bullicio con una expresión mezcla de sabiduría y ligera burla.
—Lord Alex— saludó Lady Dorothea con una sonrisa que revelaba más de lo que sus palabras decían—. Parece usted estar navegando por un mar de miradas femeninas con la destreza de un marinero en aguas turbulentas.
—Lady Dorothea— respondió Alex con una leve inclinación—. Siempre es un placer encontrar un puerto tranquilo en medio de esta… animada reunión.
—Un puerto que, si me permite la franqueza, parece usted abordar con cierta reticencia— observó la viuda, sus ojos penetrantes estudiando el rostro del vizconde.
Alex suspiró suavemente. —Confieso, Lady Dorothea, que la perspectiva de encontrar en este salón la conexión que todos parecen anhelar me resulta… desalentadora.
Lady Dorothea dejó escapar una peque?a risa entre dientes. —Ah, la conexión. Una criatura escurridiza que a menudo se esconde donde menos se la espera. No se preocupe demasiado, joven vizconde. A veces, el amor llega como un ladrón en la noche, cuando uno menos lo busca. Y a veces… bueno, a veces algunas personas simplemente tienen menos suerte en ese juego. Pero usted, Lord Alex, irradia una bondad que tarde o temprano atraerá a un alma afín. Aunque, claro está, esa melancolía que lo envuelve podría volverse… francamente tediosa si la adopta como su único atuendo social.
Alex no pudo evitar una leve sonrisa ante el comentario agudo de la viuda. —Vuestras palabras son… reconfortantes, Lady Dorothea. Y vuestra franqueza, como siempre, refrescante.
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Mientras conversaban, Alex notó cómo la tormenta que había amenazado durante toda la noche finalmente había desatado su furia. El viento silbaba con fuerza alrededor de las ventanas, y el repiqueteo constante de la lluvia se había convertido en un golpeteo ensordecedor.
A varios kilómetros de distancia, en la lóbrega torre del "Castillo Oscuro", la escena era muy diferente. El Dr. Víktor Frankenstein yacía postrado en su tosca cama, su cuerpo consumido por una fiebre abrasadora que lo hacía delirar. Su rostro, habitualmente pálido, ahora estaba enrojecido y ba?ado en sudor. Sus ojos, antes llenos de una ambición desmedida, ahora estaban inyectados en sangre y vagaban sin rumbo fijo, presa de visiones fragmentadas de su creación y del horror que había sentido al verla cobrar vida.
—?No… no te acerques!— balbuceaba entrecortadamente, sus manos temblaban convulsivamente en el aire—. ?Es una abominación! ?Un error…!
Henry Clerval, con el rostro preocupado y los ojos cansados por la falta de sue?o, humedecía la frente de su amigo con un pa?o frío. Había pasado incontables horas velando por Víktor, intentando bajar su temperatura y calmar sus delirios. La visión de su brillante y ambicioso amigo reducido a este estado de histeria crónica y debilidad física lo llenaba de una profunda tristeza y una creciente inquietud.
—Víktor, cálmate— suplicaba Henry con voz suave pero firme—. Estoy aquí. Estás a salvo.
Pero sus palabras apenas penetraban la niebla de la mente atormentada de Víktor, quien seguía debatiéndose con los fantasmas de su creación y el peso de su transgresión.
Mientras tanto, fuera, la tormenta que había amenazado durante toda la noche finalmente había desatado su furia. El viento aullaba alrededor del castillo con la fuerza de un espíritu en pena, sacudiendo las ventanas y haciendo crujir las viejas vigas de madera. La lluvia caía con una intensidad torrencial, azotando la tierra y convirtiendo los caminos en riachuelos embravecidos.
La criatura, el ser recién nacido arrojado a la existencia en medio de esta furia elemental, se encontraba perdida y aterrorizada en la oscuridad. Después de la repulsión y el miedo en los ojos de su creador, solo había encontrado un vacío frío y amenazante. Vagaba torpemente por los alrededores del castillo, sus sentidos abrumados por la intensidad de la tormenta. El viento helado le calaba los huesos, la lluvia le golpeaba el rostro con la fuerza de peque?as piedras, y el rugido constante del trueno resonaba en su cabeza, amplificando su confusión y su creciente pavor. Extendió una mano grande, larga y de aspecto intimidante, buscando a tientas en la oscuridad, pero solo encontró el frío implacable de la lluvia y la aspereza de la corteza de los árboles. Un gemido lastimero escapó de su garganta, un sonido que se perdía en el rugido de la tormenta.
De vuelta en la mansión de los Harrington, la intensidad creciente de la tormenta comenzaba a hacerse sentir. El viento silbaba con fuerza alrededor de las ventanas, y el repiqueteo constante de la lluvia se había convertido en un golpeteo ensordecedor. Algunos invitados comenzaban a mostrarse inquietos, mirando con preocupación hacia las ventanas y comentando sobre la ferocidad del clima.
Finalmente, después de un particularmente estruendoso trueno que hizo temblar los cristales de las ventanas, Lord Harrington tomó una decisión.
—Me temo, mis queridos invitados— anunció con un tono de disculpa —, que la tormenta se ha vuelto demasiado intensa. Por su seguridad y comodidad, creo que lo más prudente sería dar por concluida la velada. Mis lacayos ayudarán a coordinar la salida de los carruajes tan pronto como sea posible.
Un murmullo de resignación y alivio recorrió el salón. Muchas damas suspiraron aliviadas ante la perspectiva de abandonar la incomodidad de la fiesta y regresar a la seguridad de sus hogares.
Lady Anastasia se acercó a Alex con una expresión de preocupación. —Querido, creo que deberíamos marcharnos. Esta tormenta parece empeorar por momentos.
Alex asintió con alivio. La perspectiva de abandonar este ambiente sofocante lo llenaba de una inesperada sensación de libertad. —Estoy de acuerdo, madre.
Lady Annelise se acercó a ellos con el rostro ligeramente contrariado. —Lord Alex, esperaba tener la oportunidad de bailar con usted… Después de todo, no muchas damas en este salón podrían igualar mi destreza en la pista.
—Lo siento mucho, Lady Annelise— respondió Alex con una cortesía genuina—. La tormenta ha truncado nuestros planes. Espero tener otra oportunidad pronto.
Mientras los invitados comenzaban a dispersarse, envueltos en abrigos y con el rostro preocupado, la escena frente a la mansión de los Harrington se tornó caótica pero organizada. Los lacayos corrían de un lado a otro bajo la lluvia torrencial, ayudando a las damas a subir a sus carruajes cuyos faroles luchaban por iluminar la oscuridad. El viento azotaba con fuerza, haciendo que los árboles se inclinaran peligrosamente y que las cortinas de agua levantadas por los cascos de los caballos dificultaran la visibilidad. Al alejarse de la mansión, los carruajes se dirigían hacia el puente que cruzaba el lago cercano, cuyas aguas, agitadas por la furia de la tormenta, se mostraban cada vez más turbulentas y amenazantes. Los caballos, asustados por el viento y el bramido del agua, corrían con renovada velocidad, ansiosos por alejar sus cargas de aquel paraje cada vez más peligroso. Lord Alex y Lady Anastasia permanecieron en el pórtico iluminado de la mansión, observando la partida de sus conocidos y ofreciendo su ayuda para asegurar que todos abordaran sus carruajes de manera segura antes de que la tormenta alcanzara su punto álgido. La noche, que había comenzado con la promesa de un baile elegante, terminaba con la inquietante sinfonía de una naturaleza desatada, presagiando quizás que las sombras que se cernían sobre Ashworth eran mucho más profundas que una simple tormenta de verano.