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Capítulo 2

  El carruaje de los Romanov avanzaba hacia la residencia de los Harrington, y en el interior, Lord Alex sentía la tensión agarrotarle los músculos. La tapicería de terciopelo del asiento parecía áspera bajo sus dedos enguantados. Las luces de otras carrozas danzaban fugazmente en el cristal empa?ado de la ventanilla, cada una dirigiéndose al mismo destino: una celebración del tipo de conexión que a él se le antojaba tan esquiva. Un suspiro silencioso escapó de sus labios.

  Al detenerse el carruaje, la fachada iluminada de la mansión Harrington se alzaba imponente contra el cielo oscuro. El bullicio de las voces y la música que llegaban desde el interior parecían un idioma extranjero para Alex. Al descender, el aire frío de la noche le erizó la piel, un presagio quizás de la frialdad que sentía en su propio corazón ante la perspectiva de la velada.

  Al cruzar el umbral, el salón de baile se presentó ante él como un torbellino de color y movimiento. Las risas resonaban, los vestidos de seda susurraban al girar, y la luz de las velas creaba un ambiente cálido y festivo. Pero para Alex, la alegría parecía confinada a la superficie, como una fina capa de hielo sobre aguas profundas e inexploradas. Sus ojos verdes recorrieron las parejas que se movían con gracia al ritmo del vals, sus rostros iluminados por una felicidad que a él le resultaba incomprensible.

  Lady Annelise no tardó en encontrarlo. Su sonrisa, radiante y dirigida exclusivamente a él, le recordó la delicada prisión de las expectativas sociales. —Lord Alex —exclamó, tomando su mano con una calidez que él no podía devolver con la misma intensidad—. Estaba comenzando a temer que la tormenta lo hubiera retenido en casa.

  —Lady Annelise —respondió Alex con una leve inclinación—. El clima, aunque amenazante, no podría haberme privado del placer de su compa?ía.

  —Oh, Lord Alex, siempre tan amable —replicó ella con un ligero rubor en las mejillas—. ?Ha estado disfrutando de la velada hasta ahora? La música es encantadora, ?no cree?

  —Sí, la orquesta ha elegido piezas muy agradables —concedió Alex, su mirada desviándose momentáneamente hacia los músicos en el estrado—. Aunque confieso que el bullicio de la multitud a veces me resulta… abrumador.

  Lady Annelise sonrió con comprensión. —Entiendo perfectamente. A veces, uno anhela un rincón tranquilo donde poder conversar sin tener que alzar la voz por encima del murmullo general. ?Quizás podríamos dar un paseo por el jardín más tarde? El aire fresco siempre resulta reconfortante.

  Alex sintió una punzada de incomodidad ante la sugerencia. Un paseo a solas con Lady Annelise intensificaría las expectativas que él no podía satisfacer. —Quizás más tarde, Lady Annelise. Por el momento, me gustaría observar un poco el baile. Es… un espectáculo fascinante.

  —Por supuesto, Lord Alex —dijo ella, aunque su sonrisa pareció atenuarse ligeramente—. ?Hay alguna pareja en particular que le llame la atención?

  Alex observó brevemente a una pareja que giraba con gracia en el centro de la pista. —Simplemente me maravilla la coordinación y la alegría que transmiten. Es… admirable.

  "Envidia," pensó Alex en silencio. "Envidia su capacidad para entregarse a la alegría y la conexión sin reservas."

  Mientras conversaban, Alex notó cómo otras damas lo observaban con miradas expectantes, susurrando entre ellas y sonriendo con una coquetería estudiada. Para él, cada mirada era un recordatorio silencioso de lo que se esperaba de él, del papel que debía interpretar en esta comedia social del matrimonio y el afecto. Se sintió como un actor en un escenario cuyo guion no había terminado de comprender.

  "?Será así siempre?" se preguntó mientras asentía a una observación de Lady Annelise, su mente divagando hacia la tormenta que comenzaba a azotar el exterior. El viento aullaba débilmente a través de los cristales, y el repiqueteo de la lluvia se hacía más insistente. Una sensación de inquietud, similar a la que presagiaba la tormenta, se instaló en su interior. Quizás, pensó, la naturaleza compartía su propio presentimiento, su sensación de que algo, en esta noche aparentemente alegre, no encajaba.

  Mientras en la mansión de los Harrington la velada danzaba bajo el precario equilibrio de una calma tensa, a varios kilómetros de distancia, en la torre desolada del "Castillo Oscuro", el Dr. Víktor Frankenstein, consumido por una ambición que había eclipsado toda prudencia y moralidad, se movía con la agitación febril de un espíritu atormentado. Durante incontables noches, había profanado los secretos más recónditos de la vida, trabajando en la clandestinidad de su inmoral proyecto, un designio que mantenía oculto incluso de la mirada inquisitiva de su más entra?able amigo, Henry Clerval.

  La tormenta, que ahora se cernía sobre la región con una furia casi apocalíptica, era para Víktor el preludio de su blasfema coronación. Con manos que temblaban no solo por el frío, sino por la impía excitación que lo embargaba, accionó los intrincados mecanismos de una máquina grotesca, ensamblada con los despojos de la ciencia y la alquimia. —?Oh, fuerzas elementales!— murmuró con una voz que apenas superaba el susurro, impregnada de una arrogancia que lindaba con la demencia—. ?Sed testigos de cómo arrebato a la noche su más preciado secreto! Chispas azuladas danzaron entre los terminales de su abominable creación, un preludio del poder que pronto desataría sobre un mundo desprevenido.

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  Fuera, la tormenta se había metamorfoseado en un espectáculo de terrorífica belleza. Los rayos, como dedos espectrales de una mano divina airada, rasgaban el velo de la noche con una incandescencia cegadora, iluminando fugazmente la desolación del paisaje circundante antes de que el trueno, como el rugido de un dios ofendido, resonara con una potencia que hacía temblar los cimientos del vetusto castillo. La lluvia, impetuosa y torrencial, azotaba las ventanas con la furia de un diluvio, mientras el viento aullaba alrededor de la torre como un espíritu en pena, presagiando la calamidad que estaba por acontecer.

  Víktor, con los ojos inyectados en sangre y la respiración entrecortada, contemplaba el cielo a través de una hendidura en el techo, su rostro pálido iluminado por los relámpagos intermitentes. Cuando un rayo de una violencia inusitada desgarró la oscuridad, la máquina de Víktor pareció responder con una vitalidad propia, su zumbido elevándose a un tono casi estridente. —?Ahora! ?Ahora es el momento!— jadeó, alzando sus brazos demacrados hacia la rendija, como si pudiera atraer el poder celestial con su mera voluntad. Un instante después, el rayo impactó con una precisión aterradora en la antena metálica, y una descarga de energía eléctrica, visible como una serpiente de luz azul crepitante, recorrió los conductores, iluminando el laboratorio y la forma inerte bajo la sábana con un brillo espectral y ominoso.

  Sobre la tosca camilla, el cuerpo profanado que había ensamblado con fragmentos robados a la tumba se convulsionó con una repentina y espasmódica vitalidad. Un breve resplandor y un crujido seco, como el estallido de una chispa dentro de un receptáculo vacío, emanaron de debajo de la tela. La sábana se agitó con violencia, y un gemido gutural, un sonido primario y horrendo, escapó de las profundidades de esa creación impía.

  Lentamente, con la solemnidad de un sudario que revela un misterio terrible, la sábana cayó al suelo, exponiendo a la luz espectral la figura grotesca que había sido moldeada con una ambición desmedida y una transgresión imperdonable. La criatura abrió sus ojos. Eran de un azul intenso y penetrante, como fragmentos del rayo que le había conferido una vida antinatural, y su brillo espectral contrastaba de manera escalofriante con la piel blanca como el mármol de un sepulcro que cubría su rostro y su cuerpo. Largos cabellos negros, lustrosos y abundantes, enmarcaban un rostro donde las toscas suturas eran cicatrices visibles de su origen sacrílego. Su cuerpo, de proporciones colosales y una estructura muscular que se retorcía bajo la pálida epidermis, emanaba una presencia que helaba la sangre.

  Pero para Víktor, lo que se irguió ante él no era la promesa de un nuevo ser, sino la encarnación de sus más oscuros temores, un espectro grotesco nacido de la osadía humana. La blancura mortal de su piel le pareció una burla de la vida, los ojos azules, ventanas de una existencia impía, lo penetraban con una intensidad que lo llenaba de pavor. Las cicatrices que surcaban su carne eran la marca indeleble de su crimen contra la naturaleza.

  —?Dios omnipotente! ?Qué he engendrado?— exclamó Víktor, retrocediendo presa de un terror paralizante. —?Es… es una abominación! ?Un error… un error funesto! ?Una abominación!— La criatura, en la inocencia de su despertar, extendió una mano gigantesca y robusta hacia su creador, un gesto torpe y anhelante de contacto, buscando quizás una chispa de reconocimiento en el rostro que lo había traído a este mundo de tormenta y oscuridad. En sus profundos ojos azules danzaba una súplica muda, la necesidad primordial de consuelo en su desoladora y recién adquirida existencia.

  Víktor, sin embargo, solo percibía una amenaza palpable, una manifestación física de su pecado. Un grito ahogado de puro horror brotó de sus labios mientras se tambaleaba hacia atrás, apartándose de su creación como si su mera presencia lo quemara. Su corazón latía con la furia de un trueno en su pecho, impulsado por la cobardía y una crueldad involuntaria nacida de la desesperación.

  En ese instante fatídico, la puerta del laboratorio, carcomida por el tiempo y la humedad, se abrió de golpe con un chirrido lúgubre. Un joven de semblante bondadoso y cabello casta?o, con la preocupación grabada en sus facciones, irrumpió en la estancia. Era Henry Clerval, cuyo espíritu noble no podía soportar la prolongada ausencia de su amigo, especialmente en una noche tan tempestuosa, y había acudido a buscarlo, ignorante del horrendo secreto que se ocultaba tras los muros del castillo.

  Henry se detuvo en seco en el umbral, justo a tiempo para presenciar a Víktor, con los ojos desorbitados y el rostro lívido, cerrar de golpe y asegurar con un pesado cerrojo una puerta interior del laboratorio, impidiendo cualquier movimiento de la criatura, que, asustada y confundida por el repudio de su creador, se había quedado inmóvil.

  —?Víktor! ?Qué sucede aquí?— inquirió Henry, su voz te?ida de sorpresa y una creciente inquietud ante el espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos.

  El Dr. Frankenstein, al borde del colapso nervioso, se?aló la puerta cerrada con un dedo tembloroso y balbuceante. —?Está… está encerrado! ?Debo… debo mantenerlo encerrado! ?Es peligroso, Henry! ?Peligroso!

  Henry observó el laboratorio sumido en el caos, su mente esforzándose por comprender la escena. —?Víktor? ?De qué hablas? ?Qué has encerrado tras esa puerta?

  Pero Víktor ya se había hundido en las profundidades de la histeria, su cuerpo convulsionando con sollozos incontrolables, su mente hecha a?icos por la magnitud de su transgresión y la visión aterradora de su creación. Henry Clerval lo contemplaba con una mezcla de incredulidad, alarma y una sombría premonición de las terribles consecuencias que se derivarían de la noche en que la ciencia, desprovista de moral, había osado desafiar las leyes divinas. En medio del desconcierto y la confusión, un detalle ominoso podría haber escapado a la atención de Henry: una de las ventanas del laboratorio, resquebrajada por la furia del rayo, se balanceaba suavemente en la ráfaga del viento, revelando una negrura insondable más allá.

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