Dos días antes de la llegada de Zarek a Varnak.
En el ala norte del monasterio, desde la torre del milagro, una carta llegó envuelta en sello negro. “El Hereje Maem Varro uno de los marcados por el decreto del Exilio final ha sido visto en los límites de Varnak”. Una figura alta entre las sombras se asomó y no necesitó más. Pidió su túnica, tomó su arma, y cabalgó sin descanso hacia el sur. Hacia Varnak.
Mientras tanto la ma?ana en Varnak no era silenciosa, pero sí contenida. Como si la ciudad respirara con cautela, esperando algo que aún no sabía nombrar.
Zarek abrió los ojos al sonido apagado de cascos sobre piedra húmeda, y al murmullo distante de oraciones. Desde su camastro, alcanzaba a ver el vaho que se filtraba por la ventana entreabierta; la ciudad estaba fría esa ma?ana.
Lyra ya estaba vestida, ajustando los broches de su capa. El viento hacía que su cabello corto se agitara como si también quisiera escapar. Narrik, en cambio, aún dormía en el rincón, cubriéndose la cara con el brazo.
—?Dormiste algo? —preguntó Lyra, sin voltear a mirarlo.
Zarek se sentó, frotándose el cuello. Su mano rozó, como siempre, el inicio de los tatuajes que bajaban en espiral por su hombro.
—Sí… un poco. So?é con fuego.
—Otra vez.
Phoron apareció en el umbral de la puerta con su bastón golpeando suavemente el suelo. Llevaba la capa cerrada, pero el olor a incienso lo delataba.
—Antes de irnos, necesito hacer una parada.
Narrik gru?ó desde su rincón. —?Otra vez con tus libros?
—No es cualquier libro —respondió Phoron con calma—. Hay una tienda cerca de la plaza vieja. Hace muchos a?os encontré allí un manuscrito valioso. Puede que todavía quede algo útil.
Narrik se sentó y se calzó las botas. —Pensé que la idea era salir antes de que esos "iluminados" nos miren demasiado.
—Será rápido —insistió Phoron—. Varnak todavía bosteza a esta hora.
—Entonces llevaremos capa y cuidado —respondió Phoron, y salió sin esperar más.
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La plaza vieja era un lugar donde las piedras parecían recordar. Estatuas rotas, columnas quemadas, vitrales colapsados como alas rotas. Desde los balcones aún colgaban estandartes raídos con el símbolo de la Antorcha Trina. Tropas de la Llama patrullaban con pasos pesados, sus rostros ocultos bajo máscaras lisas. Eran figuras sin nombre, sin alma. Cáscaras.
Zarek caminaba entre ellos con la cabeza gacha. Su capa larga se agitaba por el viento que bajaba desde las torres del norte. Pero fue entonces que lo sintió.
No fue una mirada. Fue una presencia.
Como un sonido que no llegó a escucharse, pero que retumbó por dentro. Zarek levantó la cabeza y lo vio.
Un hombre. No muy lejos, entre la multitud.
Vestía ropas oscuras, con una capa que se movía como si el aire alrededor le obedeciera. Su rostro estaba parcialmente cubierto por la sombra del cabello y la barba. Alto. Delgado. Ajeno al ruido. Ajenos todos a él. Todos, menos Zarek.
Y entonces sucedió.
Una ráfaga breve levantó la capa de Zarek. Un instante. Solo eso bastó. Los tatuajes que bajaban desde su cuello hasta el brazo quedaron expuestos.
El hombre los vio.
Y en ese mismo segundo… desapareció.
No caminó. No se perdió. Se desvaneció de la vista, como si jamás hubiera estado allí.
Zarek se quedó quieto, el corazón latiéndole en las costillas. Quiso decir algo, pero Lyra lo llamó desde la puerta de la librería.
—?Vienes o te quedas ahí so?ando despierto?
Zarek miró una vez más hacia donde lo había visto. Nada. Solo viento, y sombras que no decían nada.
La librería se sostenía por terquedad y polvo. Unos cuantos estantes sobrevivían torcidos, y el mostrador estaba cubierto de libros abiertos como si alguien los hubiera abandonado en medio de una fuga. El lugar olía a cuero seco, tinta vieja y secretos.
Phoron caminaba con los dedos rozando los lomos, murmurando nombres, fechas, palabras en idiomas muertos.
—?Buscas algo específico? —preguntó Lyra mientras hojeaba un tomo de cubiertas negras.
—Algo que no haya sido purgado por los Escribas —respondió él—. A veces olvidan mirar en los márgenes.
Narrik se quedó cerca de la puerta, observando la calle con una mano sobre la empu?adura del cuchillo. —Odio los libros que susurran —dijo.
Zarek se movía solo, en silencio. Pasó junto a un anaquel inclinado, atraído por un volumen con símbolos grabados. No entendía por qué, pero algo en él vibraba al estar allí.
Y fue entonces cuando lo sintió de nuevo.
Como una sombra que no proyecta luz, como un pensamiento antes de que se forme.
Un hombre estaba a su lado. No lo oyó entrar. No lo vio acercarse. Simplemente... estaba allí.
—?Te interesa ese libro? —preguntó el hombre con voz baja, como si hablara solo para él.
Zarek lo miró, atónito. Era el mismo que había visto afuera.
—Te vi —dijo Zarek sin pensarlo—. En la plaza.
—Y yo a ti —respondió el hombre sin sorpresa—. El viento te traicionó, pero me hizo un regalo.
Sus ojos eran oscuros, pero no apagados. Como brasas cubiertas por ceniza.
—?Cómo entraste sin que nadie te viera?
El hombre sonrió apenas, y desvió la mirada hacia el libro que Zarek aún sostenía.
—El conocimiento no quiere ser visto. Solo recordado.
Zarek parpadeó. Algo en su voz era hipnótico, como si cada palabra tuviera una forma propia en el aire.
—“Zarek no pudo evitar preguntar: - ?Quién eres?
El hombre alzó la ceja, como si le hubieran hecho una pregunta innecesaria.
—Un nombre antiguo. Uno que ya no se susurra ni se canta. Pero si necesitas uno… llámame como quieras.
Zarek lo observó con creciente desconfianza, pero también con fascinación. Había algo en él que no encajaba con el mundo que conocía.
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—Me llamo Zarek —dijo con firmeza.
El hombre lo miró con más detenimiento. Y luego asintió.
—Zarek... Un nombre viejo. Muy viejo. Pensé que los habían borrado a todos.
—?Qué significa?
—Significa que aún queda algo que no pudieron extinguir.
Zarek frunció el ce?o.
—?A qué te refieres?
El hombre no respondió. En su lugar, dio un paso hacia un estante cercano, tomó un libro de pasta rojiza con letras doradas apenas visibles y lo extendió hacia Zarek, intercambiándolo con el que él sostenía.
—Este tal vez te interese más.
Zarek lo recibió sin decir palabra, sintiendo un extra?o cosquilleo en los dedos al tocarlo.
—Si alguna vez quieres saber de dónde vienes… y por qué llevas en la piel los rastros de una extinción… pregúntame.
Y antes de que Zarek pudiera decir más, el hombre se desvaneció entre los pasillos como una sombra cayendo entre libros.
—?Zarek! —La voz de Phoron lo sacó del trance—. Encontré algo que podría servir.
Zarek volvió junto a los otros, todavía sintiendo la piel en la nuca erizada.
Lyra lo notó. —?Estás bien?
—Sí… solo… vi a alguien raro.
Narrik levantó una ceja. —?Más raro que los tipos de la iglesia?
Zarek no respondió.
Phoron se acercó y reparó en el libro que Zarek llevaba en las manos. Lo tomó con cuidado, como si no quisiera romperlo.
—?Dónde…? ?Dónde encontraste esto?
—Un hombre me lo dio —dijo Zarek—. Estaba aquí. No sé cómo entró.
Phoron hojeó las primeras páginas y se quedó en silencio.
—Este libro no debería estar aquí.
—?Qué es?
Phoron lo cerró, sin responder del todo.
—Algo que merecía haber sido quemado hace siglos... o protegido mejor.
Zarek sintió que algo dentro de él se removía.
Algo estaba comenzando.
La campana de la puerta sonó con un chirrido metálico cuando salieron de la librería. El aire de la madrugada de Varnak era espeso, cargado con humo de aceite y vigilancia. Phoron no dijo palabra, solo los guió por callejones poco iluminados hasta llegar a una vieja carreta escondida entre dos construcciones medio derrumbadas. Los caballos, cubiertos con mantas oscuras, resoplaban inquietos.
—Suban. Ya tenemos el permiso —dijo en voz baja, revisando un pergamino que guardó enseguida.
Zarek miró a su alrededor. Sentía que algo iba mal. No sabía qué, pero el presentimiento le pesaba en el pecho.
—?Ese baúl lo trajiste tú? —preguntó Phoron a Narrik
—?Cuál? — Narrik se encogió de hombros—. Estaba con los otros.
Phoron dudó un instante, pero el reloj corría. Se giró hacia los demás.
—Vamos. El permiso tiene tiempo limitado.
Todos subieron sin hacer preguntas. Zarek se sentó junto a Lyra, mientras Narrik vigilaba por una rendija. La carreta crujió al moverse, alejándose lentamente por los caminos grises que llevaban a las puertas de la ciudad.
Nadie notó que, antes de subir, un hombre de túnica negra ya estaba dentro, oculto entre telas y maletas vacías. Nadie lo vio abrir un ojo.
El control en la salida de Varnak era más estricto de lo esperado. Soldados de La llama inspeccionaban cada carreta, revisaban papeles, interrogaban viajeros. Una fila de vehículos avanzaba con lentitud, bajo la luz de antorchas y hechizos flotantes.
Cuando llegó el turno del grupo, Phoron descendió con paso firme. Entregó el pergamino, habló con voz serena. Todo parecía en orden.
Pero entonces, el aire se volvió espeso.
Desde la oscuridad, una figura caminó hacia ellos.
Vestía una túnica vinotinto. El pecho cubierto por una armadura tallada en plata, con líneas doradas que parecían vibrar bajo la luz. El rostro era hermoso, inhumano. El cabello, dorado como fuego contenido.
Narrik que estaba asomandoce por una de las rendijas de la carroza, lo vio acercarse y quedó paralizado. Lo reconoció, pues era un Arconte
Las manos derechas de la iglesia
—?Qué pasa, se?or? —preguntó uno de los soldados, bajando la mirada.
El Arconte no respondió. Se acercó a la carreta como si el resto del mundo no existiera.
Sus ojos, dorados como cuchillas, estaban fijos en la madera.
—Hay algo aquí… —murmuró.
Zarek sintió una punzada. Una presión en el cráneo. Los tatuajes en sus brazos ardieron bajo la ropa. Y entonces lo escuchó.
Los cantos.
Voces antiguas, como si despertaran dentro de su cabeza.
El Arconte extendió una mano. La carreta vibró.
—?Alto! ??Qué hace?! —gritó Phoron.
Demasiado tarde.
Un estallido invisible destruyó la carreta. Madera, polvo y fuego saltaron al aire. Los caballos huyeron entre relinchos. Narrik bolo unos metros y callo. Lyra rodó por el suelo. Y Zarek cayó sobre su brazo, aturdido.
Y entre las ruinas, surgió la figura que el Arconte buscaba.
Salió de entre los restos como si emergiera de la noche misma. Su túnica apenas sucia. Su mirada fija en el Arconte.
—Tiempo sin vernos Zariel. —dijo el hechicero, con voz grave.
—Maldito traidor —escupió el Arconte—. No sabía que te ocultabas entre ni?os.
—Tú nunca sabes nada hasta que es demasiado tarde.
Y entonces comenzó.
El aire se volvió denso en cuanto el Arconte descendió de su montura, su túnica vinotinto ondeando con la tensión de la magia que lo rodeaba. Sus ojos se clavaron en la figura encapuchada. Maem Varro dio un paso adelante sin titubeos.
—No creí que vendrías tú mismo —dijo con calma, mientras sus dedos se deslizaban dentro de su túnica.
—No eres fácil de atrapar, Maembarro —respondió el Arconte, con una voz que destilaba belleza y amenaza—. Pero aquí termina tu huida.
En un instante, el mundo estalló. El primer impacto fue brutal: una columna de luz descendió del cielo, estrellándose donde Maem Varro había estado. Pero este ya no estaba ahí. Se movía como una sombra viva, esquivando con precisión antinatural. A su paso, las piedras del suelo se resquebrajaban, y las paredes de los edificios crujían.
Maem Varro alzó la mano y una ráfaga de oscuridad pura emergió de sus dedos, chocando con el escudo etéreo que el Arconte había invocado. La explosión lanzó fragmentos de piedra en todas direcciones. La calle se partió como si la ciudad misma no soportara el poder de ambos.
El Arconte giró sobre sí mismo, invocando cadenas de fuego que surgieron del aire, serpenteando hacia Maem Varro. Pero el hechicero extendió su capa, y esta se transformó en alas de sombra, cubriéndolo por completo. Las cadenas se deshicieron al contacto, consumidas por la oscuridad.
Los gritos de la gente se perdían bajo los temblores. Techos se desmoronaban, y las ventanas estallaban una tras otra. Las sombras de Maem Varro se alargaban como tentáculos, envolviendo estructuras, torciendo el hierro, devorando la luz misma.
Zarek miraba con los ojos abiertos de par en par. Era imposible saber quién dominaba la pelea. Ambos eran monstruos envueltos en luz y tinieblas, danzando en una destrucción perfecta. Y entonces, como un eco enterrado en lo profundo de su mente, algo se quebró en su interior.
Una explosión mágica emergió de Zarek, acompa?ada de un canto ahogado que solo él oyó, como voces antiguas invocadas desde su piel. La luz salió de sus tatuajes, proyectándose en el aire como runas ardiendo. En la negrura de su mente, Zarek flotaba.
Voces cantaban en un eco milenario.
—Lux... Fuge Lux... Adveniat Nox...
Un ojo invertido brilló entre las sombras. Un fuego azul recorrió sus venas.
—Tú eres el portador... el sello vive en ti...
El Arconte se giró de inmediato, impactado.
—?Qué... eres tú? —murmuró, por primera vez desconcertado.
Ese instante bastó. Maem Varro cruzó el campo de batalla como una sombra viviente, y con un gesto poderoso alzó ambas manos. La oscuridad se arremolinó alrededor del Arconte, y del suelo brotó un muro negro como la noche misma. No era solo sombra: era vacío, un abismo que absorbía cada rayo de luz, cada sonido, cada calor. Un agujero en la realidad.
—?Dentro del muro, rápido! —gritó, mientras lo alzaba aún más alto.
El Arconte se detuvo. Trato de dar un paso adelante, pero la sombra lo envolvía todo.
Sabía que no podía entrar solo. No contra él. No en ese terreno. Apretó los dientes, impotente.
—Esta no será la última vez —susurró, el Arconte
Mientras corrian dentro del muro de sombras, entre gritos y escombros, Zarek sintió que algo no estaba bien. Narrik iba más lento. Se llevaba una mano al costado, y su rostro estaba pálido, casi gris. Tropezó, pero se incorporó rápido. No dijo nada. Nadie lo hizo.
—Vamos... —gritó Lyra, con la voz entrecortada.
Narrik sonrió débilmente, sin responder. Cada zancada parecía pesarle más. Sus pasos, torpes. Su mirada, ausente. Cuando doblaron la esquina y cruzaron el último umbral de sombras, Zarek volvió la vista. Solo por un segundo.
Finalmente, en un claro lejano, lejos de Varnak se detuvieron.
El cielo ya clareaba. El viento arrastraba olor a cenizas.
Phoron dejó a Zarek con cuidado sobre el pasto. Lyra lloraba en silencio.
Narrik no hablaba.
Zarek se incorporó. Algo no estaba bien.
—?Dónde está Narrik? —preguntó Lyra.
Lo encontraron detrás de un tronco. Sentado, apoyado contra un árbol. Su rostro pálido. Un charco oscuro bajo él.
Una astilla mágica había atravesado su costado durante la pelea. Apenas se notaba. Pero ya era tarde.
Phoron cayó de rodillas. Intentó un hechizo de urgencia, pero el cuerpo de Narrik ya no respondía.
—No puede ser… —susurró Lyra, temblando.
Zarek lo miró, incapaz de sentir. Solo vacío.
Maem Varro observaba desde las sombras, inmóvil.
Y cuando el viento sopló, algo en sus ojos se quebró también.
—Esto apenas comienza —dijo, y su voz no tenía consuelo.
El capítulo terminó con el primer muerto.
Pero no sería el último.