El desierto de Baja California, 2172, era un mausoleo bajo un cielo púrpura, donde nubes densas, como sangre coagulada, filtraban una luz enferma que te?ía la arena de un rojo sucio. El aire era un cuchillo seco, cargado de polvo que raspaba la garganta y dejaba un sabor a óxido y sal quemada. El sendero que Kren seguía estaba roto, una cicatriz de grava endurecida salpicada de cables retorcidos y huesos blanqueados, algunos humanos, otros de máquinas. A su alrededor, restos de naves estrelladas emergían como cadáveres de acero, sus cascos perforados goteando Fluido Osteolítico, que siseaba al tocar el suelo, dejando charcos negros con vetas esmeralda que parecían venas abiertas. El ca?ón al que lo llevaba la pista de la figura encapuchada se alzaba adelante, un tajo profundo en la tierra, sus paredes de roca negra erosionadas por siglos de viento, talladas en formas que sugerían rostros gritando, congelados en agonía. El viento silbaba entre las grietas, un lamento que olía a ceniza y metal recalentado, como si el desierto llorara por un mundo perdido.
Kren, de dos metros y 158 kilos, ~32% Osteón, avanzaba con pasos que hacían temblar la grava, cada uno un eco pesado en el silencio opresivo. Sus placas metálicas, negras y dentadas como cuchillas rotas, sobresalían de hombros, antebrazos y columna, rozando con un chirrido bajo que resonaba en las paredes del ca?ón. La capucha de lona curtida, cosida con retazos de piel y tela quemada, ocultaba su rostro, dejando solo el brillo opaco de sus ojos. El Núcleo en su pecho, un disco biomecánico incrustado en carne irritada, zumbaba débilmente, su luz gris parpadeando entre venas oscuras que palpitaban bajo la piel. La figura encapuchada del asentamiento, con su tatuaje biomecánico destellando como un faro, lo había guiado hasta aquí, desvaneciéndose en el polvo. Una voz susurró en su mente, baja, afilada: —Buscas. Matas. ?Por qué sigues? Su Trastorno de Identidad Disociativo lo pinchaba, un eco que crecía con cada paso, pero apretó los pu?os, las placas cortando sus palmas hasta sacar sangre tibia que goteó en la arena.
El ca?ón era un laberinto de sombras y despojos. Restos de naves —alas torcidas, cabinas reventadas, motores corroídos— yacían amontonados, sus superficies cubiertas de polvo rojizo y sangre seca que crujía bajo las botas de Kren. El olor era espeso, una mezcla de aceite rancio, carne podrida y un dulzor venenoso que revolvía el estómago, como si el fluido hubiera fermentado en el aire. Entre las rocas, fogatas improvisadas ardían con llamas verdes, alimentadas por frascos rotos de Fluido, su humo negro alzándose en espirales que parecían dedos ara?ando el cielo. Kren se detuvo tras el casco volcado de una nave, su superficie fría y pegajosa por derrames antiguos. Desde allí vio a los carro?eros: figuras encorvadas, con implantes oxidados cosidos a la piel y máscaras de tela mugrienta que apenas cubrían rostros demacrados. Se movían en círculo alrededor de un altar improvisado, una pila de chatarra y huesos coronados por frascos de Fluido Osteolítico, cuyo brillo esmeralda reflejaba sus ojos inyectados de verde.
Los carro?eros cantaban en susurros guturales, un coro roto que vibraba en las paredes del ca?ón. Uno, con un brazo prostético chirriante, alzó un cuchillo dentado y cortó su propia piel, dejando que la sangre goteara sobre un frasco. El Fluido siseó, absorbiendo el sacrificio, y los demás rugieron, inyectando el líquido en venas expuestas. Sus cuerpos temblaban, placas metálicas creciendo como tumores en sus brazos y pechos, algunas rompiendo la piel con un crujido húmedo. En el centro del altar, un chip agrietado, idéntico al que Kren encontró en el laboratorio, parpadeaba con una luz débil, como un ojo moribundo. Una visión lo tocado: cápsulas de vidrio alineadas, cuerpos flotando en Fluido, rostros sin ojos mirándolo. —?Tú? ?Ellos? La voz de su TID susurró, más fuerte, pero Kren parpadeó, aplastándola como a un insecto. Los carro?eros no eran su presa. Algo más acechaba en las sombras.
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Un rugido gutural rasgó el silencio, reverberando en el ca?ón como un trueno. El líder mutante emergió de una nave rota, su silueta recortada contra el resplandor de una fogata. Era un coloso de 80 kilos, su cuerpo hinchado por el Fluido, con piel agrietada que dejaba ver músculos retorcidos y venas negras palpitando. Placas metálicas crecían como espinas torcidas, algunas goteando sangre fresca, y sus ojos verdes, inyectados de fluido, brillaban con una furia ciega. Sus garras, mitad hueso, mitad metal, rasgaban el suelo, levantando nubes de polvo. Los carro?eros retrocedieron, murmurando plegarias, sus máscaras temblando mientras el mutante gru?ía, su aliento apestando a bilis y cobre fundido, un olor que quemaba la lengua de Kren incluso a metros de distancia.
Kren salió de las sombras, sus botas hundiendo la arena con un crujido. El mutante lo vio, sus ojos verdes destellando, y cargó, sus garras cortando el aire con un silbido. Kren esquivó por un instante, el metal rozando su capucha y arrancando un trozo de lona. Golpeó con un pu?o, ~5 toneladas de fuerza, acertando en el torso del mutante. Una placa se partió, el Fluido salpicando como sangre negra, quemando el brazo de Kren con un ardor que olía a podredumbre y metal derretido. El mutante se enfrió, retrocediendo, su cuerpo temblando por el impacto, pero no cayó. Sus garras rasgaron el flanco de Kren, arrancando una placa de su abdomen. Sangre tibia goteó, mezclándose con el Fluido en el suelo, y el dolor fue un relámpago que despertó la voz en su cabeza: —Mata. ?Vive!
Kren bloqueó otro zarpazo, el impacto resonando en sus huesos como un martillo contra acero. El mutante era rápido, sus movimientos erráticos, guiados por el Fluido que lo consumía. Una garra rozó el Núcleo en su pecho, haciendo tartamudear el zumbido. —Mueres? La voz del TID rugió, pero Kren la ignoró. Agarró el brazo del mutante, torciéndolo con un crujido húmedo, hueso y metal partiéndose. El mutante rugió, su otra garra cortando el hombro de Kren, arrancando carne y placa. La sangre salpicó la arena, su olor metálico mezclándose con el hedor del Fluido. Kren gru?ó, empujando al mutante contra una nave. El casco se hundió, gimiendo como un animal herido, y el Fluido brotó del cuerpo roto, quemando el suelo con un siseo.
Absorbió, el calor escaldando sus venas como fuego líquido. Sus placas crecieron, dentadas, cortando carne nueva en su espalda y pecho. El mutante se alzó, más lento, sus ojos verdes parpadeando como luces fallando. Kren no le dio respiro. Corrió, sus botas levantando polvo, y hundió ambas manos en el torso del mutante, aplastando órganos y placas con un crujido viscoso. El Fluido estalló, su vapor amargo llenando el ca?ón, quemando la piel expuesta de Kren. Absorbió más, su cuerpo temblando, 160 kilos, ~34% Osteón. El mutante colapsó, un montón de carne disuelta y metal roto, sus garras aún temblando en la arena.
El silencio volvió, roto por el crepitar de las fogatas y el jadeo rasposo de Kren. Los carro?eros, petrificados, lo miraban desde el altar, sus máscaras temblando bajo el resplandor verde del Fluido. Uno, con un tatuaje biomecánico brillando en el brazo, alzó el chip agrietado, susurrando: “El Crisol nos salvará”. Kren cruzó el círculo en tres pasos, arrancando el chip de sus manos. El plástico estaba frío, pegajoso por sangre seca. Datos fragmentados parpadearon en su mente: cápsulas alineadas, un altar mayor en las dunas, gritos sin rostro. — ?Dios? ?Mentira? Su TID susurró, pero no respondió. Los carro?eros retrocedieron, algunos cayendo de rodillas, otros huyendo hacia las sombras del ca?ón, sus plegarias desvaneciéndose como el humo.
Kren revisó el cadáver del mutante, arrancando placas intactas con un crujido seco y extrayendo un frasco de fluido, su peso tirando de sus cortes. El ca?ón estaba quieto, las sombras alargándose bajo el cielo púrpura, que ahora se oscurecía con nubes más densas, como si el desierto contuviera el aliento. Miró el chip, su superficie agrietada reflejando un rostro que apenas reconocía: ojos hundidos, piel marcada por el Ostealium, pero aún humano. La figura encapuchada no estaba, su rastro perdido en el polvo. Mientras subía por el ca?ón, el viento trajo un olor nuevo, una sangre fresca y metal recalentado, desde un lugar más allá de las dunas, donde un altar mayor esperaba, oculto bajo la arena.
?Qué adoraban los carro?eros?