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III: Cenizas de la necesidad

  El amanecer ardía en Baja California, 2172, un sol rojo que sangraba luz sobre un desierto de arena y óxido. El aire era seco, cortante, cargado de polvo que raspaba la garganta y dejaba un regusto a metal quemado. Kren caminaba por un sendero agrietado, flanqueado por restos de postes telegráficos retorcidos, sus cables colgando como venas secas. El suelo crujía bajo sus botas, salpicado de manchas negras donde el Fluido Osteolítico había corroído la tierra. A lo lejos, un asentamiento se alzaba: un racimo de chozas hechas de chatarra y plástico quemado, api?adas contra una refinería colapsada, sus tuberías rotas alzándose como dedos quebrados. El olor a aceite rancio y carne chamuscada flotaba, mezclado con el humo acre de fogatas que apenas calentaban.

  Kren, de dos metros y 156 kilos, ~30% Osteón, avanzaba con pasos que hacían temblar la grava. Sus placas metálicas, negras y dentadas, sobresalían de hombros y antebrazos, rozando con un siseo afilado. La capucha de lona curtida ocultaba su rostro, pero el Núcleo en su pecho —un disco biomecánico incrustado en carne irritada— zumbaba débilmente, su luz gris parpadeando. Los habitantes, figuras demacradas con implantes improvisados ??y ropas raídas, lo miraban desde las sombras, sus ojos hundidos brillando con hambre y temor.

  Una mujer salió de una choza, su rostro surcado por cicatrices, el cabello ralo pegado al cráneo. Llevaba un ni?o peque?o, cuya pierna izquierda era un implante oxidado que chirriaba al moverse. Dos adolescentes, con parches de metal cosidos a la piel, la flanqueaban, sus manos temblando. La voz de la mujer era un hilo roto, cargada de una desesperación que olía a sudor y polvo.

  —Eres el cazador, ?verdad? —dijo, acercándose, sus ojos húmedos fijos en Kren—. Necesitamos piezas. Mutantes infectados, en el ca?ón al sur. Sus placas y Fluido... son lo único que mantiene vivos nuestros cuerpos, los de mis hijos. Podemos pagarte 200 créditos y el último vial estabilizado que nos queda. Es todo lo que tenemos.

  Kren la miró, su silencio más pesado que el desierto. Tocó su Núcleo, el zumbido débil recordándole su propia lucha contra el Ostealium. Una voz susurró en su mente, baja, punzante: —Ayuda. Mata. ?Por qué? Su trastorno lo pinchaba, pero lo aplastó. La mujer temblaba, el ni?o tosiendo en sus brazos, un sonido húmedo que hablaba de un cuerpo al borde del colapso.

  — ?Cuántos? —gru?ó, su voz como rocas chocando.

  —Cuatro —respondió ella, su aliento entrecortado—. 60 kilos cada uno. El Fluido los volvió salvajes. Sus placas son compatibles... con nosotros. Por favor, tenemos días tratando de conseguir algo y no tenemos nada, sin ellas temo lo peor —Miró de reojo a sus hijos con sus orbes cristalizados.

  Kren ascendió, tomando un mapa garabateado en un trozo de plástico. El asentamiento era un grito de un mundo roto: chozas de contenedores oxidados, ni?os con implantes mal soldados, adultos con extremidades de metal que crujían al moverse. El colapso de los sistemas —gobiernos, corporaciones— había dejado a estas familias dependiendo de carro?a biomecánica para sobrevivir. Dio media vuelta, el polvo alzándose tras él, y caminó hacia el ca?ón.

  El sendero al sur era un tajo en la tierra, bordeado por rocas erosionadas y tuberías reventadas, sus bordes brillando con Fluido seco. El aire olía a sal y ceniza, el sol rojo quemando su piel expuesta. Kren revisó sus placas, los bordes afilados cortando sus dedos endurecidos. Sacó un vial estabilizado, el cristal frío contra su palma herida, e inyectó el líquido en el Núcleo. El ardor fue un relámpago, estabilizando el zumbido. Una visión lo tocado: una sala de máquinas, cuerpos conectados a tanques de fluido, un eco de su creación. —?Tú? La voz de su TID susurró, pero apretó los pu?os y avanzó.

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  El ca?ón se abrió, un abismo de paredes negras y sombras dentadas. Restos de vagones y grúas colapsadas yacían esparcidos, cubiertos de sangre seca. El olor era denso, a carne quemada y un dejo agrio, como bilis fresca. Gru?idos guturales resonaron, y Kren captó movimiento entre los escombros. Cuatro mutantes infectados, encorvados, con cuerpos retorcidos por el Fluido. Su piel agrietada dejaba ver músculos hinchados, y placas metálicas crecían como espinas torcidas. Sus ojos verdes, inyectados de fluido, brillaban, y garras de hueso y metal rasgaban el suelo.

  Kren cargó, sus botas hundiendo la tierra. El primer mutante saltó, su garra buscando su pecho. Kren giró, el aire silbando junto a su capucha, y estrelló su pu?o, ~5 toneladas de fuerza, en el torso de la criatura. Carne y placas explotan, el fluido salpicando como tinta ardiente. Quemó su brazo, un olor a cobre y podredumbre inundando el aire. El mutante colapsó, disolviéndose en un charco viscoso.

  El segundo mutante atacó, sus garras rasgando el flanco de Kren. Sangre tibia goteó, una placa cayendo con un tintineo. Gru?ó, atrapando el brazo del mutante y quebrándolo con un giro. Lo lanzó contra una roca, el impacto resonando como un tambor roto. El Fluido brotó, quemando el suelo, su vapor amargo picando en la lengua. Absorbió, el calor escaldando sus venas, sus placas creciendo, cortando carne nueva en su espalda.

  El tercero y el cuarto mutante vinieron juntos. Uno embistió, sus dientes metálicos buscando su brazo. Kren bloqueó, el golpe vibrando en sus huesos, y pateó al segundo, que saltaba desde un vagón. El mutante chocó contra una pared, el metal gimiendo, y el fluido salpicó, su olor llenando el ca?ón. El primero lo ara?ó, rozando el Núcleo. El zumbido tartamudeó, la voz gritando: —Mueres? Kren rugió, hundiendo sus manos en el pecho del mutante, aplastando órganos y placas. Absorbió más Fluido, el ardor un incendio. Pesaba más, 158 kilos, ~32% Osteón.

  El último mutante, herido, intentó arrastrarse entre los escombros. Kren lo alcanzó, arrancando su cabeza con un giro seco. El Fluido goteó, quemando sus manos. No absorbió más; el Núcleo zumbaba al límite. El ca?ón quedó quieto, las sombras alargándose. Recogió las placas metálicas, intactas, y extrajo el Fluido en frascos reforzados, su peso tirando de sus cortes.

  Regresó al asentamiento bajo un sol ardiente, el aire cortando su piel expuesta. Los habitantes lo esperaban, sus rostros demacrados iluminados por una esperanza rota. La mujer tomó las placas y los frascos, sus manos temblando mientras los revisaba.

  —Esto nos salvará —susurró, lágrimas cayendo por sus mejillas curtidas—. Mis hijos... podrán moverse, comer. Gracias.

  Entregó una bolsa de créditos y un vial estabilizado, el cristal opaco por el uso. Kren guardó el pago, su silencio más pesado que el saco de placas. Mientras se alejaba, un adolescente lo miró, su brazo de metal brillando con las piezas nuevas que pronto usaría. El asentamiento seguía vivo, pero el peso de un mundo colapsado —chozas de chatarra, cuerpos sostenidos por retazos— lo perseguía. En el horizonte, una figura encapuchada lo observaba desde una duna, un tatuaje biomecánico brillando en su brazo antes de desvanecerse en el polvo.

  ?Quién lo seguía?

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