En Morevsk las olas rompían contra la costa gris.
Friedrich fumaba en silencio.
El viento helado le azotaba la cara.
Su cabello, te?ido de rubio, no ocultaba las raíces ceniza.
Y sus ojos…
ya no buscaban esperanza, solo resultados.
—Se?or… —dijo Noah, su asesor, detrás de él—.
Polyusovsk fue tomado.
Es oficial.
Friedrich no se giró.
Dio una calada larga, el humo temblaba en el aire.
—?Ya? —respondió, con una media sonrisa amarga.
—Parece que los imperiales todavía no entienden lo que significa una contraofensiva republicana.
Dejó caer la colilla en el suelo de metal.
Y por un segundo… parecía que hasta el cigarro temblaba.
—Noah… —dijo Friedrich, sin girar completamente, solo desviando la mirada.
—?Se?or?
—?Qué hiciste cuando acabó la Gran Guerra? —preguntó, con un tono inusualmente suave—. Llevo treinta y cinco a?os a tu lado, y apenas sé algo de ti.
—Claro, se?or —respondió Noah con una leve sonrisa—. ?Qué desea saber?
—?De qué planeta vienes?
—Blodmark. —la voz le cambió apenas al decirlo—. Principado de Suecia.
—Hmm… —Friedrich asintió con el ce?o levemente fruncido, como si buscara el recuerdo exacto—. Había oído de Blodmark. Hermosas vistas al océano, desde las urbes columnariae, ?no?
Noah bajó un poco la vista.
—Sí… lo eran —respondió, más bajo—. Antes de la guerra.
Fueron arrasadas por bombardeos orbitales.
No quedó casi nada.
Un silencio se instaló entre los dos.
—?Qué hiciste cuando acabó la guerra? —preguntó Friedrich, rompiendo el silencio con una voz más suave de lo habitual.
—Cuando terminó… —respondió Noah tras unos segundos—. Ayudé en la reconstrucción de Blodmark. Me uní a los servicios de reconstrucción regional.
—Así que eres de carácter empático —dijo Friedrich con una sonrisa apenas visible y un resoplido casi sarcástico.
—Así es, se?or —respondió Noah con una peque?a sonrisa.
Y entonces devolvió la pregunta:
—?Y usted, se?or? ?Qué hizo cuando acabó la guerra?
Friedrich bajó la mirada.
La luz digital de los postes de campa?a proyectaba su sombra sobre el suelo de metal.
Se quedó así un momento, como si buscara una respuesta que no doliera tanto.
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—Cuando acabó… —dijo al fin, con la voz baja—. Supongo que no hice nada empático.
Nada que haya salvado un planeta.
Soltó una carcajada seca, casi autodestructiva.
Caminó unos pasos, abrió un contenedor de suministros, sacó dos manzanas y le ofreció una a Noah.
—Seguía en servicio —dijo, mordiéndo la manzana—. Ya sabes lo que dicen:
“Un soldado nunca deja de ser soldado.”
Noah sonrió.
Y ambos rieron.
—?Recuerdas a Ali cuando se le metió esa criptona en la bota?—. Dijo Friedrich con una sonrisa dibujada en su cara y una carcajada a punto de salir.
—JAJAJAJA como olvidar—. Le respondió Noah entre risas.
—Gritaba como desquiciado “QUíTAMELA QUíTAMELA” JAJAJAJA.
— Pero cuando se la quitó de la bota como dijo “pensé que me iba a morir” JAJAJAJA. — agregó entre carcajadas profundas.
— Cuando las criptonias ni siquiera son venenosas JAJAJAJA.
Noah y Friedrich se soltaron a reír, como si el infierno fuera no existiera, peque?as sonrisas que ocultaban penas.
Polyusovsk había caído en cinco días.
Catorce kilómetros de trincheras imperiales tomadas.
La República había avanzado catorce kilómetros de fortificaciones imperiales.
Las trincheras, defendidas con Thal’Kr?n, habían cedido.
Y ahora, en el corazón del peque?o pueblo ocupado, ardía una hoguera.
Chaiwat se sentaba junto a ella.
La luz del fuego le llegaba al rostro, proyectando una sombra deformada a su espalda.
Como sus pensamientos.
Como sus emociones.
Niklas llegó en silencio, con un plato humeante entre las manos.
—Come, Chai —dijo, extendiendo el plato.
Chaiwat lo tomó, junto con los cubiertos.
Pero no comió.
—Murió, Nik —susurró.
Su voz era una línea quebrada entre el viento y la ceniza.
—No hemos parado en horas… los imperiales ya se atrincheraron mejor.
Cada día mueren cientos. Y Ji…
Niklas se quedó en silencio.
Luego, sin decir nada, dejó su propio plato sobre una roca.
Tomó el de Chaiwat con calma y lo puso junto al suyo.
Chaiwat frunció el ce?o, confundido.
Y entonces, Niklas lo tomó por el cuello del saco.
—?Estás vivo, Chaiwat! —le dijo con los dientes apretados.
—?Agradece que estás vivo!
?Ji murió cumpliendo, maldita sea!
Murió libre.
La hoguera crepitó.
El vapor salía de sus bocas como si sus almas quisieran escapar.
Chaiwat no respondió.
Solo bajó la cabeza.
Pero algo, en su interior,
había dejado de doler.
Chaiwat lo miraba en silencio.
Sabía que cada palabra de Niklas era verdad.
Y no tenía nada que reprocharle.
Por el canal de radio de la República, se escuchaban interferencias.
Fragmentos de discursos civiles.
Protestas. Peticiones de paz.
El pueblo pedía que la guerra terminara.
Chaiwat bajó la mirada.
—Quiero volver a casa… —susurró—. Ya no quiero seguir matando.
—Lo sé —dijo Niklas, con la voz baja.
—?Por qué seguimos en guerra? —preguntó, apagado.
Las ojeras bajo sus ojos eran profundas.
Solo habían pasado cuatro meses de campa?a.
Pero se sentían como a?os.
Niklas no respondió de inmediato.
—Porque… —intentó decir algo.
Pero nada sonaba sincero.
—No sé.
—?Por qué no pedimos paz con el Imperio? —dijo Chaiwat, mirando el fuego morir.
—?Por qué?
Porque el Imperio… no quiere paz, Chaiwat.
—?Y su gente sí? —preguntó.
—?No quieren detener la muerte? ?No quieren vivir tranquilos?
?No les basta con los diecinueve planetas que ya tienen?
Silencio.
—?No les basta? —repitió.
Niklas bajó la cabeza. Cerró los ojos.
—Chaiwat… —murmuró—.
Cállate.
Friedrich seguía mirando las olas bailar en la costa helada de Morevsk.
El viento azotaba su rostro, dejando sus mejillas y la punta de la nariz rojas.
Noah dormía en los barracones.
Se metió al centro de mando y tomó su radio-comunicador.
Giró el dial, ajustando la se?al a la frecuencia del Centrum Imperii, en Marte.
Veinte billones de a?os luz de distancia.
El silencio le pareció eterno.
—Friedrich a Centrum Imperii… —murmuró con voz apagada—. ?Me copian?
Solo estática.
—?Me copian? —insistió.
Una respuesta distorsionada llegó segundos después:
—Aquí águila Negra… te copiamos, Friedrich.
Hubo una pausa.
Friedrich no dudó.
—?Cuándo va a parar la guerra?
El canal quedó mudo por un instante.
Luego la voz volvió, con tono medido.
—El praeses maximus está evaluando la posibilidad de un alto al fuego…
Las protestas crecen… y la CPR está ejerciendo presión diplomática.
—?Cuánto tiempo?
—A más tardar… dos semanas. Luego se votará en el Parlamentum Solarii Terranorum.
Friedrich bajó la mirada.
Su voz salió más baja, casi esperanzada.
—?Entonces solo tengo que aguantar un mes… y me podré ir a casa?
Un segundo de silencio.
Luego:
—Sí…
Un mes. Y estarás en casa.
Friedrich cerró los ojos pensando en la palabra “casa”.
—La propuesta tardará más en debatirse en el Arca Praesidentialis que en el Parlamentum —dijo la voz, distorsionada por la se?al.
—El Praeses Maximus tendría el favor del pueblo antes que los senatores —respondió Friedrich, con un deje de amargura—. Desearía ver la cara del senator Tullius.
—Tu principal opositor, Friedrich —dijo la voz con un tono más relajado—. Busca desacreditar tu título como héroe de la República.
—?Desde cuándo soy un héroe? —preguntó Friedrich, la mirada clavada en el mar—. ?Cuándo hice algo que realmente lo mereciera?
—Hiciste lo necesario —respondió la voz, sin titubeo—. Lo que nadie más haría… ni siquiera Tullius.
—El senador pro-guerra —murmuró Friedrich—. El gran orador de la muerte gloriosa.
—Me hace gracia —a?adió la voz—. Hace días debatían cómo enviar más refuerzos… ahora todos hablan de tregua.
Friedrich no respondió de inmediato.
Miraba la entrada del búnker.
Y más allá, el océano.
Siempre en movimiento.
Siempre sin paz.
—Nos vemos luego, Friedrich —dijo la voz—. Espero que sea en menos de un mes.
águila Negra fuera.
—Base fuera —respondió Friedrich.
Y dejó caer el comunicador.
Sin moverse.
La ma?ana llegó como siempre:
tranquila, serena.
Cruel.
Los rayos del sol atravesaban la niebla del frente.
Polyusovsk había sido superado.
La línea de combate avanzaba hacia Ryscritingrado.
En la retaguardia, los soldados recibieron una orden extra?a:
treinta minutos para escribir una carta.
Un “premio”, decían.
Pero todos sabían lo que era en realidad:
tiempo para dejar sus últimas palabras.
Chaiwat y Niklas se alistaban.
Uniforme.
Exoesqueleto.
Protección corporal.
Arma al hombro.
Columna de marcha.
—?Marchen, soldados! —gritó un oficial.
Chaiwat había escrito a su madre.
Le habló de su muerte,
de su amor por ella y por su padre,
de lo mucho que los extra?aría.
Y cerró la carta con una mentira que no podía evitar:
"La guerra acabará pronto.”