Babados, 26 de Junio de 1819
El sol se encontraba en lo más alto del cielo caribe?o, y su ardiente calor era casi insoportable para dos jóvenes ingleses que jamás habían abandonado su terru?o, acostumbrados a un clima mucho más fresco y templado. La humedad se pegaba a nuestras ropas y envolvía el aire, mientras una multitud de mosquitos y extra?os insectos revoloteaban a nuestro alrededor, provocándonos un constante zumbido en los oídos. Nuestra primera impresión de la isla de Barbados distaba mucho de ser idílica.
El capitán del barco, un hombre curtido por innumerables viajes a través de los mares, nos había recomendado un modesto residencial donde alojarnos durante nuestra estadía. Aunque su aspecto dejaba mucho que desear, no teníamos muchas opciones disponibles en la isla. Nos acomodamos lo mejor que pudimos en las habitaciones calurosas y húmedas, dejando atrás el agotamiento del largo viaje que nos había llevado hasta allí. Sin embargo, sabíamos que el barco permanecería varado durante al menos un mes, debido a las reparaciones que debían realizarse antes de poder retornar a Londres. Esto nos dejaba con un tiempo limitado para investigar el extra?o caso de la Cripta Chase y obtener las respuestas que tanto ansiábamos. Si no conseguíamos resultados, nos veríamos obligados a esperar meses adicionales hasta que otra embarcación nos llevara de regreso a casa.
Inicialmente, decidimos no visitar a la familia Chase por respeto y temor a que se negaran a hablar de un tema tan oscuro y perturbador en el que estaban involucrados. En su lugar, nos aventuramos a buscar información entre los lugare?os, ansiosos por descubrir cualquier detalle adicional que pudiera arrojar luz sobre el misterio. Sin embargo, nuestras pesquisas resultaron infructuosas, ya que la mayoría de las personas se mostraban renuentes a hablar del tema. La sola mención de la cripta era suficiente para provocarles escalofríos y una mirada de pánico en sus rostros. La falta de información tangible nos dejó perplejos y nos sumió en un mar de especulaciones y teorías sin fundamentos sólidos.
Fue entonces que el posadero del residencial, con su sabiduría adquirida tras a?os de trato con los locales, nos hizo una sugerencia intrigante. Nos recomendó que intentáramos hablar con Charles McDowall, un anciano que se encargaba del cementerio de Christ Church. Sin embargo, nos advirtió que McDowall era un hombre de pocas palabras y que requeriríamos algo más que meras palabras para convencerlo de compartir información. Nos recomendó llevar dos botellas de whisky, un regalo que, según él, podría ablandar el corazón del anciano y hacer que se mostrara más dispuesto a hablar sobre el enigmático caso de la cripta.
Siguiendo sus indicaciones, nos aventuramos una noche hacia una solitaria casa enclavada en un paraje apartado. El sudor empapaba nuestras frentes y las picaduras de los mosquitos nos irritaban la piel mientras descendíamos del carruaje que habíamos alquilado para desplazarnos por la isla. Para nuestra sorpresa, tres enormes perros negros emergieron de las sombras y se nos acercaron con ferocidad. Por un instante, temimos por nuestras vidas, pensando que nos devorarían sin piedad. Sin embargo, una voz cascada y oportuna resonó en la oscuridad, deteniendo a los mastines y ofreciéndonos una tregua momentánea.
—?Qué quieren? ?Quiénes son? — preguntó el viejo
—?Se?or McDowall? ?Charles McDowall? — preguntó Carter, mientras yo no dejaba de observar a los perros que aún nos mostraban sus blancos colmillos.
—?El mismo! ?Quiénes son? — respondió el se?or McDowall.
—?Se?or McDowall! Mi nombre es Christian John, y este es mi buen amigo, Carter Junior. ?Podríamos hablar con usted? — dije, mostrando las botellas de whisky.
El viejo pareció relamerse al ver la bebida. De inmediato alejó a los perros y nos hizo pasar a su precaria casa. Un olor a humedad y suciedad golpeó nuestras narices. Nos sentamos alrededor de una peque?a mesa de madera oscura muy ajada, apenas iluminada por tres velas en un candelabro destartalado. El viejo tomó una de las botellas y la abrió ansiosamente. Parecía que llevaba todo el día sobrio debido a la falta de dinero para comprar licor, por lo que nuestra presencia con la bendita bebida fue considerada casi como una aparición divina.
—Sr. McDowall, soy escritor y publico mis historias en un diario londinense. Viajamos durante tres meses expresamente para investigar lo ocurrido en la Cripta Chase. Llevamos una semana en esta isla y prácticamente nos han negado información. Nuestra intención no es molestar a la familia, y tengo entendido que usted trabajó hasta hace poco en el cementerio como cuidador del mismo.
—?Así que vienen de Londres? ?Vaya! ?Quién iba a decir que esta locura de los Chase iba a llegar tan lejos? ?Y qué les hace pensar que yo puedo darles más información de la que ya saben?
—A usted lo despidieron por este asunto. Al menos eso nos dijeron. Aparte del whisky, tengo esto para ofrecerle como agradecimiento por la ayuda que nos pueda brindar" - dije, sacando un pu?ado de monedas de oro. Los ojos del viejo se abrieron imaginando la cantidad de bebida que podría comprar con eso. Sin dudarlo, tomó las monedas, se acercó a una de las repisas donde guardaba algunos cuadernos y extrajo uno que contenía un detallado registro de los entierros. Luego se sentó nuevamente frente a nosotros, se sirvió otro vaso de whisky y comenzó a hablar. Con ayuda del registro, nos relató detalladamente la actividad sucedida en la Cripta.
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—He trabajado por más de treinta a?os en ese cementerio y jamás he vivido hechos tan extra?os como lo ocurrido en esa maldita Cripta—, comenzó a hojear su cuaderno buscando el registro de los Chase y prosiguió
—Todo comenzó en 1807, cuando la se?ora Thomasina Goddard fue la primera persona sepultada en la cripta. Un a?o más tarde, fallece la pobre ni?ita de tan solo dos a?os, María Anna Chase. En 1812, muere Dorcas Chase, la hermana mayor de la primera. Hasta aquí, nada extra?o había sucedido. Pero la desgracia golpea nuevamente a esta familia y, a los pocos meses, muere Thomas Chase. Fue entonces cuando procedimos a abrir la Cripta y vimos los féretros de María y Dorcas Chase fuera de su lugar original. Solo el féretro de Thomasina Goddard estaba en su posición original. ?Demás está decir la sensación de horror que despertó aquella imagen en todos los que ingresamos a la tumba! — Hizo una pausa para llenar por tercera vez el vaso. De un sorbo, lo bajó hasta la mitad para continuar con su relato, ahora con los ojos enrojecidos y la lengua pastosa.
—Pronto se habló de profanación, a pesar de estar sellada su única puerta de acceso. Me culparon a mí y a mis ayudantes de ser responsables de dicha profanación. ?Qué motivos podría tener yo para molestar el sue?o de los muertos? No negué la posibilidad de que intrusos hubieran incursionado en la Cripta, pero su entrada no estaba forzada. Ante la duda y la falta de pruebas, me permitieron continuar en mi cargo como cuidador del camposanto. Colocamos los ataúdes nuevamente en su lugar y, esta vez, sellamos la entrada con una gran losa de mármol. Pasaron cuatro a?os hasta que, en 1816, Samuel Brewster Ames, otro ni?o de solo once meses, fallece en extra?as circunstancias y es trasladado a la Cripta. Temerosos, nos acercamos a abrir su entrada y, cuando ingresamos a sus oscuras entra?as, el horror fue indescriptible: nuevamente los ataúdes estaban fuera de su posición original. Esta vez, no dudaron en culparme junto con el resto de los trabajadores. A mí, por ser el encargado de cuidar que no se profanasen las tumbas, y a los trabajadores, por ser negros, asociando sus prácticas religiosas con orígenes satánicos y creyendo que por tal motivo violaban el sue?o eterno de aquellos que allí descansaban. Pero lo cierto es que esto solo sucedía en esa única Cripta. ?Por qué solo el ensa?amiento con esta pobre familia? Tomaron el camino más fácil, a pesar de que los investigadores aseguraron que no había huellas de que la entrada hubiera sido violada, y nos echaron a todos—, hizo una nueva pausa en su relato para beber. Carter y yo estábamos emocionados por los detalles de la historia, algo que no había aparecido en las crónicas redactadas por Marcus Mortimer.
—Y la historia no termina ahí", dije, presintiendo que había más por descubrir.
—?La historia no termina ahí! Hay noticias que se han evitado divulgar en la prensa, sobre todo para preservar la imagen de nuestra isla—, respondió el viejo. —Después de que me reemplazaran a mí y a todos los trabajadores del cementerio, solo bastaron pocas semanas para que la desgracia volviera a golpear. El padre del peque?o Brewster, víctima de la tristeza que le produjo la muerte de su hijo, murió repentinamente. Esta vez presencié la escena como parte del cortejo, desde afuera. No puedo negar que, a pesar del horror, me alegré de que sucediera de nuevo, pues confirmaba que ni yo ni nadie de los que trabajábamos hasta hace poco en el cementerio teníamos algo que ver con lo que ocurría en aquella bóveda. Los rostros pálidos y descompuestos de quienes entraron allí nos confirmaron a todos los presentes que algo no marchaba bien. Realizaron una minuciosa investigación del lugar, buscando filtraciones de agua que pudieran haber causado los desplazamientos, pero se comprobó que no existían tales filtraciones. Además, hay que considerar que los ataúdes eran de plomo, y ni siquiera cuatro personas podrían trasladarlos. Se necesitaban seis personas para mover los féretros más grandes con gran esfuerzo.
Nos despedimos del viejo y nos adentramos en la oscuridad de la noche, lo que dificultó nuestro regreso al pueblo. Durante el viaje, reinó un silencio insoportable. Mi amigo Carter no negaba su creciente miedo, y aunque yo también lo sentía, trataba de disimularlo y mantener mi objetividad respecto a lo que habíamos escuchado.
En los días siguientes, hablamos con numerosas personas que presenciaron los sucesos, incluso con algunos de los trabajadores que habían sido despedidos. También tuvimos la oportunidad de hablar con el reverendo Thomas Orderson, rector de la Iglesia de Cristo, quien encabezó la minuciosa inspección de la Cripta en busca de filtraciones de agua que pudieran haber causado los desplazamientos de los ataúdes. Por último, visitamos al gobernador Lord Combermere, quien había ordenado que se aplicara un sello a la puerta de la cripta en el último entierro, y se corroboró que el sello estaba intacto, lo cual alimentaba aún más el misterio.
Teníamos material más que suficiente, a pesar de la falta de lógica en el enigma. Pero, ?quién necesitaba lógica en un enigma? Eso era precisamente lo que los lectores consumían. A diez días de zarpar de regreso a Londres, la fortuna, o tal vez la desgracia para la pobre familia Chase, nos brindaría la oportunidad de presenciar el misterio. Algo de lo cual me arrepentiría.