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CAPITULO 5

  22 de Julio de 1819

  Y aquí estoy, encerrado durante cinco interminables días. Repaso una y otra vez los acontecimientos que me arrastraron a esta maldita situación, mientras los ruidos se intensifican, susurros y gemidos que emergen de los féretros. Estoy paralizado por el terror, acurrucado en un rincón de la cripta, tratando de alejarme de las macabras escenas que se desarrollan ante mis ojos, pero es en vano.

  Desesperado, decido trepar a uno de los nichos vacíos, buscando refugio sobre el féretro de Samuel Brewster Ames, el ni?o que partió de este mundo a la temprana edad de once meses. Me hago un ovillo en ese oscuro y gélido espacio, destinado ahora a mi tortura. Los ruidos se vuelven ensordecedores. Solo la lúgubre luz de la luna penetra a través de un peque?o tragaluz, creando sombras danzantes y macabras. Y entonces, el sonido infernal de una pesada tapa de plomo deslizándose hace vibrar mi ser.

  Mi respiración se entrecorta, mis extremidades se entumecen. La tapa del ataúd cae con un estruendo sobrecogedor. Quiero ocultar mi cabeza, encogerme aún más, desvanecerme en la oscuridad, pero no puedo apartar la mirada. Luego, el sonido gutural de alguien que absorbe aire tras a?os sin hacerlo, y de pronto, una mano esquelética emerge con u?as largas y retorcidas desde el borde del féretro de plomo, provocando que mi corazón se detenga. A continuación, surge una cabeza cadavérica, putrefacta, con mechones escasos y descoloridos. Las manos con sus u?as grotescas, la cabeza con una melena desgastada pero extensa, me recuerdan en mi demencia que el pelo y las u?as siguen creciendo en la muerte.

  El cadáver del coronel Thomas Chase se yergue en su totalidad, una marioneta macabra sin carne. Con pasos lentos y deliberados, se dirige al centro de la cripta, donde se queda inmóvil, envuelto en la penumbra que resalta su silueta grotesca. No puedo distinguir su rostro en la oscuridad, pero no puedo apartar la mirada desde mi posición, suspendido a tres metros sobre el suelo. ?Qué propósito tiene? ?Qué aguarda? ?Por qué se ha detenido en ese lugar siniestro? Me niego a parpadear, suplicando que permanezca inmóvil o, en el peor de los casos, que regrese a su ataúd. No puedo siquiera imaginar qué horrores desataría si me descubriera aquí en lo alto, en su reino de muerte y decadencia.

  Las tres de la ma?ana. Lleva tres horas petrificado en aquel lugar, como si de una estatua hablase. El hedor putrefacto impregna el aire, mezclándose con el silencio ominoso que lo envuelve todo. La luz lunar, pálida y espectral, ha ido cambiando su posición a lo largo de la noche, revelándome únicamente la siniestra silueta del cadáver. No sé si está de frente o de espaldas, pero de repente, la luna alcanza su punto álgido en el firmamento, y sus rayos despiadados iluminan su rostro macabro. ?Dos ojos escalofriantes, hundidos en cuencas vacías y rodeados de piel marchita, me observan fijamente! ?Ha estado acechándome desde las sombras mientras yo ingenuamente creía estar oculto!

  El terror que me embarga es indescriptible. Mi corazón late desbocado en mi pecho, su ritmo frenético resonando en mis oídos. Mi mente se llena de pensamientos caóticos, una mezcla de angustia y desesperación. La sensación de miedo me paraliza físicamente, dejando mis músculos tensos e inmóviles. El miedo se apodera de mí, un frío gélido recorre mi columna vertebral.

  En un instante, pierdo todo control. La vejiga cede ante el pánico y me orino encima, la cálida humedad se mezcla con la frialdad del ambiente. ?Quién diablos me impulsó a meterme en esta pesadilla? ?Qué demonios me importa descubrir la verdad detrás de este macabro misterio? En este momento solo anhelo huir, escapar de este lugar infernal. Pero la realidad me golpea con fuerza: estoy atrapado, sin salida posible.

  Mis labios se sellan, el grito desesperado se queda atascado en mi garganta. Una sensación de impotencia y desamparo se apodera de mí. Miro al cadáver con pavor, rogando que vuelva a sumirse en la oscuridad, que desaparezca de mi vista. Pero sé que no puedo apartar la mirada. La visión de sus ojos penetrantes, de su rostro cadavérico, me aterroriza hasta lo más profundo de mi ser.

  La incertidumbre y la angustia me consumen. Cada segundo en este lugar se siente como una eternidad. Anhelo desesperadamente que llegue el amanecer y con él, la esperada apertura de la cripta. La sensación de desesperación se aferra a mí, y comprendo que solo me queda aguantar, rezando para que la figura macabra no se mueva ni se acerque a mi refugio improvisado, a tres metros de altura del suelo. Mi mente se nubla, y mi única súplica es que esta pesadilla termine cuanto antes.

  El sonido metálico de varias tapas deslizándose simultáneamente llenó el aire, creando una cacofonía inquietante. Uno tras otro, los cuerpos sin vida emergieron de sus sepulcros y avanzaron con determinación hacia el centro de la cripta. En ese momento, agradecí fervientemente que el nicho en el que me ocultaba estuviera ubicado sobre el ataúd del peque?o Samuel Brewster Ames, cuyo corto tiempo de fallecimiento me llevó a suponer que su cuerpo no sería capaz de moverse. Pero qué equivocado estaba. Mi temeraria idea se volvía en mi contra con ferocidad.

  Un aliento gutural, más agudo y siniestro, resonó justo debajo de mí. Sin previo aviso, el rostro desfigurado del ni?o muerto asomó frente a mis ojos horrorizados. Sus movimientos eran rápidos y ágiles, como los de una criatura enloquecida. Se aferró al borde del nicho en el que me escondía, su cabeza putrefacta se asomó y exhaló un aliento fétido de a?os directamente sobre mi rostro. Un grito de pavor escapó de mis labios mientras retrocedía con violencia, golpeando mi cabeza contra el duro suelo de cemento. En el último destello de conciencia, contemplé desde el piso cómo los cadáveres me rodeaban, observándome detenidamente con sus ojos sin vida, sus semblantes retorcidos en una grotesca mezcla de curiosidad y malicia.

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