El viaje al próximo contrato tomó una pausa al armarse un campamento dentro de un claro, cerca de la carretera. La tienda de campa?a parecía un horno bajo el aire opresivo de la madrugada.
Drake, con el torso desnudo y el pantalón pegado a su piel sudorosa, se encontraba sentado sobre su saco para dormir, la espalda contra una pared de tela que no ofrecía ningún alivio.
A su lado, Lance dormía profundamente, envuelto en un sue?o inquietante en el que se sacudía, soltando leves risas y movimientos indecorosos de cadera. El guerrero oscuro, incluso en el reposo, abrazaba sus dos espadas como si fueran un par de amantes.
Sus labios murmuraban el nombre de "Samantha" con un aliento casi inaudible. Drake dejó escapar una breve sonrisa sardónica.
? Otra chica más, seguramente?, pensó, aunque pronto el sarcasmo fue apartado por la oscuridad de sus adentros. Las pesadillas habían vuelto.
Cerró los ojos, intentando buscar consuelo en la penumbra de su conciencia, pero solo encontró un abismo. El calor de su cuerpo era sofocante, como si un fuego interno se estuviera alimentando de sus dudas y su agotamiento.
Sin encontrar reposo, comenzó a rebuscar entre sus pertenencias. Sus dedos, endurecidos por el peso del acero y la sangre, tropezaron con algo inusualmente frágil: sus auriculares inalámbricos. Un resquicio del pasado, un eco lejano de una voz que no debía desvanecerse.
Con un gesto casi automático, los colocó en sus oídos y reprodujo la última nota de voz que Naomi le había enviado.
—Drake, hola. Espero que estés bien, yo, bueno. —Su voz se rompió al inicio, como si cada palabra pesara demasiado—. Sé que prometiste volver en un mes, y dijiste que tal vez tardarías tres, pero ya han pasado cuatro.
Un silencio se coló entre cada latido. Luego, su tono se volvió más firme, aferrándose a la esperanza.
—Te lo advierto, si no contestas este mensaje en las próximas veinticuatro horas… volveré por ti .
La frase quedó suspendida en el aire, afilada como una daga clavándose en su pecho. Drake cerró los ojos, dejando que el eco de su voz se enredara en su memoria.
Su pecho se comprimió, como si un pu?o invisible lo aferrara. La voz de Naomi, cálida y llena de amor, era un bálsamo efímero sobre heridas que nunca sanaban. Se dejó envolver por sus palabras, pero el consuelo fue breve. Un escalofrío recorrió su espalda, helando incluso el sudor en su piel.
El aire cambió. Lo que antes era un calor sofocante se volvió espeso y pútrido, impregnado de un hedor nauseabundo que le quemó los pulmones. Entonces, una risa quebró el silencio: un sonido espeluznante, ajeno a este mundo y al siguiente, una amalgama perversa de la voz de su padre y la suya propia.
Drake se tensó. Su cuerpo entero se preparó para un combate que ya sabía perdido.
Fuera de la tienda, una sombra colosal se alzó, distorsionada tras la tela. Dos llamas esmeraldas brillaban en la oscuridad, ardiendo con un odio inhumano. Entre la neblina, apareció una sonrisa grotesca de colmillos, deformada por un aura de pura maldad.
—Sabes, ?abominación? —susurró la voz, resonando como un eco malsano—. Ella pudo haberte enviado al infierno cuando tuvo la oportunidad… pero estaba tan rota como tú.
La voz se deslizó como un cuchillo oxidado en su oído, impregnado de burla y desprecio.
—Y ya sabemos cómo terminó.
Drake presionó la mandíbula, sintiendo la rabia arder en su pecho.
—Cállate —murmuró, su voz tensa, conteniendo una furia que amenazaba con desbordarse.
El silencio se hizo espeso, como sangre coagulada. Pero la voz no se detuvo.
—Dime, ?cuánta más gente que te importa estás dispuesto a perder?
Impulsado por la furia, Drake irrumpió fuera de la tienda y se encontró con nada más que oscuridad. El espectro se había desvanecido, dejando solo el eco de su amenaza y el hedor rancio de la muerte.
Buscando alivio, inhaló hondo el aire helado de la madrugada y avanzó. La bruma cubría el claro, retorciéndose como un ser vivo. Frente a él, la tienda de Alice se alzaba junto a los árboles donde amarraron los caballos y estacionaron la motocicleta.
Aunque la entidad había desaparecido, sus palabras seguían colgando sobre él, pesadas como rejillas invisibles.
Drake se alejó del campamento, activando su armadura con un fulgor rojo que envolvió su cuerpo. Con la espada formada, comenzó a entrenar en silencio. Cada tajo disipaba, aunque fuera por un instante, las sombras que lo acechaban.
La niebla espesaba el camino, serpenteando como dedos espectrales a su alrededor. El sonido de la noche se rompía bajo sus pasos, hasta que cesó por completo. Drake se detuvo en seco. El mundo parecía contener la respiración. Ni grillos ni viento, solo un vacío opresivo.
Elevó la espada con un movimiento instintivo, sus sentidos al límite. Solo escuchaba su propia respiración y el latido acelerado en sus sienes. Pero lo peor era la sensación helada que le recorría la columna, la certeza primitiva de que algo lo estaba observando, pero era distinto, nada visto antes; por primera vez en mucho tiempo se sintió asechado por un verdadero depredador,
—??Quién anda ahí?! —rugió, su voz rasgando el silencio como un tajo a la oscuridad.
Entonces lo oí.
El trote de cascos resonó en la bruma, cada golpe un tambor funerario que marcaba la llegada de algo impío. Un graznido de cuervos se alzó en la distancia, y la silueta emergió: un jinete sombrío montado en un potro moro, su oscura figura surgiendo como un espectro de la nada.
Portaba una armadura palpitante con vida propia, platinada pero cubierta de sombras tan densas que devoraban la luz. Su capa negra flotaba como humo sin disiparse, y su casco, coronado por un ave de carro?era, completaba la imagen de un heraldo de muerte.
Los ojos del casco brillaron con un destello esmeralda. No era solo un resplandor, sino una mirada que atravesaba la neblina, perforando la realidad misma.
El jinete tiró de las cadenas que sujetaban a su corcel, deteniéndolo en seco. Drake aferró la empu?adura, sintiendo el sudor frío resbalar por su espalda. No retrocedió, pero su propia armadura reaccionó con un estremecimiento.
El palpitar de su armadura lo alertó: las espinas surgían de su superficie al comunicarle con una sensación que pronto se volvió un pensamiento. Lo reconocí como otro Portador Maldito, como él, pero su esencia era más antigua, más densa, más poderosa, como si estuviera envuelto en siglos de masacre y batallas olvidadas: Un Jinete de la Muerte.
—Un servidor de su condena y enemigo de horrores ajenos a este mundo. —La voz del jinete resonó como el crujir de un roble antiguo, tumba y sombría—. Escucha bien, guerrero: El Gran Juego ha comenzado, y aquellos que habitan en las sombras de los mundos olvidados claman por la llave de la Ciudad de los Dioses. Solo ella abrirá el paso hacia el Verdadero Trono.
? Pronto, los seis serán llamados a participar en esta degollina, donde tu espada deberá cortar la oscuridad o serás consumido por ella, como tantos antes que tú.
Drake quiso hablar, exigir respuestas, pero la voz murió en su garganta al devolver la armadura a la normalidad.
El jinete tiró de las riendas. Su corcel se alzó con un relincho gutural, y en un parpadeo, la figura se dio media vuelta y se desvaneció en la niebla como un sue?o roto.
—?Espera! ?Qué significa eso? —gritó Drake, corriendo tras él.
La niebla tragó el sonido de su voz. Solo el eco de los cascos persistió por unos segundos antes de desvanecerse por completo.
Drake se quedó de pie, jadeante, la espada aún en alto.
??Por qué demonios los anormales siempre hablan en acertijos??
Ajustó su casco, su mirada clavada en la bruma. Y por primera vez en mucho tiempo, sintió un peso en el pecho que no provenía de su propia armadura, sino del destino que acababa de revelarse ante él.
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*
Una peque?a mano, marcada por laceraciones rojizas, perteneciente a una jovencita, se entrelazó con los dedos en las fortificadas rejas de metal, coronadas por espirales de alambre de púas. Estaba en los límites de la Fortaleza Oscura: la academia de entrenamiento de aspirantes a Guardianes, situada en la ciudad de Piedras Negras, en Trisary.
Vestía el viejo uniforme color verde de los estudiantes, cubierto de tierra. Era apenas una adolescente. Su largo cabello negro caía sobre su rostro, descendiendo hasta la clavícula. Un flequillo le cubría parte de la cara, abriéndose justo en la mitad de su nariz, revelando una piel pálida repleta de peque?os granos rojizos. Entre los mechones, una mirada apagada, cual cadáver en vida.
Se apoyaba contra las rejas de metal, como si deseara volverse líquido y atravesar los alambres, escapar de aquel infierno sin mirar atrás. Pero sabía que era una idea absurda y poco realista. Si intentaba huir, la cazarían sin piedad, la arrastrarían de vuelta por el cabello, como a un animal, y la castigarían. Además, ya no tenía ningún lugar a donde volver.
Apretaba los alambres con tanta fuerza que su piel se enrojecía y empezaban a salir hilos de sangre de sus manos.
Unos pasos acercándose la sacaron por un instante de sus sombríos pensamientos. Inclinó la cabeza levemente hacia un lado y vio a otro aspirante, jadeando por el esfuerzo. El chico, con cabello negro azabache y cicatrices en sus brazos, vestía el mismo uniforme mugriento como el rostro del chico. Llevaba un parche en el ojo izquierdo y en el derecho se apreciaba un iris carmesí.
Aquel ni?o tenía una mirada con negras ojeras, pero a la vez mantenía una sonrisa descarada.
—Te he visto entrenar, eres de los más fuertes de la clase y la única que no se la pasa llorando como los otros —exclamó—, creo que nos vendría bien asociarnos si queremos sobrevivir.
—?Fuerte? —La chica parpadeó, asimilando el alago—. Apenas he sobrevivido a las pruebas, y todavía no había enfrentado el Ritual de los Cristales.
—?Te parece eso poco, nena? ?No has visto como han acabado los otros ni?os superando esa mierda? —contestó—, aquí un peque?o error, y acabas en la enfermería o en un ataúd. Se nota que tienes una buena razón para vivir.
—No tengo muchas alternativas —Admitió con un suspiro, y al analizarlo detenidamente lo reconoció al instante, llevándose ambas manos a la boca de golpe al darse cuenta de lo que acababa de decir—. Eres el chico al que siempre se le complican todos los ejercicios ?verdad? El hijo del Pistolero.
—El mismo que viste y calza. —Bajó la cabeza, sus pu?os temblaban de frustración, forzándose en verso manteniendo ese aire cínico—. Ser el hijo del más legendario guardián no me dio muchos privilegios que digamos. Pero de todos modos… haré lo que haga falta para alcanzar las mutaciones y volverme un guardián.
En ese ojo carmesí, ella vio reflejado el rostro de alguien que no tenía nada que perder. La chica sintió una chispa de esperanza, olvidada hasta ese momento. Ambos deseaban a alguien que los sostuviera en medio de aquel infierno.
—Curioso, eres de los que recibe más palizas por quien era tu padre. Y yo fui seleccionada como otra huérfana del vulgar programa del LP para tomar ni?os desamparados al azar y ser vendidos a Trisary como un intercambio de recursos —dijo la chica con ironía—. Ambos terminamos en el mismo agujero.
—Revolcándonos en la misma mierda —culminó.
—?Cuál era tu nombre? —preguntó en voz suave, esbozando una peque?a sonrisa.
—Drake Réquiem, el mayor hijo de perra que llegará a conocer.
El comentario provocó que la chica soltara una peque?a risa. Se detuvo un momento, preguntándose cuándo fue la última vez que había reído.
La chica cortó la distancia, colocándose frente a frente con él, tan cerca que casi podía sentir su respiración. El ojo de Drake se abrió por completo. Ella puso una mano firme sobre su cabeza, provocando una leve queja de sorpresa.
—Mi nombre es Alice Wilson. Desde ahora y para siempre... —dijo, con una renovada vitalidad—. Vamos a ser socios, y cuando digo socios quiero decir que estará a cargo, peque?o.
—Hablaba como una lunática —asintió Drake—. Hagámonos fuertes juntos.
—Ser fuertes es lo único que nos queda.
Ella se sintió complacida al ver su respuesta, y entonces desvió la mirada hacia la imponente fortaleza, el destino que les guardaba.
Una serpiente titánica, esculpida en roca negra, rodeaba el cerro, protegiendo la estructura que coronaba la colina, con picas adornadas por cráneos clavados en las murallas, testimonio de la fuerza implacable del gremio ya la vez casa que dominaba esas tierras de la piedra negra.
*
En sus sue?os, Alice revivía su adolescencia, escoltada por académicos encapuchados hacia un laboratorio oculto en la Fortaleza Oscura. Desnuda y atada a una plancha metálica, sus ojos azules, enrojecidos por las lágrimas, intentaban esquivar una luz cegadora.
A su alrededor, dos grupos envueltos en capuchas oscuras discutían su destino, figuras alejadas de todo lo humano.
Los engranajes crujían, los motores vibraban con un zumbido constante. El aire apestaba a aceite quemado y metal caliente. Alice sintió el temblor de las extremidades mecánicas cuando los Tecnomantes se acercaron, sus cuerpos más máquina que carne, con piezas que se acoplaban y rechinaban en cada movimiento. Los pistones siseaban al ajustar sus exoesqueletos, sus ojos de cristal brillaban con un fulgor frío.
—Con nosotros, serás invulnerable —dijo uno de ellos, su voz distorsionada por el modulador incrustado en su garganta de acero—. Carne es debilidad. Huesos, obsoletos.
—Pero la carne evoluciona —contrapuso una figura al otro extremo de la plancha, sus dedos largos y afilados casi rozando el cuerpo desnudo de Alice. Sus u?as eran garras, su piel una amalgama de escamas y tejidos alterados—. Nosotros creamos belleza a partir de la biología. La máquina está fría, muerta. La carne es pura, adaptable, viva. Con nosotros los Biomantes alcanzarás tu potencial, se?orita Wilson.
—?Silencio, cáncer andante! La decisión es de ella, ya sabemos cuál será. Es la protegida de Nicolas Moebius, prácticamente su ni?a destinada. —regurgitó una fémina, de múltiples extremidades metálicas en su espalda, con bastas herramientas y un rostro pétreo semejante a una máscara de hierro
Alice tragó saliva. Estaban tan cerca. Los Tecnomantes con sus extremidades relucientes, los Biomantes con cuerpos torcidos por la mutación. Algunas tenían piel translúcida, otras pupilas dobles, colmillos afilados que relucían con la luz de los focos. Cada uno era una aberración de lo humano, una promesa de poder o de condena. Y ella, atada a la plancha metálica, era la frontera entre ambas fuerzas.
—La fusión es inevitable. El metal refuerza lo que la carne no puede sostener —argumentó un Tecnomante—. La carne tarde o temprano cederá a ser corrompida por el Estigma. Ustedes están a dos pasos de convertirse en Abismales, y ser cazador por la iglesia. El metal puede mejorarse de forma constante y mucho mejor que la carne, que siempre está en peligro de corromperse.
—Lo dice como si el metal no trastornara, que no se pueda corromper y volverse en demonios —defendió el Biomante—, nosotros tenemos medidas.
—La naturaleza es perfecta cuando se la moldea con la ciencia adecuada —rió un Biomante, sus ojos brillando con entusiasmo demente—. Ella podría ser una nueva obra maestra.
—Alice no es una pieza de su laboratorio —interrumpió una voz familiar.
Alice levantó la vista. Entre las sombras alargadas por la maquinaria quirúrgica, la imponente figura del Tecnomante emergió con la solemnidad de una estatua de mármol. Su túnica negra se agitó al avanzar, reflejando destellos metálicos con cada movimiento preciso y calculado.
La máscara de oxígeno con pico de cuervo ocultaba su expresión, pero su postura rígida y hablaba de una mente que no toleraba oposición. Sus guantes dorados capturaban la luz fría de la sala, reflejando la pulcritud quirúrgica de su pensamiento.
—Nicolás… —susurró Alice, un hilo de alivio en su voz temblorosa. Entre todos los presentes, él seguía siendo el más cercano a lo humano.
él se arrodilló junto a la plancha metálica, con el tubo de su respirador llenando el aire. Sus movimientos eran metódicos, carentes de dudas.
—Estás temblando —murmuró, su voz amortiguada por la máscara—. Un síntoma predecible dada la situación. Sin embargo, innecesario. Nada ocurrirá sin tu consentimiento.
Alice sintió el peso de su mano enguantada sobre la suya. Un toque medido, casi académico, pero que en su frialdad contenía una verdad oculta: preocupación.
—Tengo miedo —confesó ella en un hilo de voz.
Nicolas presionó su mano con suavidad.
—El miedo es una reacción instintiva, pero no tiene cabida en este trabajo —Una voz danzó en el aire con cadencia teatral, imponiendo su presencia sin esfuerzo.
Un eco de pasos interrumpió el momento. Un silencio reverencial se extendió entre los presentes cuando la sombra de una silueta alargada cubrió la habitación.
—Lo estábamos esperando, director Rolando Bloodclaw —anunció Nicolás, sin molestarse en disimular la severidad en su tono. No lo saludó con el mismo respeto mecánico de los demás, sino con la distancia calculada de quien no tiene paciencia para lo innecesario.
La figura que emergió entre las luces frías del quirófano era un espectáculo en sí mismo. Su abrigo negro, con adornos carmesíes, se mecía con cada paso, y su cabello pelirrojo caía en mechones irregulares, reflejando la luz con un brillo antinatural.
Su piel pálida resaltaba los ángulos afilados de su rostro, donde unos ojos azul eléctrico destellaban con diversión y desdén. Sus labios carnosos, te?idos de rojo profundo, se curvaban en una sonrisa afilada, el gesto de un hombre siempre dos pasos adelante.
Vestía con refinada precisión, combinando elegancia y funcionalidad, como si su propio cuerpo fuese una obra en constante perfección. No era solo un hombre. Era un espectáculo.
—Oh, querido, qué formal. Casi olvido lo encantador que es escucharte hablar con la calidez de un engranaje bien lubricado, como si no fueras también un mutante de nacimiento, se?or hechicero —dijo Rolando, inclinando la cabeza con fingida cortesía. Sus dedos enguantados trazaron el aire con un gesto ensayado—. Y hablas como si pudieras elegir en lugar de esta criatura.
—Ella decidirá por el metal sobre tus Biomantes —sentenció Nicolás con la certeza de una ecuación inquebrantable—. Mi magia es la extensión de mi máquina. No es cuestión de hechicería, sino de cómo trascender la fragilidad del cuerpo. Alice no elige entre ser hechicera o no, sino entre entregarse a la anarquía de la genética de ser un mutante artificial o abrazar la lógica inquebrantable de la máquina.
Rolando exhaló un suspiro exagerado, llevando una mano a su pecho con teatralidad.
—Ah, Nicolás, tu terquedad es tan fascinante como frustrante. Siempre tan obsesionado con tu orden artificial, como si la carne fuera un error a corregir. Pero dime, mi estoico antagonista… ?No es el caos el verdadero arquitecto de la evolución? ?No es la inestabilidad lo que nos hace trascender?
—Solo le expuse las consecuencias: la inestabilidad de la carne, los caprichos de la biología, los riesgos de entregarse a lo incontrolable del Estigma y en lo que puede convertirse a largo plazo.
—De una u otra forma, todos podemos convertirnos en demonios —murmuró Rolando, su voz un cuchillo envuelto en terciopelo. Su silueta se inclinó sobre Alice, su aliento gélido rozó su piel—. Cada sendero tiene su precio, su abismo. La pregunta es: ?tienes el temple para saltar?
Alice alzó la vista. Nicolas estaba allí, firme como un monolito, pero la decepción se filtraba a través de la máscara que cubría su rostro. Era un maestro, un protector, un faro de razón en un mundo caótico.
No quebrarse. No ceder. No dejar que el destino fuera una jaula impuesta por otros.
El peso de la duda le oprimía el pecho. Pero en su interior, como brasas ocultas bajo ceniza, ardía su propia voluntad.
—M-m-mutante.
El murmullo escapó de sus labios resecos, tembloroso al inicio, pero cargado de una resolución feroz para el placer de Rolando, cuya sonrisa arrogante y filosa jamás desapareció, sabía este resultado.
Los Biomantes rugieron con júbilo, su euforia te?ida de un fanatismo inquebrantable. Los Tecnomantes, en cambio, se apartaron en un silencio glacial, miradas de juicio clavándose en Alice como pu?ales. Nicolas bajó la cabeza. No dijo nada, no intentó detenerla, pero en su postura había algo más que resignación: un leve asentimiento, un pacto no verbal, la promesa silenciosa de que no la abandonaría.
Desde el techo, la máquina descendió con un siseo mecánico. Sus brazos metálicos se desplegaron con precisión arácnida, un ballet de acero quirúrgico listo para moldearla en algo nuevo. Las jeringas, cargadas con un líquido iridiscente, perforaron su piel. Primero, un frío gélido, como si su sangre se congelara en las venas. Luego, el infierno.
El ardor la devoró desde dentro, un fuego alienígena que laceraba cada fibra de su ser. Se dobló sobre sí misma, un sollozo ahogado atrapado en su garganta. Quiso aferrarse a la conciencia, pero la marea de sufrimiento la arrastraba a las profundidades. Cerró los ojos, preguntándose si realmente era esto lo que quería.
No. Era lo que necesitaba.
Los espasmos sacudieron su cuerpo mientras los químicos se filtraban en su sistema, rescribiendo su esencia, inflamando sus músculos hasta el borde del estallido. Cada latido era un golpe de martillo en su cráneo, cada respiro, un nuevo descenso al abismo.
—?Sientes el poder del Ritual de los Cristales? ?Aférrate a la vida, peque?a! ?Lucha, ruge y renace como algo nuevo!! ?mucho más fuerte de lo que alguna vez has so?ado!
Un espasmo brutal la arqueó, su grito desgarrando el aire. Los Biomantes aplaudían, embelesados. No veían sufrimiento, sino renacimiento.
Dentro de Alice, algo vibraba como una bestia atrapada. El dolor no la rompería. No sería un desecho más.
Días de tormento moldearon su carne y mente. Cada intento de moverse terminaba en espasmos, su cuerpo colapsando contra el suelo. A su alrededor, otros ni?os sufrían el mismo tormento, todos sometidos a las mismas pruebas y observados con precisión por los académicos.
Muchos no lograron sobrevivir; los que no pudieron asimilar el mutágeno quedaban en un estado de muerte cerebral, considerados "fracasos afortunados".
Pero otros sufrían destinos mucho más crueles: sus cuerpos se deformaban grotescamente, transformándose en masas palpitantes de carne mutada, atrapados en una agonía perpetua que solo cesaba con la bala misericordiosa de los guardias de la Fortaleza Negra.
Las noches eran interminables. Acurrucada en el suelo frío, Alice temblaba entre sudor y sangre, su piel marcada por venas visibles y su garganta demasiado seca para gritar. El tiempo perdió sentido, pero su voluntad ardía: sobreviviría.
Cada inyección la arrastraba a la inconsciencia. Al despertar, flotaba en un líquido denso, su cuerpo conectado a máquinas que registraban su transformación.
Hasta que, un día, abrió los ojos dentro de la capsula vacía, abierta para recibir los aplausos de los académicos, liderados por Rolando y Nicolas. No había dolor. Su cuerpo, antes frágil, ahora irradiaba poder. Se había transformado, renacido desde las cenizas de su sufrimiento.
Se levantó y miró su reflejo en una superficie cercana. Había crecido unos centímetros y sus músculos, antes tensos, ahora lucían tonificados y perfectos, resultado de un proceso de mutación que sobrepasaba los límites humanos.
Su rostro, antes marcado por imperfecciones y el agotamiento, ahora era inmaculado, perfeccionado. Sus ojos, que alguna vez fueron azul cielo, ahora resplandecían con una intensidad chispeante. Y con el tiempo, te?iría sus puntas de azul, un reflejo de la energía que corría por su cuerpo.